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domingo, 15 de diciembre de 2013

Historia trágica española. «La peña de los enamorados» (II)

         El protagonista de este relato dieciochesco es un joven de familia aragonesa, a quien su madre trata de impedir que vaya a la guerra, pero al que finalmente le entrega la espada del padre «aun teñida de la sangre de los infieles».
«Un joven caballero, descendiente de una de las más ilustres casas del reino de Aragón, sabe que el rey don Juan, soberano de Castilla, ha levantado el estandarte contra el enemigo común. El caballero (a quien llamaremos Fajardo) desea salir de la ociosa y blanda vida del castillo de sus padres. Entraba ya en la edad en que el hombre sólo respira la guerra y los amores, arde en deseos de ir y señalarse por su valor contra los opresores de su religión y de su patria».





«Bien pronto llega a las límites de su reino, penetra en los estados de Castilla y llega a la brillante corte de su soberano. Los campos están cubiertos de formidables escuadrones; se ven llegar cada día nuevos refuerzos, que engruesan y amenaza el ejército. Los soldados, impacientes por dilatarse la hora de entrar en la pelea y vencer al enemigo, se ensayan en la ociosidad de sus campamentos en ligeras justas y torneos.

La tropa marcha. Fajardo camina al frente de la de su país. Se le conoce por el rojo penacho que ondea sobre su luciente casco».
           A pesar de que sus hazañas son pronto digno de admiración, el novel caballero no consigue salir victorioso:

«La providencia divina, cuyos decretos son impenetrables, no permite que triunfe y venza la buena causa. La victoria se declara por Abenacar, rey de Granada. Fajardo cede a la multitud de los que le persiguen; pero no se rinde hasta haber hecho gemir a muchos por su loca temeridad. En fin, habiéndose señalado con mil prodigios de valor, fatigado ya y desfallecido, cercano a perder la vida por la mucha sangre que corría a borbotones de la[1] profunda herida, no quiere entregar su espada sino es al Rey mismo. Este Príncipe, movido de la desgracia del joven aragonés se adelanta hacia él y le dice:
Valeroso caballero no os avergoncéis de conocer a un vencedor que merecerá vuestra estimación. Recibid este primer testimonio de la mía os vuelvo vuestra espada, venid a mi corte, quiero fijaros en ella con los lazos del reconocimiento y de la amistad, no experimentareis de mí más que beneficios.
            Fajardo levanta sus pesados párpados, y duda de lo mismo que oye y ve. El monarca moro tenía pintadas en todas sus facciones, la nobleza y la magnanimidad; su prisionero no podía creer que un musulmán fuese capaz de un proceder tan sublime.
            Abenacar vuelve a sus estados seguido de su victorioso ejército, lleva consigo a la corte a Fajardo, que ya se halla sano de sus heridas, y le dice:
—Esta será mi prisión. Quiero que confieses que se puede amar a los mismos que nos han vencido».
Con estas palabras el autor pone en boca del rey moro el lenguaje propio de la cortesía, proyectando una maurofilia muy del gusto de los romances fronterizos.

[1] La. Falta en el original periodístico.

miércoles, 20 de noviembre de 2013

Historia trágica española. «La peña de los enamorados» (I).



En más de una ocasión me he referido en este blog a mi Antologia del cuentos español del siglo XVIII, (Cátedra, Madrid, 1995). En ella, entre casi un centenar de cuentos y cuentecillos incluyo el que publica el Correo de Cádiz entre febrero y marzo de 1796, que da comienzo de la siguiente manera:
 
HISTORIA TRÁGICA ESPAÑOLA*.
LA PEÑA DE LOS ENAMORADOS[1]

           


Admiremos el espíritu de los siglos caballerescos en que el amor, las guerras y los combates formaban la ocupación de su brillante juventud. En aquellos tiempos, el hombre más enamorado era el más valeroso. El más fino, el más delicado en los estrados, era el más feroz, el más terrible, el más duro en los combates.
No se podía pretender el corazón de una joven sin pasar antes por la escuela del valor. Un caballero se atrevía a descubrir sus ocultos pensamientos, cuando acababa de ejecutar una acción heroica y grande. Entonces escogía una dama: a ella dirigía sus pensamientos, sus palabras y acciones. Ella le animaba en lo más fuerte de la refriega, y le sostenía en los golpes difíciles: dirigía su brazo. Si el caballero salía vencedor, atribuía a la dama la victoria. Una fineza de ésta, una flor, una divisa, producía las acciones más heroicas[2].
En este tiempo, la escuela del amor y la de la guerra era una misma. Confundíanse  estas dos pasiones, o llamemos ejercicio a la otra.
Todos sabemos que en aquel tiempo los feroces musulmanes ocupaban la mejor y más fértil parte de nuestra Península. El espíritu caballeresco infundía un odio  irreconciliable contra estos enemigos de la religión y del estado. La obligación más sagrada de los caballeros era la de hacerles continuamente la guerra. Detestaban tanto a los sarracenos, cuanto amaban a su dama.



[1] Esta leyenda se publica durante dos semanas los viernes y martes entre el 19 de febrero y el  4 de marzo de 1796. Cf., Correo de Cádiz, números 15 a 18, págs. 57-59; 60-64; 65-71; y 63-75.
                Sobre la presencia de esta leyenda en el siglo XIX, Mª Isabel Jiménez Morales, «La leyenda de la Peña de los Enamorados en textos literarios no dramáticos del siglo XIX», en Revista de Estudios Antequeranos (1996), págs. 215-250. También, La Peña de los Enamorados (Edición, prólogo y notas de Mª Isabel, Jiménez Morales), Universidad de Málaga, 1998.


[2] Desconozco si «B.» -posiblemente el gaditano José Lacroix, barón de la Bruère- había leído a La Curne de Sainte Palaye (1697-1782) autor de las Mémoires sur l’ancienne chevalerie, Duchesne, París, 1759-1781 (12 vols.), pero, las ideas que aquí se exponen sobre el espíritu, las costumbres y las virtudes caballerescas están en la línea de la monumental obra del francés que sí es mencionado explícitamente por Alejandro Moya, el autor de El café. En cualquier caso, es un elemento más que anticipa la inclinación caballeresca del Romanticismo, junto a la pasión por ese pasado medieval en que los españoles debían luchar por su patria y su religión contra los moros.

                Curiosamente «D. d. M.» publica en los números 74 y 75 de este mismo periódico ( 13 y 16 de septiembre de 1796) Torneo. Anécdota española, págs. 293-296, y 297-300, respectivamente.
***
           Como puede comprobarse, se trata de una narración que se presenta como una historia con final trágico de la que el lector puede admirar, a pesar de su fin funesto, el espíritu que alentaba a la juventud. Un espíritu forjado en el mundo de la caballería y en el que el joven debía dar pruebas de su valor tanto como de su fineza amorosa.
              La acción se sitúa en una época heroica en la que los españoles debían luchar contra el infiel, época que también será objeto de la atención de los románticos, como puede compobarse en el cuento de Mariano Roca de Togores, «La leyenda de la Peña de los Enamorados» (Semanario Pintoresco español, 1836).

miércoles, 6 de febrero de 2013

Doña Leonor, otra doncella en una cueva

La doncella que ahora me ocupa es Leonor, la protagonista de Don Álvaro o la fuerza del sino, el drama romántico que Ángel Saavedra, el Duque de Rivas, estrenó en 1835 y que está considerado como una de las mejores obras del Romanticismo español.
Figurín de Doña Leonor, realizado por Miquel Xirgu.
Archivo Xavier Rius Xirgu

          Leonor es efectivamente una doncella que, sin embargo, ha puesto en riesgo su honor al tratar de huir con un apuesto y joven indiano, Don Álvaro, siendo sorprendida por su padre que trata de impedir la romántica aventura y es asesinado accidentalmente por el protagonista. 
         Desconsolada, creyendo que su enamorado también ha muerto, huye de su casa y durante un año permanece escondida en casa de una tía suya, pero allí no encuentra la paz y vive atormentada por 

los espectros y fantasmas570
que siempre en redor he visto.

Hasta que cansada de sufrir, decide buscar la liberación y pide socorro al padre guardián de un convento.
Es entonces cuando parece encontrar cierta tranquilidad:

Ya no me sigue la sombra
sangrienta del padre mío,
ni escucho sus maldiciones,
ni su horrenda herida miro,575
ni...

Leonor confía en encontrar lo que busca, pero el destino no parece estar de su lado. La luna parece proyectar una luz negativa, que la protagonista no tarda en reconocer.

Escena III

El teatro representa una plataforma en la ladera de una áspera montaña. A la izquierda precipicios y derrumbaderos. Al frente, un profundo valle atravesado por un riachuelo, en cuya margen se ve, a lo lejos, la villa de Hornachuelos, terminando el fondo en altas montañas. A la derecha, la fachada del convento de los Ángeles, de pobre y humilde arquitectura. La gran puerta de la iglesia cerrada, pero practicable, y sobre ella una claraboya de medio punto por donde se verá el resplandor de las luces interiores; más hacia el proscenio, la puerta de la portería, también practicable y cerrada; en medio de ella una mirilla o gatera, que se abre y se cierra, y al lado el cordón de una campanilla. En medio de la escena habrá una gran Cruz de piedra tosca y corroída por el tiempo, puesta sobre cuatro gradas que puedan servir de asiento. Estará todo iluminado por una luna clarísima. Se oirá dentro de la iglesia el órgano, y cantar maitines al coro de los frailes, y saldrá como subiendo por la izquierda DOÑA LEONOR, muy fatigada y vestida de hombre con un gabán de mangas, sombrero gacho y botines.


       Estoy de miedo y de cansancio muerta.
       (Se sienta mirando en rededor y luego al cielo.) 
       ¡Qué asperezas! ¡Qué hermosa y clara luna!
       ¡La misma que hace un año                                                               425
       vio la mudanza atroz de mi Fortuna,
       y abrirse los infiernos en mi daño!

viernes, 25 de enero de 2013

Darle la vuelta a un cuento. La protagonista de «La Cueva de la Doncella»

          Desde hace ya algunas décadas, algunos escritores se han dedicado a este objetivo, desmontar los cuentos tradicionales, deconstruirlos, deshacer sus tópicos, actualizar su mensaje, reescribirlos en fin. Podría decirse que, en parte, es el caso de este cuento de Ana Rossetti, La cueva de la doncella, donde su protagonista no responde al prototipo de los cuentos, a pesar del tiempo y el espacio legendario en que transcurre la acción.


         «Esto era de cuando las doncellas permanecían en las cuevas de los dragones hasta que un caballero las rescataba. Ninguna estaba allí mucho tiempo, es verdad; a menudo, nada más el dragón comenzaba a descerrajar las mandíbulas, aparecía un caballero, le rebanaba la cabeza al dragón y se llevaba a la doncella para convertirla en buena esposa y prolífica madre de familia

Detalle retocado de lienzo de Paolo Uccello
          Claro que, a veces, el caballero se retrasaba y entonces la doncella tenía que entretener al dragón. Para ello, dadas las dimensiones que las cuevas solían tener, sólo les era permitido contar con un arpa, porque la música amansa a las fieras, o con una rueca, porque entre su zumbido y el girar del huso las hipnotizaba. Pero la doncella de esta historia no contaba ni con una cosa ni con la otra. Con arpa no porque, cuando le tocó el turno a su hermana Rosaura, la muy boba se la dejó en la cueva con gran disgusto de todos, pues era un arpa de familia y se la habían estado pasando de madres a hijas desde el tiempo en el que el rey David la inventara. Y con rueca tampoco pues estaban prohibidas en ese reino desde lo de la Bella Durmiente»



          No obstante, hay una cualidad que la heroína sí comparte con otras jóvenes de leyenda y es que sabe contar historias para entretener a su secuestrador: 


        «Así que no tuvo otra solución que descolgar el tapiz de la cabecera de su cama, enrollarlo y tirar para adelante con él en ristre. 
          Era un tapiz muy curioso con muchas figuras extrañas y, desde que ella podía recordar, se había pasado las noches contándose historias sobre los dibujos. Las historias se entrelazaban, se agrupaban o se expandían inquietantes siguiendo los colores de los hilos. Entre el parpadeo de la lámpara de aceite ella adivinaba manchas raras que a veces eran ojos, lenguas, frutas, pájaros o navíos en animada acción. Nada de lo que pudiera soñar dormida podía comparársele a los fabulosos mundos que entreveía despierta»

          Efectivamente, así comenzará la doncella a «tejer» historias que le permitan disuadir al dragón de acabar con su vida. El tapiz sirve así, no solo de soporte sobre el que urdir cada uno de los cuentos, sino que también puede funcionar a modo de imaginarias «ilustraciones». Claro que esto solo es el comienzo...