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viernes, 4 de julio de 2014

«La paz en Europa». De Kant a Juan Mayorga (II)

          Como decía en la entrada anterior, la reflexión que nos propone Mayorga sobre la paz en Europa termina por derivar hacia el problema del islamismo y la legitimidad del terrorismo de estado; pero como ya se plantea Todorov la legitimización de esa práctica terrorista se fundamenta en un extremismo tan negativo como el religioso. En realidad, el mesianismo, la idea de que un pueblo, un estado tiene la obligación de salvar al resto, cualquiera que sea el medio del que se sirva incluidas la guerra, el terror y la tortura conlleva en sí misma la destrucción de la democracia, pues ese pueblo, ese estado incurre en el error de considerarse por encima del resto de los pueblos, del resto de los mortales y de hecho comete lo que para los griegos determinaba la perdición del héroe: la  ὕβρις (hýbris). Una especie de orgullo, de soberbia desmesurada que lleva al individuo –léase también pueblo o Estado– a considerarse igual a un dios, un ente superior que puede decidir sobre la vida y la muerte de los demás, incluso por encima de cualquier ley. Así lo pone de manifiesto Enmanuel: 
La paz perpetua
Enmanuel Usted lo ha dicho: si tocamos a ese hombre, justificaremos su tenebrosa visión del mundo. Usted lo ha dicho: en qué nos distinguiremos de él, si despreciamos la ley? Si ese hombre no tiene derechos, también los suyos están en peligro. Los de todos los hombres, la democracia. Luchamos por valores.
(Silencio).

Humano ¿Va a ter razón Odín, es usted un capullo? Nos decepciona oír en su foca frases hechas. Piense por sí mismo, ¡sapere aude! ¿Derechos? ¿Democracia? ¿Qué derechos habría sin nosotros?, ¿qué democracia? Somos el corazón de la democracia. El parlamento no conoce nuestro presupuesto, ni nuestra plantilla, ni nuestra agenda, pero cada día salvamos la democracia. ¿La ley? Amamos tanto la ley que, aunque quizá ese hombre quiera destruirla, lo tratamos conforme a la ley. Siempre que ello sea compatible con nuestra primera misión, que es precisamente defender la ley. Y es que, para salvar la ley, quizás excepcionalmente sea necesario suspenderla. Peo esa decisión solo debe tomarla alguien que nunca emplee la violencia para humillar, ni para vengarse, ni para castigar. ¿Ama usted la ley tanto como nosotros la amamos, Enmanuel? Entonces, no dejará que Odín y John-John se acerquen a ese hombre. ¿Valores? La vida, ¿no le parece un importante valor? Los derechos de ese hombre, ¿son más valiosos que el derecho a la vida de un inocente? Pero, ¿y si él fuese inocente?, se pregunta. Sí, Enmanuel, ese hombre puede ser inocente. Podemos equivocarnos, como se equivocan los jueces. Nosotros no somos jueces, salvamos vidas. ¿No es una apuesta demasiado alta, poner vidas en peligro solo porque ese hombre quizá no sea culpable? 

Enmanuel, el perro que se humaniza hasta el punto de ponerse en la piel del enemigo a batir, del de sus hijos y el de sus hermanos, trata de remitir a una cita de Hobbes para convencer al Humano de que la única respuesta que cabe es la de la justicia; pero el humano deshumanizado no está para citas, se considera un mártir de la libertad y está dispuesto a asumir cualquier consecuencia, cualquier condena que le acarrée lo que considera el cumplimiento de su deber, de «la tarea del héroe. Somos los héroes trágicos de estos tiempos oscuros. Trabajamos en la sombra, como delincuentes, pero no tenemos que avergonzarnos de nada: salvamos vidas jugándonos las nuestras, y la ley, y la democracia».
Y digo yo, ¡con estos héroes para qué queremos enemigos! ¿Quién nos guardia del guardián?, como dirían las gallinas sobre la zorra. 

domingo, 13 de abril de 2014

El voyeurismo de Fermín de Pas.

Aunque casi me pilla -en realidad me ha pillado ya- la Semana Santa, no puedo dejar de publicar esta entrada que tenía preparada desde el verano pasado, porque a ver, este Magistral tambien peca y no solo de deseo sino de hecho, pero vayamos poco a poco y aquí está la primera aparición del magistral en su salsa, que aunque explícitamente solo se hable de soberbia y de gula, el trasfondo es más amplio.
Bismarck, oculto, vio con espanto que el canónigo sacaba de un bolsillo interior de la sotana un tubo que a él le pareció de oro. Vio que el tubo se dejaba estirar como si fuera de goma y se convertía en dos, y luego en tres, todos seguidos, pegados. Indudablemente aquello era un cañón chico, suficiente para acabar con un delantero tan insignificante como él. No; era un fusil porque el Magistral lo acercaba a la cara y hacía con él puntería. Bismarck respiró: no iba con su personilla aquel disparo; apuntaba el carca hacia la calle, asomado a una ventana. El acólito, de puntillas, sin hacer ruido, se había acercado por detrás al Provisor y procuraba seguir la dirección del catalejo. Celedonio era un monaguillo de mundo, entraba como amigo de confianza en las mejores casas de Vetusta, y si supiera que Bismarck tomaba un anteojo por un fusil, se le reiría en las narices.

Uno de los recreos solitarios de don Fermín de Pas consistía en subir a las alturas. Era montañés, y por instinto buscaba las cumbres de los montes y los campanarios de las iglesias. En todos los países que había visitado había subido a la montaña más alta, y si no las había, a la más soberbia torre. No se daba por enterado de cosa que no viese a vista de pájaro, abarcándola por completo y desde arriba. Cuando iba a las aldeas acompañando al Obispo en su visita, siempre había de emprender, a pie o a caballo, como se pudiera, una excursión a lo más empingorotado. En la provincia, cuya capital era Vetusta, abundaban por todas partes montes de los que se pierden entre nubes; pues a los más arduos y elevados ascendía el Magistral, dejando atrás al más robusto andarín, al más experto montañés. Cuanto más subía más ansiaba subir; en vez de fatiga sentía fiebre que les daba vigor de acero a las piernas y aliento de fragua a los pulmones. Llegar a lo más alto era un triunfo voluptuoso para De Pas. Ver muchas leguas de tierra, columbrar el mar lejano, contemplar a sus pies los pueblos como si fueran juguetes, imaginarse a los hombres como infusorios, ver pasar un águila o un milano, según los parajes, debajo de sus ojos, enseñándole el dorso dorado por el sol, mirar las nubes desde arriba, eran intensos placeres de su espíritu altanero, que De Pas se procuraba siempre que podía. Entonces sí que en sus mejillas había fuego y en sus ojos dardos. En Vetusta no podía saciar esta pasión; tenía que contentarse con subir algunas veces a la torre de la catedral. Solía hacerlo a la hora del coro, por la mañana o por la tarde, según le convenía. Celedonio que en alguna ocasión, aprovechando un descuido, había mirado por el anteojo del Provisor, sabía que era de poderosa atracción; desde los segundos corredores, mucho más altos que el campanario, había él visto perfectamente a la Regenta, una guapísima señora, pasearse, leyendo un libro, por su huerta que se llamaba el Parque de los Ozores; sí, señor, la había visto como si pudiera tocarla con la mano, y eso que su palacio estaba en la rinconada de la Plaza Nueva, bastante lejos de la torre, pues tenía en medio de la plazuela de la catedral, la calle de la Rúa y la de San Pelayo. ¿Qué más? Con aquel anteojo se veía un poco del billar del casino, que estaba junto a la iglesia de Santa María; y él, Celedonio, había visto pasar las bolas de marfil rodando por la mesa. Y sin el anteojo ¡quiá! en cuanto se veía el balcón como un ventanillo de una grillera. Mientras el acólito hablaba así, en voz baja, a Bismarck que se había atrevido a acercarse, seguro de que no había   peligro, el Magistral, olvidado de los campaneros, paseaba lentamente sus miradas por la ciudad escudriñando sus rincones, levantando con la imaginación los techos, aplicando su espíritu a aquella inspección minuciosa, como el naturalista estudia con poderoso microscopio las pequeñeces de los cuerpos. No miraba a los campos, no contemplaba la lontananza de montes y nubes; sus miradas no salían de la ciudad.

Vetusta era su pasión y su presa. Mientras los demás le tenían por sabio teólogo, filósofo y jurisconsulto, él estimaba sobre todas su ciencia de Vetusta. La conocía palmo a palmo, por dentro y por fuera, por el alma y por el cuerpo, había escudriñado los rincones de las conciencias y los rincones de las casas. Lo que sentía en presencia de la heroica ciudad era gula; hacía su anatomía, no como el fisiólogo que sólo quiere estudiar, sino como el gastrónomo que busca los bocados apetitosos; no aplicaba el escalpelo sino el trinchante.
Las imágenes de la novela proceden de la contemplación de Vetusta a través de un catalejo, pero cualquier cristal, cualquier mirador de película -o de telefilme, a mí me gusta la miniserie de Fernández Leite- nos sirve. Casi contemporánea a la publicación de La Regenta (1884-85) es esta de los hermanos Lapierre de 1880 que se conserva en el Museo de la Filmoteca Española
Linterna mágica