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miércoles, 26 de agosto de 2015

«Los surcos del azar», de Paco Roca (I)

Portada de la edición española de Astiberri

     No es la primera vez ni será la última, espero, que asome a estas páginas la novela gráfica y lo hace de la mano del que considero uno de los maestros del género, Paco Roca. De él leí hace algunos años la afamada Arrugas, que fue luego llevada al cine. Ambas historias tienen en común el recuperar las vivencias de gente mayor; en el primer caso, al aproximarse con enorme sensibilidad a un problema como es la pérdida de la memoria que puede afectar a cualquiera que tenga la fortuna, con todos sus problemas, de llegar a una edad avanzada; en el segundo caso, se trata de las experiencias vividas por un grupo de combatientes españoles durante la Segunda Guerra.
     Como Paco Roca señala al final del libro, la historia surge después de haber conocido en el Insituto Cervantes de París a dos excombatientes de La Nueve, una columna integrada por exiliados republicanos que combatieron en Francia tras la Guerra Civil española, de los que muchos procedían de campos de trabajos argelinos o eran desertores del ejército de Petain, bajo el mando del capitán Buiza, dentro del Cuerpo Franco de África.
      Según manifiesta en una entrevista, Paco Roca se ha documentado y ha cuidado todos los detalles para trasladar al lector una historia que quiere ser lo más fiel posible incluso en sus más pequeños pormenores, aunque no faltan, desde luego los elementos de ficción, como es el de incluirse entre los personajes de su obra, al tiempo que la historia de esta búsqueda para hallar la necesaria documentación y, sobre todo, a algunos testigos de la historia real.
      La novela, precedida por unos versos de Antonio Machado, de donde procede el título «Para qué llamar caminos a los surcos del azar» está dividida en once capítulos, distinguidos por un día de la semana en que tiene lugar la entrevista y un subtítulo que resume el relato del republicano Miguel Ruiz: «Martes / El Fin», «Miércoles / El exilio» —con el traslado en el Stanbrook a África—, «Jueves / La cárcel de arena» —la permanencia en un campo de trabajo en Orán—, «Viernes / A las armas de nuevo» —que incluye, al principio de este capítulo, con la advertencia entre paréntesis de «visión simplificada», cinco mapas con los distintos rumbos que siguieron los exiliados republicanos entre 1939 y 1942, en sucesivos hitos desde el final de la guerra al desembarco aliado en África—, «Viernes tarde / El ejército de la Francia Libre» —después de ser instruidos en Sidi Ferruch, los españoles lucharían bajo el mando del general Leclerc y el capitán Buiza—.
      En próxima entrada seguiré el comentario de esta novela gráfica.

martes, 18 de agosto de 2015

Rafael Chirbes, Tavernes de Valldigna (Valencia), 1949 - 2015)

Difícil es seleccionar unas cuantas líneas, para tratar de hacer un homenaje a un gran escritor, al que tuve la oportunidad de conocer con motivo de una de las «Presencias literarias», celebradas en la Universidad de Cádiz el 23 de octubre de 2008; una ocasión, por cierto, que sirvió también para que él renovara el contacto con nuestro común amigo Alberto González Troyano, a quien había conocido durante sus años de enseñanza en Marruecos.

Acababa de recibir el Premio Nacional de la Crítica 2007, por su novela Crematorio, que luego serviría para inspirar una serie televisiva sobre la destrucción del litoral y la especulación inmobiliaria. Por entonces, yo apenas conocía su labor de articulista en la revista Sobremesa, y algunos de los artículos de viaje reunidos en Mediterráneos
     En la comida que pude compartir con él y otros compañeros de la Universidad tuve la ocasión de conocer a un sabio, entrañable y humilde, como lo son los verdaderos, buen degustador de vinos —nos descubrió el Hécula, que después tanto hemos cultivado y recomendado a familiares y amigos Alberto Ramos y yo—, aceites y otros productos mediterráneos, y un apasionado tejedor y destejedor de los hilos de la historia que unen tantos productos, tantos instrumentos relacionados con la cultura popular a lo largo de los siglos. Algo de eso se trasluce en la visión de la charca sobre la que se concentra buena parte de la trama de su última novela, En la orilla; una visión densa, compleja, preñada de emociones y sabiduría, donde al mismo tiempo profundiza en esa perspectiva de la crisis que reflejara en Crematorio:
     «Aquí fue donde, por primera vez, cebé el anzuelo, arrojé el sedal y cobré un par de peces diminutos (no recuerdo de qué especie, una lisa, una tenca, imagino) que mi abuela preparó esa noche para cenar. Un guiso de patatas, ajo, pimentón dulce y una hoja de laurel. Estos dos son para el niño, que los ha pescado. De vuelta a casa, empezó a llover, y tuvimos que refugiarnos en una construcción en ruinas, donde habíamos guardado la bicicleta. Cuando vimos que no dejaba de llover y el cielo estaba cada vez más oscuro, mi tío se atrevió a coger la bicicleta, conmigo sentado en la barra, me envolvió en el capote de caucho cubriéndome también la cabeza, la lluvia acribillando la supèrficie y yo metido en aquel envoltorio como en una estufa; del cuerpo de mi tío me llega el vaho caliente, oigo estallar en la superficie del caucho los goterones de lluvia cada vez más densos. En esos días otoñales de gota fría, o durante el invierno, llega hasta el fondo del marjal el mugido del mar, cuyas aguas altas hinchan las del pantano: el oleaje penetra por las bocas del río y de los canales de desagüe y el espejo del lago se rompe en mil pedazos que, como hechos de brillantes esquirlas de un metal líquido, se juntan y separan nerviosos, cambiando continuamente de forma y de posición. El marjal cobra vida, todo es movimiento: el agua, las cañas, los matojos, todo se agita. Lo he visto decenas de veces, pero los recuerdos se concentran en la tarde en que de repente se oscureció el cielo y el día viró a una noche extraña, bañada por lívida luz que parecía brotar de la superficie del agua». 

     Pronto llegará la gota fría y el invierno y, a través de su literatura, podremos imaginar a Chirbes acudiendo a zambullirse de nuevo en las aguas del Mediterráneo.

lunes, 10 de agosto de 2015

Constancia de la Mora, «Doble esplendor». Autobiografía de una mujer española (1906-1923) (III). La cuestión catalana.

Proclamación del Estatut en 1934. Fuente: S.I. de Investigadores del Fascismo.

     La verdad es que con todas las limitaciones de una autobiografía, las páginas de este libro, al que he dedicado otras entradas anteriores, no tienen desperdicio. Las vivencias de Constancia de la Mora, republicana, de origen aristocrático, resuelta a garantizarse su independencia económica, que profundiza en su ideología republicana al poderse casar, una vez que la República aprobó las leyes del divorcio, con el aviador Ignacio Hidalgo de Cisneros y que lucha denodadamente al lado de las víctimas del fascismo, constituyen un relato fascinante. Ahora que tanto se habla de la cuestión catalana, me parece súmamente acertada la visión que ofrece del problema catalán a la altura de 1931:
     «La cuestión de Cataluña era, a pesar de todo, menos compleja que otras con las que tuvieron que enfrentarse las Cortes. Durante varias generaciones, los catalanes habían soñado obtener su automomía; pero a veces estos mismos sueños habían sido utilizados para sus propios fines, por políticos que deseaban tener en sus manos al pueblo de aquella región, tanto para explotarlo como para que pesase más del lado de la reacción en España. Con el nuevo régimen, Cataluña podía ondear su bandera y hablar su idioma. Algunos meses más tarde las Cortes de la República aprobaron el Estatuto, que la había de regir en Autonomía. El verdadero pueblo de Cataluña no quería separarse de España. El proletariado catalán comprendía demasiado bien que, si hasta entonces había sufrido explotación, de ésta eran responsables tanto o más que el Gobierno central de España, los grandes industriales y financieros catalanes, que fueron los que llamaron a un Martínez Anido y pusieron en el Gobierno a un Primo de Rivera. Al fin y al cabo la Monarquía había oprimido y desgobernado por igual a los pueblos de todas las regiones de la península.
     Los Ministros del gobierno Provisional que se trasladaron a Barcelona, en los primeros días de la Repúbica, para entrevistarse con Francisco Macià, el "abuelo" de los catalanes, fueron recibidos en todas partes con grandes muestras de simpaía y entusiasmo. No había ningún motivo para que los pueblos de España no permanecieran fraternalmente unidos en un régimen de libertad y democracia».
      Más adelante lamentaría que estos nacionalismos hubieran enfrentado y terminado por dividir a España en unos momentos en que lo fundamental habría sido la lucha contra el fascismo.

miércoles, 5 de agosto de 2015

Constancia de la Mora, «Doble esplendor». Autobiografía de una mujer española (1906-1923) (II).

     El capítulo III de Doble esplendor sobre el que ya hablé en otra entrada anterior es, sin duda, muy atractivo. Se nota que Constancia de la Mora lo ha cuidado y mimado y que se ha documentado para complementar sus vivencias con datos que respalden sus juicios. Así sucede cuando ofrece los datos estadísticos de 1935 sobre la distribución de la tierra, tres años después de aprobada la Ley de Reforma Agraria en España. Las cifras son elocuentes:
     - Gran propiedad (Fincas mayores de 200 Hectáreas) 7.468.029 hectáreas.
     - Mediana propiedad (Fincas de 10 a 200 Hectáreas) 2.339.957 hectáreas.
                                       (Fincas de 10 a 100 Hectáreas) 4.611.789 hectáreas.
     - Pequeña propiedad (Menores de 10 Hectáreas) 8.014.715 hectáreas.
Constancia de la Mora y Zenobia Camprubí en una foto de los años 30. Fuente: El Cultural de El Mundo.

     «De este modo —asegura—, el 33% de la extensión TOTAL de España se encontraba en manos de terratenientes, en su enorme mayoría absentistas, que vivían en las grandes ciudades, de las rentas de sus tierras».
Pero «la resistencia de las clases privilegiadas» a la  la Reforma Agraria proyectada fue casi invencible. «No se avinieron a sacrificar un ápice sus posiciones egoístas» —afirma— y los campesinos se quedaron esperando la tierra prometida por la República.
     Del problema del ejército, Constancia de la Mora acusa directamente a Azaña, porque sus medidas que en teoría debían favorecer el retiro de los jefes y oficiales «se hizo al albur y según la voluntad de cada uno, sin tener en cuenta ni la capacidad ni los sentimientos políticos de los interesados», de modo que solo unos pocos de los desafectos a la República se retiraron y lo hicieron con el fin de «influir cada vez más en la política y empleando sus interminables horas de ocio en conspirar contra el régimen que tan generosamente les había asegurado el sustento».
     Más adelante se refiere a las dificultades de resolver el problema de la Iglesia y la separación del estado, pues la Iglesia era rica y poderosa. Las órdenes religiosas controlaban la educación, no había suficientes maestros «republicanos» preparados. Los Jesuitas eran dueños de minas, líneas de navegación, de compañías elecxtricas, de ancos, hoteles, periódicos, estaciones de radio, ferrocarriles y tranvías». Con una parte de ese capital, la Compañía de Jesús financiaba la Confederación Católica Nacional Agraria que contaba con «setenta publicaciones periódicas y de cinco diarios» dedicados a impedir que los campesinos se uniesen en sindicatos.