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sábado, 30 de septiembre de 2017

Voltaire y los vampiros

Cuando escribí hace unos años acerca de  «El duende, el vampiro y el redivivo», de Feijoo, desconocía la existencia de esta entrada sobre los «Vampiros» en el Diccionario filosófico (1764) de Voltaire, y que ahora he podido leer en la  traducción publicada por el editor valenciano F. Sempere en 1901, que ofrece el proyecto Filosofía en español. Como se recoge en esa misma web, la obra había sido ya traducida al español en 1825 por C. Lanuza y publicado en Nueva York.
Traducción al español de C[ayetano?.] Lanuza

     Lo curioso es que Voltaire, como ya había hecho Feijoo en 1753, parte para su artículo del libro del teólogo benedictino francés, Agustin Calmet, en 1746, para, en una prosa bastante más directa, llegar a la misma conclusión que el benedictino español. La creencia en los vampiros está directamente relacionada con la de los brucolacos en Grecia, pero mientras Feijoo concluye su larga disertación arremetiendo finalmente contra los griegos por la práctica cruel del empalamiento como modo de eliminar a los vampiros, Voltaire cierra su entrada con una irónica alusión a los jesuitas, a quienes atacaba sistemáticamente y de alguna manera identificaba con una especie de chupópteros, como luego se encargaría de recordar Fernando Garrido en su ¡Pobres jesuitas!.


miércoles, 1 de enero de 2014

Feijoo, el duende, el vampiro y el redivivo (II)

 
Tenía pendiente desde hace ya más de seis meses la continuación de la entrada en que comentaba la vigésima de sus Cartas eruditas y curiosas en que Feijoo trataba de desengañar al vulgo del error en que incurría al creer en duendes, vampiros y redivivos y lo hacía a raíz de una reseña crítica sobre el dictamen del padre Agustín Calmet sobre las apariciones de espíritus y vampiros.  
Calmet
Visto que Feijoo discrepaba de su colega acerca del margen de credibilidad que podía darse a algunas apariciones de espectros y duendes, puede aventurarse su opinión acerca de los vampiros. No obstante creo que resulta interesante examinar sus argumentos. 

          Con mucha razón advierte el P. Calmet en el Prólogo de su Disertación, sobre los Vampiros, y Brucolacos, que en ellos se descubre una nueva Escena incógnita a toda la antigüedad; pues ninguna Historia nos presenta cosa semejante en todos los siglos pasados. Añade, que ni en la Era presente, en otros Reinos, más que la Hungría, Moravia, Silesia, Polonia, Grecia, e Islas del Archipiélago.

           Encuéntranse, a la verdad, en las Historias algunos Redivivos, o como los llama el Francés Revinientes (Revenans), ya verdaderos, ya fingidos, esto es, o resucitados milagrosamente, u de quienes fabulosamente se cuenta que lo fueron; pero con suma desigualdad en el número, y suma diversidad en las circunstancias. En las Historias se lee de algunos pocos, que la Virtud Omnipotente revocó a la vida por los ruegos de algunos grandes Siervos suyos. Se leen también resurrecciones aparentes, por ilusión diabólica. Se leen, en fin, resurrecciones, que ni fueron ejecutadas por milagro, ni simuladas por el demonio, sino fingidas por los hombres, pertenecientes ya al primer género, ya al segundo, porque en uno, y otro se ha mentido mucho; digo en materia de milagros, y en las de hechicerías. Pero todas estas resurrecciones, ya verdaderas, ya fingidas, hacen un cortísimo número, respecto de las que se cuentan de los Reinos arriba expresados, donde hormiguean los Redivivos; de modo, que según las relaciones, hay más resucitados en ellos, de sesenta, o setenta años a esta parte, que hubo en todos los de la Cristiandad, desde que Cristo vino al mundo.

          Las circunstancias también son en todo diversísimas. Lo primero es, que aunque los habitadores de aquellas Provincias refieren sus resurrecciones como muy verdaderas, y reales, no las tienen por milagrosas; esto es, no imaginan que sean Obras de Dios, como Autor sobrenatural, sino efectos de causas naturales. Aunque en esta parte no se explican tan categóricamente, que no dejen lugar a pensar, que conciben en ellas alguna intervención del demonio. Son tan ignorantes aquellos nacionales, que acaso confunden uno con otro. Acaso hay entre ellos diferentes opiniones sobre el asunto. Me inclino a que los más lo juzgan mera obra de la naturaleza. Y entre éstos parece ser que algunos no tienen a los Vampiros por enteramente difuntos, sino por muertos a medias. Ellos se explican tan mal, y con tanta inconsecuencia en sus explicaciones, que no se puede hacer pie fijo en ellas.

             Lo segundo es, que las resurrecciones de los Vampiros siempre son in ordine ad malum; esto es, para maltratar a sus conciudadanos, a sus mismos parientes, tal vez, los padres a los hijos los hieren, los chupan la sangre, no pocas veces los matan. Un Vampiro sólo basta para poner en consternación una Ciudad entera con el territorio vecino.

         Lo tercero, así como suponen, que los Vampiros no son perfectamente muertos, también les atribuyen unas resurrecciones imperfectas. Ellos salen de los sepulcros, vaguean por los lugares; con todo, los sepulcros se ven siempre cerrados, la tierra no está removida, ni la lápida apartada; y cuando por las señas, que ellos han discurrido, o inventado, llegan a persuadirse que el Vampiro, que los inquieta, es tal, o cual difunto, abren su sepulcro, y en él encuentran el cadáver; pero no sólo, según dicen ellos, sin putrefacción, ni mal olor alguno, aunque haya fallecido, y le hayan enterrado ocho, o diez meses antes; pero las carnes enteras, con el mismo color que cuando vivos, los miembros flexibles, y perfectamente fluida la sangre. 
         Si quieres seguir leyendo el texto completo, puedes hacerlo aquí.
          Continuará.




jueves, 28 de marzo de 2013

Feijoo, el duende, el vampiro y el redivivo (I).

           
De la edición del Teatro crítico y Cartas eruditas de Alianza editorial.

         Ahora que está tan de moda la literatura y la cinematografía de vampiros, no está de más recordar aquí la Carta 20 incluida en el tomo IV (1753) de las Cartas eruditas y curiosas de Feijoo, que lleva por título «Reflexiones críticas sobre las dos disertaciones que, en orden a apariciones de espíritus y los llamados vampiros, dio a luz poco ha el célebre benedictino y famoso expositor de la Biblia don Agustín Calmet» ––ya se sabe que, en lo tocante a títulos, podían ser muy barrocos––, pues ya en ella, Feijoo trata de desterrar las supersticiones que, en torno a duendes, vampiros y aparecidos o muertos vivientes, tenían los hombres del XVIII y no está de más recordar que el benedictino dio a la luz esta obra en la década de los cuarenta.
          Esta carta, en concreto está escrita como respuesta a un Vuestra Merced, del que ignoro su identidad ––si es que no se trata de un recurso literario––, quien le ha solicitado un dictamen sobre las mencionadas disertaciones que contiene el libro que publicó el teólogo francés en 1746. Es decir, entra de lleno en el terreno de la crítica literaria y para ello, lo primero que hace es explicar el asunto de ambas. La primera versa, pues, sobre «apariciones de ángeles, demonios y otros espíritus; la segunda sobre los revinientes o redivivos, en cuyo número entran con los vampiros y brucolacos, los excomulgados por los obispos del rito griego». 
          Feijoo recurre a la lógica para recordar que «ni todas las que se refieren en las historias se deben admitir como verdaderas, ni todas reprobarse como falsas» ––lo que significaría incurrir en credulidad necia o en incredulidad impía––, además ––añade––, una aparición posible no tiene por qué ser considerada como verdadera, lo mismo que tampoco al contrario y, por último advierte que, para asentir o disentir a los hechos históricos, hay que tener en cuenta los testimonios de mayor peso y calificación.
          Antes de ofrecer su dictamen sobre la primera cuestión, advierte que Calmet se muestra bastante perplejo y dubitativo a la hora de calificar algunos de los casos, lo que le permite ofrecer sus reflexiones sin ningún embarazo y, para ello, comienza con el «cuento» del consejero del parlamento de París al que una noche, durante el sueño, cree ver a un joven que le repite unas palabras en un idioma que no entiende. El consejero anota lo escuchado y al día siguiente un perito le dicen que se trata de un mensaje en lengua siria que le advierte «Retírate de tu casa, porque hoy a las nueve de la noche se ha de arruinar», lo que efectivamente ocurrió. Pero Feijoo señala que se trata de un relato muy similar a una fábula del poeta Simónides.
          Más adelante, se refiere el caso de un predicador jesuita, que recibe la visita de un gigantesco espectro que quiere hablarle, y que el padre se lo impidió advirtiéndole que «según su estatuto, de silencio, no podía oírle sin licencia de su prelado», de modo que debería volver al día siguiente para hacerlo con el permiso correspondiente, como así sucedió y de resultas de lo cual sufrió un terror que lo tuvo alelado hasta su muerte. «Es de reparar, en este caso ––comenta Feijoo––, el ridículo escrúpulo de no querer oír al espectro sin licencia del prelado.El estatuto le mandaba abstenerse de hablar a aquella hora, mas no de oír, y mucho menos a quien venía a hablarle con orden o, por lo menos, permisión del superior de todos los superiores.
         No es esta la única ocasión, desde luego, en que Feijoo se burla de la ingenuidad de estos relatos y en más de una ocasión clama contra la credulidad de sus contemporáneos, contra las estratagemas y fábulas de duendes y difuntos que se fingen para tener «comercio amoroso» y se ríe francamente de los prejuicios y supersticiones del común. Así, rechaza la intervención de diablos que impiden trabajar en las minas, lo que no consta ––asegura Feijoo–– a los españoles americanos y sí las mil y una argucias para apoderarse de tesoros enterrados.
          Sobre los muertos que vuelven a la vida para expiar alguna culpa o acabar alguna tarea que les quedó por terminar, asegura que la mayoría son auténticos «cuentos de viejas» que, por otra parte, contradicen la doctrina sobre el purgatorio, es decir, la existencia ––ahora desmentida–– de «un lugar destinado para purificarse las almas que salieron de este mundo si toda aquella pureza que es necesaria para entrar en la patria celestial».
         En fin, termina su repaso Feijoo, recordando el poder de la imaginación que hace confundir con frecuencia lo soñado con la realidad, al quedar «estampado en su cerebro como si fuese visto; lo que es cierto que sucede tal cual vez a los de una imaginativa vivísima» y que por tanto, estas apariciones son frecuentemente producto de una «imaginativa alterada».
          Dejo para la siguiente entrada lo concerniente a vampiros y redivivos.