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miércoles, 8 de agosto de 2012

Silveria, protagonista de Juan Valera, símbolo del libre albedrío


Como he manifestado en otras ocasiones, el cuento de El Hechicero es al mismo tiempo de una sencillez y una complejidad que no pasó desapercibida para sus coetáneos y es que Juan Valera pudo cifrar en Silveria el espectáculo del libre albedrío, según él, el mayor reto para la creación estética. Su nombre, Silveria, alude a su carácter silvestre, espontáneo, natural, un ser que ha crecido libre, sin ningún tipo de freno, pero también sin conocer el mal o el miedo.

Ilustración de María Simó, para El pájaro verde y otros cuentos. Adaptación de Federico Villalobos. Consejería de Educación de la Junta de Andalucía, Málaga, 2010.
         Aunque no son muchos los retratos detallados de sus protagonistas, lo cierto es que a Valera le gusta plasmar el  desarrollo de la hermosura femenina y así nos ofrece algunos detalles de las protagonistas cuando aún son niñas. De Calitea, la protagonista de La buena fama nos informa el narrador que ––haciendo honor a su nombre–– era «una hermosa niña, ojinegra y morena», para más adelante afirmar que a los veinte años resplandecía «con todos los hechizos de la salud y de la mocedad virgínea»[1].
            También del físico infantil de Silveria se nos dan algunas notas, como las que sirven para retratarla a sus once años:

                        Bien puede asegurarse, sin exageración alguna, que Silveria era una joya, un primor de muchacha. Se había criado al aire libre; pero ni los ardores del sol ni las otras inclemencias del cielo habían podido ofender nunca la delicadeza de su lozana y aún infantil hermosura. Como por encanto, se mantenía limpia y espléndida la sonrosada blancura de su tez. Sus ojos eran azules, como el cielo, y sus cabellos, dorados, como las espigas en agosto[2].

            Es interesante destacar que incluso las niñas tienen cierto atractivo, pero la descripción es sólo un punto de partida para dar rienda suelta al erotismo de la belleza juvenil. Efectivamente, Silveria, a los dieciséis años, se ha convertido en una adolescente fascinadora:

            Creció hasta ser casi tan alta como su padre; su cabeza parecía, en proporción del resto del cuerpo, más pequeñita y mejor plantada sobre el gracioso cuello, cuyo elegante contorno quedaba descubierto por la cabellera rubia, no caída ya en trenzas sobre la espalda, sino recogida en rodete; los ricillos ensortijados, que flotaban sueltos por detrás, hacían el cuello más lindo aún, como si vertiesen, sobre apretada leche teñida con fresas, lluvia de oro en hilos y de canela en polvo; la majestad gallarda de su ademán y de sus pasos indicaba la salud y el brío de sus miembros todos; la armonía divina de sus formas se revelaba al través de la ceñida vestidura, y, agitándose su firme pecho, se levantaba en curva suave.
                        En resolución: Silveria era ya una hermosísima mujer; pero tan inocente y pura como cuando niña[3].

            En medio de tanta sensualidad se descubren muchas expresiones de la lírica del Siglo de Oro, quizás porque Silveria se nos presenta casi como una ninfa. Además, el narrador se detiene complacidamente en el cuello, las formas y en el pecho de la heroína, así como en la sensualidad de los rizos agitados por el viento: la belleza es fundamental en toda intriga amorosa. En cualquir caso, como a Valera no le interesa construir relatos morales o ejemplares, el narrador no suele hacer una extensa caracterización moral directa, sino que tiende a aludir, mediante breves pinceladas, los rasgos más sobresalientes de la psicología de los mismos. Así de la protagonista de La muñequita se destaca mediante un epíteto cliché que era «cándida como una paloma» y que poseía una «inocencia angelical», rasgo que comparte con la protagonista de El Hechicero.
        Otro rasgo en el que suelen coincidir varias protagonistas de sus cuentos es en su independencia, que en el caso de Silveria, de El Hechicero, el narrador nos explica por extenso: 

            La madre, por dulce apatía y debilidad de carácter, le dejaba hacer cuanto se le antojaba; y el padre, que era imperioso, como idolatraba a su hija y se enorgullecía de que se le pareciese en lo resuelta y determinada y en la valerosa decisión con que ella procuraba siempre lograr su gusto y cumplir su real voluntad, lejos de refrenarla, solía, sin premeditar ni reflexionar, darle alas y aliento para todo. Así es que cuando el padre se iba, y se iba a menudo, ya de caza, ya a otras excursiones, se diría que por estimación tácita transmitía a la chica todo su imperio. Parecía, pues Silveria una pequeña reina absoluta, una emperatriz disfrazada de zagala. Por fortuna, era tan generoso y noble el temple natural de su ánimo, que ni su absolutismo menoscababa el cariño y el respeto que a su madre tenía, ni la amplia libertad de que gozaba le valía nunca para propósito que no fuese bueno


El narrador trata también de plasmar la evolución sicológica de la protagonista y no muestra, a través de una especie de ensoñación, el ingenuo intento de Silveria de comprender, desde su condición infantil, el oficio poético del joven Ricardo:
            (...) su pensamiento iba de prisa y volaba al cavilar, imaginando cosas hermosamente confusas, ya que ella no atinaba entonces a expresarlas con palabras, ni podía siquiera ordenarlas en su cabeza para percibirlas mejor. Solo vagamente discurriendo ella en cierta penumbra intelectual, notaba que las ficciones de poeta no eran mero remedo de lo que todos vemos y oímos, sino que penetraban en su honda significación, revelando no poco de lo invisible y haciendo patentes mil tesoros que esconde la Naturaleza en su seno. ¿Pero quién le daba la cifra para interpretar el sentido encubierto de lo que dicen los seres? ¿De qué habla el viento cuando susurra entre las hojas? ¿Qué murmura el arroyo? ¿Qué cuenta, qué declaran los astros cuando nos iluminan con su luz? De seguro había de haber un ángel, un duende, un genio, un espíritu familiar que nos acudiese en todo esto. Ricardo debía de estar en relación con él, había de saber evocaciones a que él obedeciese, conjuros que le sujetasen a su mandato[4].

            En esta ocasión se combina en el discurso disperso del personaje, el estilo indirecto, el directo y el indirecto libre y es que, el análisis psicológico sus personajes femeninos pretende ser profundo[5], incluso en sus cuentos, aun cuando parezca interesarse sólo por desentrañar la actitud, el comportamiento y las motivaciones de los mismos exclusivamente en el terreno amoroso. En realidad, Valera parece querer decirnos que el amor es lo fundamental en la vida y que el trance amoroso puede iluminar con claridad la verdadera dimensión de la persona[6]. Y es que, a sus sesenta años confesaba a su sobrino José Alcalá Galiano:

            (...) todavía persisto en creer que el precio más alto de la vida, su objeto, su todo, es el amor. En un abrazo de la mujer querida está el cielo. Lo demás no vale un pitoche[7].

               Por otra parte, dado que  la preocupación de Valera por la conducta de sus personajes atiende más a cuestiones de amplio interés psicológico que a inquietudes estrictamente morales, es precisamente esta motivación psicológica la que le lleva a construir sus personajes no tanto a partir de la caracterización directa ofrecida por el narrador como a través del comentario de las acciones y reacciones ––realizado por otro personaje––, así como de las palabras de los propios protagonistas, reproducidas en discursos orales o incorporadas en epístolas.
            De este modo sus personajes son más problemáticos, más complejos, de los pueden encontrarse en los cuentos de algunos autores decimonónicos como, por ejemplo, Alarcón, para quien lo importante no es tanto la psicología del personaje como su conducta: no le interesa observar los matices o la evolución interior de un personaje sino centrarse en los momentos de la transgresión, sin atender especialmente a los móviles que lo indujeron a observar el cambio de comportamiento. Por eso, a menudo, en sus relatos no tenemos otro dato de sus protagonistas que el reflejo que puede observarse en sus fisonomías.
              Silveria, por el contrario, responde al ideal que Valera busca en sus personajes femeninos y, a sus dieciséis años, cuando se reencuentra con el poeta Ricardo, es ya una muchacha que sabe lo que quiere y que tiene la fuerza de voluntad necesaria para luchar por que se cumplan sus deseos. Al contrario que Ricardo, Silveria no se encierra en su desdicha, sino que pone en juego todos sus resortes para salvarse y rescatar del ensimismamiento a su amado. Y es, lógicamente, ese arrebato avasallador, esa valentía para vencer los obstáculos, para salir del laberinto, en el que simbólicamente ha penetrado, lo que la realza ante Ricardo; por eso, es ella la que consigue hacer realidad el amor entre ambos. Silveria es, así, la fuerza arrolladora del sentimiento amoroso, pero, sobre todo, es la fuerza de la vida; y frente a las jóvenes soñadoras, Silveria es sumamente práctica, aunque no por ello insensible; en realidad puede decirse que Silveria es la mujer activa que no desdeña la contemplación.

         Otras interpretaciones sobre este personaje pueden verse en «El hechicero: una metáfora mágica de la creación poética».




    [1] Obras de Juan Valera [O. J. V], I, p. 1107.
    [2] Ídem, p. 1090.
    [3] Ídem,, p. 1096.
    [4] O. J. V., p. 1093.
    [5] Así lo han destacado varios autores, entre ellos Robert E. Lott. Cf., «Una cita de amor y dos cuentos de Juan Valera», pp. 13-20.
     [6] De la misma opinión es Bernardo Suárez, para quien lo que principalmente interesa a Valera no es el mundo exterior de los personajes, sino su intimidad, y dentro de lo psicológico, es la experiencia amorosa lo que más le preocupa y le atrae. Cf., "Examen de la cuentística de Valera", pp. 35-45. De idéntica tesis parte Carole Rupe en La dialéctica del amor en la narrativa de Juan Valera.
     [7]DeCoster, C. C., Correspondencia de don Juan Valera, p. 103.

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