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jueves, 1 de mayo de 2014

Café, copa y... VII. Un momento clave de La Regenta.

           El capítulo XXX es, sin lugar a dudas, uno de los momentos clave de la obra. La tragedia está a punto de desplomarse y el reloj de la catedral lo anuncia. 
           La costumbre inveterada de la caza va a verse sacudida de forma inesperada, pero ¿qué ocurre con el chocolate?:


-No hay duda, es muy temprano. No es hora de levantarse los criados siquiera. ¿Pero entonces? ¿Quién me ha adelantado el reloj?... ¡Dos relojes echados a perder en dos días!... Cuando entra la desgracia por una casa...

Don Víctor volvió a dudar. ¿No podían haberse dormido los criados? ¿No podía aquella escasez de luz originarse de la densidad de las nubes? ¿Por qué desconfiar del reloj si nadie había podido tocar en él? ¿Y quién iba a tener interés en adelantarle? ¿Quién iba a permitirse semejante broma? Quintanar pasó a la convicción contraria; se le antojó que bien podían ser las ocho, se vistió deprisa, cogió el frasco del anís, bebió un trago según acostumbraba cuando salía de caza aquel enemigo mortal del chocolate, y echándose al hombro el saco de las provisiones, repleto de ricos fiambres, bajó a la huerta por la escalera del corredor pisando de puntillas, como siempre, por no turbar el silencio de la casa. «Pero a los criados ya los compondría él a la vuelta. ¡Perezosos! Ahora no había tiempo para nada... Frígilis debía de estar ya en el Parque esperándole impaciente...».
-Pues señor, si en efecto son las ocho no he visto día más obscuro en mi vida. 
Llegó Quintanar al cenador que era el lugar de cita... ¡Cosa más rara! Frígilis no estaba allí. ¿Andaría por el parque?... Se echó la escopeta al hombro, y salió de la glorieta.

En aquel momento el reloj de la catedral, como si bostezara dio tres campanadas.

          Sí, es una de las cuestiones que queda en el aire ¿por qué Quintanar es enemigo mortal de esta bebida?, ¿acaso la relaciona con los curas? 
Eso parece y, sin embargo, en el capítulo XXVII, el matrimonio se reunía a las ocho de la mañana para tomar el chocolate en el invernáculo, mientras disfrutaban de su estancia en el Vivero de los Vegallana. Quizás sea una concesión de Quintanar para con su Anita, con ánimo de contribuir a su restablecimiento en ese mes de mayo. Quizás algún lector pueda ayudarme a esclarecer este misterio chocolatero.

viernes, 18 de octubre de 2013

Café, copa y puro VI. En el casino.

La cena de socios en el casino es fundamental para alcanzar a comprender la mezquindad que rodean el ambiente masculino de Vetusta, al que, en principio, parece escapar Álvaro Mesía; sin embargo, finalmente, el narrador desbarata su falso romanticismo y lo pone en evidencia, mediante una referencia plástica, tan del gusto de la novela del XIX:


            Se volvió al amor y a las mujeres, y comenzaron las confesiones, coincidiendo con el café y los licores, sacatrapos del corazón. Entre la ceniza de los cigarros, las migas de pan, las manchas de salsa y vino, rodaron el nombre y el honor de muchas señoras. «Allí se podía decir todo, estaban solos, todos eran unos». Mesía hablaba poco, era su costumbre en tales casos. Temía estas expansiones en que se toma por amigo a cualquiera y en que se dicen secretos que en vano después se querría recoger. Mientras los demás referían aventuras vulgares, sin gloria, él atento a sus pensamientos, con un codo apoyado en la mesa y la barba apoyada en la mano, fumaba un buen cigarro besando el tabaco con cariño y voluptuosa calma; los ojos animados, húmedos, llenos de reflejos de la luz y de reflejos eléctricos del vino, se fijaban en el techo. Las demás figuras de la cena eran vulgares, su embriaguez no tenía dignidad, ni gracia la libertad de sus posturas. Mesía estaba hermoso; se notaba mejor que nunca la esbeltez y armonía de sus formas de buen mozo elegante; en su rostro correcto los vapores de la gula no imprimían groseras tintas, sino cierta espiritualidad entre melancólica y lasciva; se veía al hombre del vicio, pero sacerdote, no víctima: dominaba él a su borrachera, morigerada, señoril, discreta. Don Álvaro, a solas entre aquellos pobres diablos, soñaba despierto, enternecido. En aquellos momentos se creía enamorado de veras, y se creía y se sentía de veras interesante. Aunque él era sensualista ¡qué diablo! la sensualidad, pensaba, también tiene su romanticismo. El claire de lune es claire de lune aunque la luna sea un cacho de hierro viejo, una herradura de algún caballo del sol.
Y pasaban por su memoria y por su imaginación recuerdos de noches de amor, no todas claras ni todas poéticas, pero muchas, muchas noches de amor. Y sintió comezón de hablar, de contar sus hazañas. Este prurito era nuevo en él; no lo había sentido hasta que la Regenta le había humillado con su resistencia.
La última cena. Leonardo Da Vinci


Dos o tres veces intervino en la algazara para dar su dictamen tan lleno de experiencia en asuntos amorosos. Y todos se volvieron a él, y callaron los demás para oírle. Entonces habló, sin poder remediarlo, para satisfacer secreto impulso de rehabilitarse con su historia. Habló el maestro. Quitó el codo de la mesa y apoyó en ella los dos brazos cruzando las manos, entre cuyos dedos oprimía el cigarro, cargado con una pulgada de ceniza; inclinó un poco la cabeza, con cierto misticismo báquico, y con los ojos levantados a la luz de la araña, con palabra suave, tibia, lenta, comenzó la confesión que oían sus amigos con silencio de iglesia. Los que estaban lejos se incorporaban para escuchar, apoyándose en la mesa o en el hombro del más cercano. Recordaba el cuadro, por modo miserable, la Cena de Leonardo de Vinci.

lunes, 8 de julio de 2013

Filología, la palabra

           Aunque los vientos parecen empujar para que la Filología desaparezca, al menos de los títulos de muchos de los nuevos planes de estudio de grado, algunos nos hemos empeñado en mantener, contra viento y marea, ese amor a la palabra. Es una cuestión que he tratado de explicar a mis alumnos y una convicción que he tratado de compartir con ellos. Sin saber manejar correctamente los recursos del lenguaje, no somos capaces de compartir nuestras ideas, gustos, apegos, amores y desamores, y no somo capaces siquiera de hacernos entender, de defender nuestros proyectos y luchar por nosotros mismos.
         Lo sabía muy bien Mariano José de Larra, escritor, periodista, dramaturgo ocasional y crítico literario, que hubo de aprender un nuevo idioma cuando tuvo que marchar a los seis años con toda su familia a Francia, porque el padre había colaborado con el gobierno de José Bonaparte. Quizás, siendo tan niño, aquel cambio lo viviera como una novedad, una aventura, a la que pronto pudo acostumbrarse, lo que ya no me parece tan factible es que, cuando hubo de volver a los nueve años, y cursar unos estudios en un idioma que habría quedado limitado al ámbito familiar, la readaptación fuera sencilla. Por eso, cuando, siendo ya escritor reputado, hubo de enfrentarse a la tarea de escribir en francés, la empresa le pareciera, si no hercúlea, al menos sí bastante complicada, a pesar de que su labor como traductor de comedias francesas lo mantenía familiarizado con el francés.
          Todas esas vivencias, debieron hacerlo muy consciente de lo que valía el idioma, de lo difícil que era usarlo de forma correcta y precisa, y de la ligereza con que muchos escritores se servían de lo que era su herramienta de trabajo.
          Claro que no eran los únicos, los políticos estragaban, retorcían, el idioma, daban vueltas a las palabras hasta vaciarlas de contenido y, más que hacerse entender por el pueblo, trabajaban con ahínco por engañarlo, por confundirlo, así que, para tratar de acabar con esta pesadilla filológica, invirtió muchas horas en elaborar un Diccionario, en el que, al parecer, estuvo trabajando hasta el fin de sus días.
          Pero, al advertir el poder de la palabra y lo poco dispuestos que estaban algunos a ceder su hegemonía, y al darse cuenta de la alianza de algunos periódicos con los políticos, decidió hacerles frente:


¿Ha dicho usted «hidra de la discordia», «justicia», «procomún», «horizonte», «iris» y «legalidad»? Ved enseguida a los pueblos palmotear, hacer versos, levantar arcos, poner inscripciones. ¡Maravilloso don de la palabra! ¡Fácil felicidad! Después de un breve diccionario de palabras de época, tómese usted el tiempo que quiera: con sólo decir «mañana» de cuando en cuando y echarles palabras todos los días, como echaba Eneas la torta al Cancerbero, duerma usted tranquilo sobre sus laureles.
Tal es la historia de todos los pueblos, tal la historia del hombre... Palabras todo, ruido, confusión: positivo, nada. ¡Bienaventurados los que no hablan, porque ellos se entienden! Fígaro. («Las palabras», Revista Española, nº 209, 8 de mayo de 1834).

Así que luchó también, sobre todo, para que ningún político, ningún empresario, consiguiera silenciar su palabra, porque con ella, a través de la crítica, y de la sátira, podía abrir los ojos, las mentes de sus lectores y cambiar el mundo, o, al menos, intentarlo. 
          Esa es una de las metas a las que un filólogo, y un profesor, debe aspirar, así que, sin caer en el intento, espero seguir compartiendo con Larra ese sueño.