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lunes, 7 de enero de 2013

Bécquer y Valera, a propósito del beso.

         Como tuve ocasión de analizar en  «Una lectura de El Cortesano de Castiglione. A propósito del amor y del beso», aunque Valera era admirador de esta obra de Castiglione, sin embargo, no creía en la existencia real de ese amor platónico, tal como puede comprobarse en sus novelas y cuentos. No obstante, sí concedía al amor una capacidad regeneradora, creadora, estimulante del ser humano y del artista en particular.


         Es posible que Juan Valera conociera la rima XXIV de Bécquer, puesto que es un poeta al que admira y en ese sentido no sería del todo extraño que cuando Valera escribió este cuento en Viena en 1894 tuviera sus Rimas presentes, junto a otras referencias. En todo caso, el beso final de su cuento El Hechicero recupera este motivo que es clásico, por otra parte, del platonismo:

          «Ricardo le selló la boca con un beso prolongadísimo y la ciñó apretadamente entre los brazos para que ya no se le escapase. Ella le miró un instante con lánguida ternura, y cerró después los ojos como en un desmayo.
Los pájaros, las mariposas, las flores, las estrellas, las fuentes, el sol, la primavera con sus galas, todas las pompas, músicas, glorias y riquezas del mundo imaginó ella que se veían, que se oían y que se gozaban, doscientas mil veces mejor que en la realidad externa, en lo más intimo y secreto de su alma, sublimada y miríficamente ilustrada en aquella ocasión por la magia soberana del Hechicero.
Silveria le había encontrado, al fin, propicio y no contrario. Y él, como merecido premio de la alta empresa, tenaz y valerosamente lograda, hacía en favor de Silveria y de Ricardo sus milagros más beatíficos y deseables».

          Las diferencias entre uno y otro texto son también patentes, pues a pesar del encanto poético con que Valera retrata la escena, es también notable su carga erótica, que el egabrense trata de moderar con las referencias a una naturaleza armónica, pero no deja de aludir también a unos seres que «se gozaban». Lo sublime se modula con lo erótico, pues Valera no cree en la existencia de un amor libre de pasión, libre de gozo carnal.
Novelas como Rafaela, la Generosa, Pepita Jiménez, El comendador Mendoza, y cuentos como El duende beso, Garuda, y El hechicero, por destacar algunos de las obras más significativas a este propósito, muestran bien a las claras de qué manera Valera disfruta recreándose en la sensualidad, en el erotismo -contenido eso sí, para sus lectores bienpensantes- que se hace mucho más explícito en las cartas que escribió desde su estancia diplomática en Brasil.  
La rima de Bécquer, a pesar de ser una de las más luminosas que compuso sobre el tema amoroso, no llega a alcanzar el optimismo vitalista de Valera y es que Silveria, su protagonista, es uno de los personajes más positivos, más vitales, de entre los creados por el escritor egabrense. Un personaje que, sin embargo, no encuentra fácilmente el amor, antes debe recorrer un camino tortuoso, laberíntico, para conocerse a sí misma y así alcanzar a su hechicero. En todo caso, el beso es aquí también la fusión de las almas, la unión ideal que recompensa la lucha por alcanzar el encuentro con el amor.

miércoles, 8 de agosto de 2012

Desrealización del espacio y utopía de libertad en «El Hechicero»

Por lo que se refiere a la configuración del espacio, El Hechicero -del que Valera había leído una versión recogida en Lo que contó la abuela, de la condesa de Thun[1]- es un ejemplo de literatura fantástica[2]. Efectivamente, aunque al principio la configuración del espacio responde a una estética realista, aunque idealizada, má adelante el relato discurre por un ámbito que aunque en su funcionamiento físico es común al del lector, va a ser escenario de fenómenos extraordinarios a las leyes de dicho mundo[3].
            Al inicio del cuento, el espacio parece constituirse en un universo abierto, casi ilimitado:

                        Desde la ventana del centro, que estaba sobre la puerta y en la mejor sala, ambos se extasiaron al contemplar la magnífica vista. Allí se oteaban ríos y arroyos, risueñas llanuras, cortijos y aldeas distantes, y, como límite más remoto, montañas azules, cuyos picos se dibujaba o se esfumaban en el más nítido azul del aire, diáfano, sin nubes y dorado entonces por el sol. En torno se veían, como mar de verdura, las apiñadas copas de los árboles que circundaban el castillo, y no muy lejos, a la salida del bosque, la pequeña alquería de Silveria[4].

Un medio geográfico que parece identificarse más con esas utopías donde no existen leyes ni instituciones que alienten o castiguen las decisiones o actos de sus habitantes[5], lo que cuadra perfectamente al carácter de Silveria -cuyo nombre nos invita a considerarla como un ser libre- y al desarrollo psicológico del cuento. Este es el espacio apropiado para que la protagonista desarrolle su personalidad en un continuo ejercicio de su libre albedrío[6].
            Como puede verse en este fragmento, donde se cruzan las focalizaciones del narrador y la de los personajes, el paisaje aparece idealizado y responde al tópico del locus amoenus. Por otra parte, la descripción del mismo contiene elementos que lo relacionan con el de Andalucía, impresión que se confirma cuando se lee un poco más adelante que Ricardo invita a Silveria a beber «vino dulce moscatel» y que la chica cenó con su familia en Nochebuena «sopa de almendras, besugo, potaje de lentejas...»[7] y otros alimentos que tan frecuentemente cita el autor al tratar de la cocina de esta región[8].
            No obstante, al principio de la narración, el espacio se nos presenta más desdibujado, menos «localizado» geográficamente, como se constata al leer la descripción con que se inaugura el cuento, una descripción del castillo donde se supone que ha vivido el Hechicero:

                        El castillo estaba en la cumbre del cerro, y aunque en lo exterior parecía semiarruinado, se decía que en lo interior tenía aún muy elegante y cómoda vivienda, si bien poco espaciosa.
                        Nadie se atrevía a vivir allí, sin duda por el terror que causaba lo que del castillo se refería[9].

            El castillo representa pues el miedo a lo desconocido y, como se señala un poco más adelante, a ello contribuye una orografía desafiante:

                        Con tan perversa fama, que persistía y se dilataba, en época en que eran los hombres más crédulos que hoy, nadie osaba habitar en el castillo. En torno de él reinaban soledad y desierto.
                        A su espalda estaba la serranía, con hondos valles, retorcidas cañadas y angostos desfiladeros, y con varios altos montes, cubiertos de densa arboleda, delante de los cuales el cerro del castillo parecía estar como en avanzadas[10].

            Luego, a medida que avanza la narración, el espacio donde se ubica el castillo se va cubriendo de un velo mágico:

                        Delante del castillo había un ancho estanque de agua limpia y pura, porque el abundante arroyo que regaba la huerta, entrando y saliendo, renovaba el agua de continuo. En aquel estanque el castillo se miraba con gusto como en un espejo.
                        Iluminando fantásticamente su fondo y prestándole apariencias de profundidad infinita, se retrataba también en él la divina amplitud de los cielos[11].

            Una vez más descubrimos que los juegos de luces y sombras constituyen el componente esencial del paisaje fantástico. Es precisamente la iluminación la que otorga el carácter extraordinario al paraje, al proyectar el reflejo del castillo como una imagen sin límites. Después el bosque en el que la protagonista termina por internarse, al huir del poeta Ricardo, se describe con una técnica similar, hasta el punto de que en su despechada carrera, Silveria parece adentrarse en un laberinto, donde al caer la noche, tiene un sueño en que la Naturaleza le revela sus misterios, ofreciéndole el saber necesario para alcanzar la madurez.
 
            En realidad, puede afirmarse que muchos de los lugares en que se desenvuelven los personajes de estos cuentos no son lo que parecen. De hecho, el autor recurre a dos procedimientos para lograr su objetivo: por una parte, los lugares que en principio parecen más concretos, se desdibujan, aparecen, en ocasiones, desrealizados; por otra, aquellos que se presentan al principio de modo más impreciso, adquieren características que lo asimilan a espacios geográficos concretos.
            Es esto último lo que sucede en La muñequita. Al principio de este cuento, la indeterminación es casi absoluta: «una gran ciudad, capital de un reino, cuyo nombre no importa saber (...)» ; pero enseguida adquiere, ocasionalmente, atributos propios de la geografía andaluza.
            Contrariamente a lo que sucede en la mayoría de los cuentas de Valera, en El Hechicero no predomina el paisaje urbano, sino que el ámbito en el que se inserta el personaje constituye un universo abierto, que se acerca más a esas utopías donde no existen leyes ni instituciones que vigilen continuamente a los habitantes; de manera que el protagonista puede dar rienda suelta a sus pasiones sin nadie que reconvenga, aliente o castigue sus decisiones o actos. En este sentido puede decirse que la desrealización del espacio, y su configuración como utopía, lo convierte en un espacio de libertad



     [1] Cf., José F. Montesinos, Valera o la ficción libre, p. 65; y Margarita Almela, La cultura como principio organizador del realismo de la narrativa de Don Juan Valera, p. 99.
     [2] En opinión de Montesinos, este cuento se acerca a los cuentos semi-fantásticos del francés Nodier, porque los acontecimientos maravillosos encuentran una explicación verosímil. Cf., Valera o la ficción libre, pp. 65-66.
                Lo cierto es que Valera conocía a Carlos Nodier, a quien cita como autor de Fée aux miettes y seguidor del estilo de Hoffmann en sus cuentos. Cf., "Apuntes sobre el nuevo arte de escribir novelas", en O. J. V., II, pp. 616-704.
     [3] Cf., Antonio Risco, Literatura fantástica de lengua española. Teoría y aplicaciones, p. 140.
                Edelweis Serra, por su parte, prefiere no hablar de maravilloso y de fantástico, sino que en su estudio del cuento fantástico distingue dos categorías, en la primera conviven dos órdenes distintos, uno ordinario y otro extraordinario, de forma problemática para los protagonistas de la narración; en la segunda, sólo existe la presencia de lo extraordinario que se vive de modo no problemático. Cf., Tipología del cuento literario. Textos hispanoamericanos, pp. 105-107.
                De todas formas, es evidente que ambas categorías se corresponden con las que propone Antonio Risco, de fantástico y maravilloso, respectivamente.
     [4]O. J. V., I, p. 1092.
     [5]"De la naturaleza y carácter de la novela", en O. J. V., II, p. 191.
     [6]En opinión de Valera, el ejercicio del libre albedrío es uno de los mayores placeres espirituales que el poeta puede ofrecer. Cf., Ibídem.
     [7]O. J. V., I, p. 1092, 1094.
     [8]Además de las referencias en novelas y cartas, recordemos su artículo La cordobesa, en O. J. V.
                Sobre la visión de Andalucía podemos consultar:

                DeCoster, C., "Valera and Andalusia", en Hispanic Review, XXIX, (1961), pp. 200-216.
                Muñoz Rojas, J. A., "Notas sobre la Andalucía de Don Juan Valera" en Papeles de Son Armadans, III, (1956), pp. 9-22.
                Porlán, R., La Andalucía de Valera, Secretariado de la Universidad de Sevilla, Sevilla, 1980.

     [9]O. J. V., I, p. 1089.
     [10]Ibídem.
     [11]Ídem, p. 1091.

Silveria, protagonista de Juan Valera, símbolo del libre albedrío


Como he manifestado en otras ocasiones, el cuento de El Hechicero es al mismo tiempo de una sencillez y una complejidad que no pasó desapercibida para sus coetáneos y es que Juan Valera pudo cifrar en Silveria el espectáculo del libre albedrío, según él, el mayor reto para la creación estética. Su nombre, Silveria, alude a su carácter silvestre, espontáneo, natural, un ser que ha crecido libre, sin ningún tipo de freno, pero también sin conocer el mal o el miedo.

Ilustración de María Simó, para El pájaro verde y otros cuentos. Adaptación de Federico Villalobos. Consejería de Educación de la Junta de Andalucía, Málaga, 2010.
         Aunque no son muchos los retratos detallados de sus protagonistas, lo cierto es que a Valera le gusta plasmar el  desarrollo de la hermosura femenina y así nos ofrece algunos detalles de las protagonistas cuando aún son niñas. De Calitea, la protagonista de La buena fama nos informa el narrador que ––haciendo honor a su nombre–– era «una hermosa niña, ojinegra y morena», para más adelante afirmar que a los veinte años resplandecía «con todos los hechizos de la salud y de la mocedad virgínea»[1].
            También del físico infantil de Silveria se nos dan algunas notas, como las que sirven para retratarla a sus once años:

                        Bien puede asegurarse, sin exageración alguna, que Silveria era una joya, un primor de muchacha. Se había criado al aire libre; pero ni los ardores del sol ni las otras inclemencias del cielo habían podido ofender nunca la delicadeza de su lozana y aún infantil hermosura. Como por encanto, se mantenía limpia y espléndida la sonrosada blancura de su tez. Sus ojos eran azules, como el cielo, y sus cabellos, dorados, como las espigas en agosto[2].

            Es interesante destacar que incluso las niñas tienen cierto atractivo, pero la descripción es sólo un punto de partida para dar rienda suelta al erotismo de la belleza juvenil. Efectivamente, Silveria, a los dieciséis años, se ha convertido en una adolescente fascinadora:

            Creció hasta ser casi tan alta como su padre; su cabeza parecía, en proporción del resto del cuerpo, más pequeñita y mejor plantada sobre el gracioso cuello, cuyo elegante contorno quedaba descubierto por la cabellera rubia, no caída ya en trenzas sobre la espalda, sino recogida en rodete; los ricillos ensortijados, que flotaban sueltos por detrás, hacían el cuello más lindo aún, como si vertiesen, sobre apretada leche teñida con fresas, lluvia de oro en hilos y de canela en polvo; la majestad gallarda de su ademán y de sus pasos indicaba la salud y el brío de sus miembros todos; la armonía divina de sus formas se revelaba al través de la ceñida vestidura, y, agitándose su firme pecho, se levantaba en curva suave.
                        En resolución: Silveria era ya una hermosísima mujer; pero tan inocente y pura como cuando niña[3].

            En medio de tanta sensualidad se descubren muchas expresiones de la lírica del Siglo de Oro, quizás porque Silveria se nos presenta casi como una ninfa. Además, el narrador se detiene complacidamente en el cuello, las formas y en el pecho de la heroína, así como en la sensualidad de los rizos agitados por el viento: la belleza es fundamental en toda intriga amorosa. En cualquir caso, como a Valera no le interesa construir relatos morales o ejemplares, el narrador no suele hacer una extensa caracterización moral directa, sino que tiende a aludir, mediante breves pinceladas, los rasgos más sobresalientes de la psicología de los mismos. Así de la protagonista de La muñequita se destaca mediante un epíteto cliché que era «cándida como una paloma» y que poseía una «inocencia angelical», rasgo que comparte con la protagonista de El Hechicero.
        Otro rasgo en el que suelen coincidir varias protagonistas de sus cuentos es en su independencia, que en el caso de Silveria, de El Hechicero, el narrador nos explica por extenso: 

            La madre, por dulce apatía y debilidad de carácter, le dejaba hacer cuanto se le antojaba; y el padre, que era imperioso, como idolatraba a su hija y se enorgullecía de que se le pareciese en lo resuelta y determinada y en la valerosa decisión con que ella procuraba siempre lograr su gusto y cumplir su real voluntad, lejos de refrenarla, solía, sin premeditar ni reflexionar, darle alas y aliento para todo. Así es que cuando el padre se iba, y se iba a menudo, ya de caza, ya a otras excursiones, se diría que por estimación tácita transmitía a la chica todo su imperio. Parecía, pues Silveria una pequeña reina absoluta, una emperatriz disfrazada de zagala. Por fortuna, era tan generoso y noble el temple natural de su ánimo, que ni su absolutismo menoscababa el cariño y el respeto que a su madre tenía, ni la amplia libertad de que gozaba le valía nunca para propósito que no fuese bueno


El narrador trata también de plasmar la evolución sicológica de la protagonista y no muestra, a través de una especie de ensoñación, el ingenuo intento de Silveria de comprender, desde su condición infantil, el oficio poético del joven Ricardo:
            (...) su pensamiento iba de prisa y volaba al cavilar, imaginando cosas hermosamente confusas, ya que ella no atinaba entonces a expresarlas con palabras, ni podía siquiera ordenarlas en su cabeza para percibirlas mejor. Solo vagamente discurriendo ella en cierta penumbra intelectual, notaba que las ficciones de poeta no eran mero remedo de lo que todos vemos y oímos, sino que penetraban en su honda significación, revelando no poco de lo invisible y haciendo patentes mil tesoros que esconde la Naturaleza en su seno. ¿Pero quién le daba la cifra para interpretar el sentido encubierto de lo que dicen los seres? ¿De qué habla el viento cuando susurra entre las hojas? ¿Qué murmura el arroyo? ¿Qué cuenta, qué declaran los astros cuando nos iluminan con su luz? De seguro había de haber un ángel, un duende, un genio, un espíritu familiar que nos acudiese en todo esto. Ricardo debía de estar en relación con él, había de saber evocaciones a que él obedeciese, conjuros que le sujetasen a su mandato[4].

            En esta ocasión se combina en el discurso disperso del personaje, el estilo indirecto, el directo y el indirecto libre y es que, el análisis psicológico sus personajes femeninos pretende ser profundo[5], incluso en sus cuentos, aun cuando parezca interesarse sólo por desentrañar la actitud, el comportamiento y las motivaciones de los mismos exclusivamente en el terreno amoroso. En realidad, Valera parece querer decirnos que el amor es lo fundamental en la vida y que el trance amoroso puede iluminar con claridad la verdadera dimensión de la persona[6]. Y es que, a sus sesenta años confesaba a su sobrino José Alcalá Galiano:

            (...) todavía persisto en creer que el precio más alto de la vida, su objeto, su todo, es el amor. En un abrazo de la mujer querida está el cielo. Lo demás no vale un pitoche[7].

               Por otra parte, dado que  la preocupación de Valera por la conducta de sus personajes atiende más a cuestiones de amplio interés psicológico que a inquietudes estrictamente morales, es precisamente esta motivación psicológica la que le lleva a construir sus personajes no tanto a partir de la caracterización directa ofrecida por el narrador como a través del comentario de las acciones y reacciones ––realizado por otro personaje––, así como de las palabras de los propios protagonistas, reproducidas en discursos orales o incorporadas en epístolas.
            De este modo sus personajes son más problemáticos, más complejos, de los pueden encontrarse en los cuentos de algunos autores decimonónicos como, por ejemplo, Alarcón, para quien lo importante no es tanto la psicología del personaje como su conducta: no le interesa observar los matices o la evolución interior de un personaje sino centrarse en los momentos de la transgresión, sin atender especialmente a los móviles que lo indujeron a observar el cambio de comportamiento. Por eso, a menudo, en sus relatos no tenemos otro dato de sus protagonistas que el reflejo que puede observarse en sus fisonomías.
              Silveria, por el contrario, responde al ideal que Valera busca en sus personajes femeninos y, a sus dieciséis años, cuando se reencuentra con el poeta Ricardo, es ya una muchacha que sabe lo que quiere y que tiene la fuerza de voluntad necesaria para luchar por que se cumplan sus deseos. Al contrario que Ricardo, Silveria no se encierra en su desdicha, sino que pone en juego todos sus resortes para salvarse y rescatar del ensimismamiento a su amado. Y es, lógicamente, ese arrebato avasallador, esa valentía para vencer los obstáculos, para salir del laberinto, en el que simbólicamente ha penetrado, lo que la realza ante Ricardo; por eso, es ella la que consigue hacer realidad el amor entre ambos. Silveria es, así, la fuerza arrolladora del sentimiento amoroso, pero, sobre todo, es la fuerza de la vida; y frente a las jóvenes soñadoras, Silveria es sumamente práctica, aunque no por ello insensible; en realidad puede decirse que Silveria es la mujer activa que no desdeña la contemplación.

         Otras interpretaciones sobre este personaje pueden verse en «El hechicero: una metáfora mágica de la creación poética».




    [1] Obras de Juan Valera [O. J. V], I, p. 1107.
    [2] Ídem, p. 1090.
    [3] Ídem,, p. 1096.
    [4] O. J. V., p. 1093.
    [5] Así lo han destacado varios autores, entre ellos Robert E. Lott. Cf., «Una cita de amor y dos cuentos de Juan Valera», pp. 13-20.
     [6] De la misma opinión es Bernardo Suárez, para quien lo que principalmente interesa a Valera no es el mundo exterior de los personajes, sino su intimidad, y dentro de lo psicológico, es la experiencia amorosa lo que más le preocupa y le atrae. Cf., "Examen de la cuentística de Valera", pp. 35-45. De idéntica tesis parte Carole Rupe en La dialéctica del amor en la narrativa de Juan Valera.
     [7]DeCoster, C. C., Correspondencia de don Juan Valera, p. 103.

El bosque laberíntico, la ambigüedad y simbolismo del espacio en "El Hechicero" de Juan Valera


El juego entre realidad y fantasía, que es característico de "El Hechicero", se refuerza particularmente en la huida que conduce a su protagonista, Silveria, al bosque. Lo importante es, desde luego, la experiencia sentimental de la protagonista que contamina su descripción:

                        Delirante de rabia y despecho, corrió, primero, sin parar y sin saber por dónde, internándose en un agreste e intrincado laberinto por el cual no había ido jamás y donde no había sendas ni rastro de pies humanos, sino abundancia de brezos, helechos, jaras y otras plantas, que entre los árboles crecían formando enmarañados matorrales[1].
                       
            Si, por una parte, la vegetación está constituida por plantas nada extraordinarias; por otra, lo inextricable de la misma refuerza la metáfora del laberinto, símbolo del terror a lo desconocido[2]. Pero, lo fantástico triunfa porque el narrador se ha encargado antes de predisponer al lector para esperar sucesos excepcionales:

            (...) se empleó tanta diligencia en buscar a Silveria, que, al persistir su desaparición, adquiría visos y vislumbres de milagrosa o dígase fuera del orden natural y ordinario[3].

            Y de la misma manera, las circunstancias que la envuelven despiertan en Silveria las mismas expectativas:

                        La esquividad de aquellos sitios se hizo pronto más temerosa y solemne. Oscurísima noche sorprendió en ellos a Silveria.
                        Por fortuna, Silveria no sabía lo que era miedo. A pesar de su dolor y de su enojo, gustaba cierto sublime deleite al sentirse circundada de tinieblas y de misterio en medio de lo inesperado. quizá el Hechicero iba a aparecérsele allí de repente[4].

            Los presentimientos de la protagonista permiten interpretar el laberinto como un recinto de iniciación[5]. Efectivamente, Silveria, en una especie de rito mágico, invoca al Hechicero[6]; pero, a pesar de que el narrador trata de potenciar lo fantástico, y de que la protagonista cree manifiestamente en los poderes mágicos, parece que la naturaleza se empeña en negar otra realidad más allá de la inmediata. No obstante, durante el sueño la naturaleza muestra el comportamiento inverso y le descubre sus secretos. Luego, al despertar y contemplar el lugar donde se encuentra, Silveria tiene la impresión de que la visión onírica se ha realizado:

                        Cuando despertó, el sol resplandecía, culminando en el éter. Sus ardientes rayos lo bañaban, lo regocijaban y lo doraban todo.
                        Ella se restregó los ojos y miró alrededor. Se encontró en honda cañada. Por todas partes, peñascos y breñas. Los picos de los cerros limitaban el horizonte. Aquel lugar debía de ser el riñón de la serranía. Silveria creyó casi imposible haber llegado hasta allí sin rodar por un precipicio, sin destrozarse el cuerpo entre los espinos y las jaras, o sin el auxilio de aquellos genios del aire con que había soñado[7].

            Pero, muy pronto, cambia el ánimo de Silveria, al descubrir a continuación una realidad nada fantástica:

                        Subiendo iba Silveria una cuestecilla, cuando oyó muy cerca los lamentables aullidos de un perro. Precipitó su marcha, llegó al viso, donde había un altozano, y vio por bajo un grupo de chozas.
                        Junto a las chozas, armadas de sendas estacas, cinco mujeres, desgreñadas y mugrientas, o más bien cinco furias, rodeaban a un perro y le mataban a palos. Catorce o quince chiquillos, cubiertos de harapos y de tizne, celebraban con descompuestos gritos de cruel alegría aquella ejecución despiadada.
                        A cierta distancia venía un pobre viejo, de blanca y luenga barba, con un puñal desnudo en la mano, corriendo hacia las mujeres para defender o vengar al perro[8].


            El viejo, que está ciego, pide a Silveria que le sirva de guía. De camino a casa del ciego, el paisaje vuelve a tornarse misterioso:

                        Entre tanto, la peregrinación continuaba, con trabajosa lentitud por sitios cada vez más escabrosos. Se había internado en un estrecho y hondo desfiladero. Por ambos lados se erguían montañas inaccesibles, tajados peñascos, por donde no lograrían trepar ni las cabras montesas. La fértil vegetación espontánea revestía todo aquello de bravía hermosura que causaba a la vez susto y deleitoso pasmo[9].

            Al aproximarse a la casa del ciego, éste le indica la  pertinente ruta para hallar la morada del Hechicero:

            Tú, ya sola, seguirás andando con valor contra el curso del agua, y procurando no encontrar a ningún ser humano. La linternilla te alumbrará. Al fin llegarás al nacimiento del río, que brota entre las peñas. A poca distancia del gran manantial, si buscas bien, verás la entrada de la caverna. Entra denodadamente: llega hasta el fondo, y yo te aseguro y anuncio que encontrarás al Hechicero, según lo deseas[10].

            La caverna[11], lo mismo que ocurre en El pájaro verde, se presenta como el recinto mágico por excelencia. Después de esta especie de profecía, el mendigo desaparece misteriosamente.
            Como preparando el encuentro maravilloso, la naturaleza vuelve a transformarse en intrincado y peligroso laberinto:

                        Su peregrinación fue más penosa y más arriesgada que antes, por espacio de algunas horas. El casi borrado sendero por donde Silveria iba se levantaba en no pocos puntos, sobre el nivel del agua, de la que le separaba un negro precipicio. La garganta de las sierras, en que el río había abierto su cauce, se estrechaba cada vez más, y la cima de los montes parecía elevarse, dejando ver menos cielo y menos estrellas.
                        Amaneció, por último, y penetró en aquella hondonada la incierta luz de la aurora[12].

            La entrada de la caverna está lógicamente oculta por la encrespada naturaleza y su interior no es menos sinuoso que el camino precedente:

                        Buscó ella con ansia la gruta, y apartando las ramas y zarzas que la celaban, algo vino al fin a dar con la entrada.     
                        Sin vacilar un instante y con heroica valentía, penetró en el subterráneo, espantando a los búhos y murciélagos que allí anidaban, y que, oxeados, huyeron.
                        Transcurridos ya más de veinte minutos de marchar en las sombras, un tanto iluminadas por la linternilla, y de seguir un camino tortuoso, viendo Silveria que no llegaba al término, se impacientó, recordó su evocación, y gritó con coraje:
                        -(Acude, acude, Hechicero, para sanar y consolar a mi poeta!
                        Nadie respondió a la evocación, que retumbó repercutiendo en aquellos huecos y recodos[13].

            Así se inicia un descenso que tiene mucho de infernal, y que suele asociarse en la literatura con una búsqueda del bien perdido[14]. El trayecto se hace cada vez más aventurado, y, al consumirse la vela, la muchacha no tiene más remedio que guiarse por el tacto:
                        Se adelantó a tientas: iba cuesta arriba; la cuesta era más empinada mientras más se elevaba. El techo de la gruta se hacía más bajo. Silveria tenía que andar agachadísima y tocando en el techo con las manos para no tocarlo con la cabeza.
                        De pronto notó en el techo, en vez de piedra, madera. Palpó con cuidado, y advirtió que eran tablas trabadas con dos barras de hierro. Palpó con mayor atención, y descubrió que las tablas estaban asidas al techo de la gruta por cuatro fuertes goznes[15].

            La penetración en el reino de las tinieblas es propio del recorrido infernal, pero también se conecta con el ambiente misterioso de la novela gótica, lo que parece indicar la transición a un espacio diferente:

                        Subió entonces tres escalones en que terminaba la cuesta, aplicó la espalda al tablón y empujó con brío.
                        El tablón no tenía candado ni cerradura. No había llave que pudiese estar echada; pero el tablón se resistía al empuje de Silveria, que casi desesperó de levantarlo.
                        Hizo, no obstante, un supremo esfuerzo, y el tablón se levantó, girando sobre los goznes, volcándose de un lado y dejando entrar por la ancha abertura alguna tierra con ortigas, jaramagos y otras pequeñas plantas de que estaba cubierto. La hermosa luz del claro día bañó al mismo tiempo aquella extremidad de la gruta[16].

            La luz de nuevo marca el límite entre el espacio mágico y el ordinario. Efectivamente, la salida de la gruta desemboca en un descuidado jardín[17]. En un ángulo del mismo descubre un arco, bajo el cual se divisa una estrechísima escalera de caracol. Tras ascender la escalera, se topa con una puerta cerrada con llave, que no puede traspasar. El ascenso de unas escaleras significa el adentramiento en un mundo misterioso de carácter interior y personal, imagen que se refuerza por la intimidad sellada que simboliza la puerta clausurada[18]. Por otra parte, el hecho de que se trate de una escalera de caracol apunta a "la permanencia del ser a través de las fluctuaciones del cambio"[19].
            Silveria invoca una vez más a su Hechicero, pero cual no sería su sorpresa al descubrir -cuando el sol ilumina aquella zona de la gruta- que se encuentra en el castillo[20] de donde había huido, y que ante ella aparece Ricardo. Así pues, la peregrinación de Silveria, ha tenido un carácter circular ya que, en su huida, sale del castillo, y, en su búsqueda del Hechicero, regresa al mismo lugar de donde partió. Aunque, quizás mejor que circular sería más atinado señalar que este cuento posee una estructura[21] en espiral, pues cuando la protagonista se encuentra de nuevo en el castillo, las circunstancias ya no son las mismas, el tiempo ha progresado y el carácter de los protagonistas ha madurado también. Esa condición espiral, simbolizada en el caracol, remite, por un lado a la sexualidad femenina, y, por otro, a la metamorfosis del ser humano[22].
            Como muchos viajes literarios, éste parece estar connotado simbólicamente; en realidad, todo el cuento parece tener esta naturaleza, y el mismo nombre de la protagonista, Silveria, parece indicarlo. El rastreo del enigmático Hechicero puede significar la persecución del amor ideal[23]; pero también el de la búsqueda del propio yo. Así el viaje de Silveria consiste en la incursión en un terreno laberíntico, del que la protagonista sale para volver al punto de partida; y esa superación de la prueba del laberinto para regresar al origen, a sí misma, constituye una forma de maduración, por la cual Silveria queda capacitada para lograr el amor[24].
            La existencia de estos ingredientes simbólicos impediría, según Todorov[25], la percepción de lo fantástico, pues el lector no sería tan consciente -o de ninguna manera- del contraste entre el mundo fantástico y el ordinario[26]; Ana Mª Barrenechea considera, por el contrario, que lo fantástico y lo alegórico no son categorías que se excluyan[27].
            En el caso concreto de El Hechicero, Montesinos lo considera como un cuento semi-fantástico[28], como un caso de lo fantástico reductible por la razón[29], tan propio de la narrativa del siglo XIX. Desde luego, por lo que se refiere al espacio, lo que mejor lo caracteriza es la ambigüedad, pues a lo largo del cuento el espacio parece oscilar entre lo fantástico y lo ordinario, aunque, finalmente se decante por el último término, lo que en todo caso no destruye totalmente el efecto anterior.
            En realidad, puede afirmarse que muchos de los lugares en que se desenvuelven los personajes de estos cuentos no son lo que parecen. De hecho, el autor recurre a dos procedimientos para lograr su objetivo: por una parte, los lugares que en principio parecen más concretos, se desdibujan, aparecen, en ocasiones, desrealizados; por otra, aquellos que se presentan al principio de modo más impreciso, adquieren características que lo asimilan a espacios geográficos concretos.Justamente así sucede en El Hechicero.



     [1] O.J.V., p. 1098.
  [2] Durand, G., Las estructuras antropológicas de lo imaginario. Introducción a la arquetipología general, Taurus, Madrid, 1981, p. 231.
     [3]O. J. V., I, p. 1097.
     [4] Ibídem.
     [5] Cf., Durand, G., Las estructuras antropológicas de lo imaginario, p. 235.
     [6] Esta invocación es el medio que utiliza el personaje para conjurar el mal, en este caso, el estado desengañado de Ricardo, lo que establece la relación del cuento con los maravillosos. Cf., Bravo-Villasante, C., "Los poderes maléficos y benéficos en los cuentos maravillosos, en Homenaje a Pedro Sáinz Rodríguez, II, FUE, Madrid, 1986, pp. 103-109.
     [7] O. J. V., I, p. 1097.
     [8] Ídem, pp. 1098-1099.
     [9] Ídem, p. 1100.
     [10] Ibídem.
    [11]Antonio Risco advierte de la importancia de las cuevas y subterráneos en antiguos cuentos maravillosos como la cueva de Sésamo, de Alí Babá, y más modernamente el subterráneo de Alicia, la creación de Lewis Carrol Cf., Literatura fantástica de lengua española. Teoría y aplicaciones, p. 64.
     [12] Ibídem.
     [13] Ídem, pp. 1100-1101.
     [14] Cándido Pérez Gallego, después de señalar que ya Northrop Frye había establecido una relación entre el laberinto y la selva con el mito del paraíso perdido, considera que este "espacio cerrado" constituye un obstáculo que interrumpe el progreso del héroe. Cf., "Función del *espacio cerrado+ en literatura", en Arbor, LXXVIII, n1 304 (1971), pp. 35-45.
     [15] O. J. V., I, p. 1101.
     [16] Ibídem.
     [17] Mª Isabel Duarte Berrocal ha puesto de manifiesto la similitud entre este pasaje y otro de la novela Morsamor, en el que los protagonistas, Morsamor y Tiburcio, son conducidos a través de un pasadizo al palacio del sultán de la India. Cf., "La técnica creativa de Juan Valera: dos notas sobre espacios recurrentes", en Analecta Malacitana X, n1 1, (1987), pp. 175-180.
     [18] Durand, G., Las estructuras antropológicas de lo imaginario, pp. 232-233.
     [19] Ídem, p. 299.
     [20] Como ya hemos dicho en otra ocasión, las tinieblas, el castillo, el pasadizo, el ambiente romántico y misterioso, son componentes esenciales de la novela gótica. M0 del Carmen Bobes pone de manifiesto que gracias al espacio que se impone en esta tipología narrativa los personajes se desplazan en el presente a través de los pasadizos y cámaras secretas, y a veces también en el pasado. Cf., La novela, p. 178.
                Véase también sobre las posibilidades de este espacio como ambiente fantástico, Risco, A., Literatura fantástica de lengua española. Teoría y aplicaciones, p. 191.
     [21] Algunos aspectos sobre la estructura del cuento pueden verse en el libro de M0 del Carmen Bobes. Cf., La novela, p. 49.
     [22]Durand, G., Las estructuras antropológicas de lo imaginario, p. 299.
     [23] En opinión de Margarita Almela, ese carácter simbólico, junto al ambiente romántico, y el predominio de la naturaleza agreste y nocturna, son extraños en los cuentos de Valera, por lo que estos elementos parecen proceder de la versión original de la condesa de Thun. Cf., La cultura como principio organizador del realismo de la narrativa de Don Juan Valera, p. 100.

     [24] Otro análisis de este cuento lo encontramos en Cantos Casenave, M., "El Hechicero: una metáforamágica de la creación poética", en Actas del I Congreso Internacional sobre don Juan Valera, Cabra (Córdoba), 1997, pp. 313-322.

     [25]Introducción a la literatura fantástica, pp. 77-91.
     [26]Así lo ha visto Eduardo Larequi, quien se ha ocupado del estudio de lo fantástico en Borges. Cf., "Una modalidad del cuento fantástico en Ficciones, de Borges", en Lucanor, nº 1 2, (diciembre, 1988), pp. 95-110.
     [27]Cf., "Tipología de la literatura fantástica" Revista Iberoamericana, XXXVIII, n1 80, (1972), pp. 391-403.
     [28]Valera o la ficción libre, p. 66.
     [29]En opinión de Guillermo Carnero es esta modalidad de la literatura fantástica la que predomina en la narrativa decimonónica española; pues apenas existen casos donde los acontecimientos fantásticos no sean finalmente explicados. Cf., "Apariciones, delirios, coincidencias. Actitudes ante lo maravilloso en la novela histórica española del segundo tercio del XIX", en Ínsula, nº1 318 (mayo, 1973), pp. 1, 13-15.