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jueves, 3 de noviembre de 2016

Utopía lunar. De Pedro Gatell a Ángel Fernández de los Ríos

     Casi al comienzo de mi carrera como investigadora universitaria, tuve a ocasión de trabajar con un periódico del XVIII, El Argonauta Español, del Bachiller D. Pedro Gatell, un cirujano de la Armada, titulado por el Real Colegio de Cirugía de Cádiz, pero oriundo de Reus.
La lectura de aquel periódico, que en aquellas fechas solo se podía consultar en la Biblioteca Pública de Cádiz, me deparó la sorpresa de conocer una utopía lunar en la estela de la del famoso Cyrano de Bergerac. De este periódico haría luego una edición al alimón con mi colega y amiga María José Rodríguez Sánchez de León, que ampliaba los datos de la ofrecida por la también colega y amiga Elisabel Larriba. Esta última es promotora, además, de una página web dedicada al periodismo que tituló, en homenaje al ex-cirujano periodista, El Argonauta Español.
     En el año 1992 publiqué un artículo titulado «Viaje, conocimiento y utopía en El Argonauta», en la revista Cuadernos de Ilustración y Romanticismo, de la que ahora soy una de sus editoras y recientemente, con motivo del Congreso de Historia del Periodismo celebrado en Valencia, he vuelto a toparme con una utopía lunar, escrita por Alejandro Dumas, que Ángel Fernández de los Ríos tradujo y adaptó.
    En realidad, el relato o pesadilla de Dumas presta muy poca atención a la estancia lunar, que no es sino una breve estancia realizada por el protagonista en un sueño y que pone a prueba la credibilidad de su interlocutor y, consiguientemente, del lector.
    En otra ocasión, volveré sobre Ángel Fernández de los Ríos, al que dediqué mi intervención.

viernes, 16 de enero de 2015

Incidentes, accidentes, en el curso de la navegación bloguera

        Pues justamente de eso se trata. Cuando uno empieza a dar clase no tiene conciencia de la multiplicidad de problemas que pueden surgir en el camino y un blog, un cuaderno de bitácora que se precie de serlo, debe servir de aguja de marear para los venideros y para uno mismo. Como explicaba a los alumnos del máster, lo primero que tiene que aprender un profesor, y no es tan fácil, es a ser flexible con su programación, a pesar de los jefes de departamento o de centro y de quien quiera imponer el ritmo que no conviene a todos. Parto de la idea —lógicamente— de que estamos en esto por voluntad y compromiso, y una, más o menos clara, vocación.

         Es difícil, cuando los perfiles de los alumnos son tan diferentes y más aún sus horizontes y expectativas, acertar a complacer a todos. Es complicado, entre otras cuestiones porque, a veces, ellos mismos no lo tienen claro, o sí, pero no aciertan a ver la forma, o consideran que eso vendrá por «ciencia infusa»,  o  esperan que el docente va a acertar a darles la fórmula mágica que se adapte a cada uno de sus intereses. Fuera de este primer inconveniente, aún quedan muchos obstáculos en el camino —y obvio la falta de verdadera vocación—, que no viene al caso.
           En muchas ocasiones, falta iniciativa, creatividad, faltan objetivos, falta creerse lo que uno está haciendo; en cambio, otras, la ansiedad que crea querer asimilarlo todo en muy poco tiempo, resolver todas las dudas, salir del curso con toda la preparación para encontrar un trabajo constituyen otro tipo de retos que hay que afrontar.
           En fin, como es lógico, en el medio está la virtud y solo la persona que se lo toma en serio, que tiene verdadero interés, que no espera que se lo den todo hecho, acertará y, más allá de cualquier inconveniente, alcanzará su «utopía», porque, como enseñan los cuentos, la magia la aporta cada uno.
          Lo que importa es no quedarse en la «faja del libro», sino adentrarse, sumergirse en la lectura, en la lección que se nos propone, para discutirla, aprobarla o descartarla, pero sin prejuicios y con todo el respeto que el profesor —como el alumno— exige.
            

miércoles, 27 de febrero de 2013

Juan Valera o la magia del relato decimonónico

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Tras una breve introducción donde se repasa el estado de la cuestión sobre el estudio del cuento decimonónico, las relaciones del relato corto con otros géneros literarios próximos como el cuadro de costumbres, y la novela corta, se procede a realizar un somero repaso por la historia del cuento literario, desde su origen oral, sus precedentes medievales y áureos, así como sus deudas con el cuento folclórico, y su cultivo en Andalucía.
A ello le sigue un breve perfil bio-bibliográfico, en el que se trata de profundizar en los motivos por lo que Juan Valera, poeta en su juventud termina decantándose por la narración, y escoge el cuento para desarrollar algunas de sus narraciones más singulares.
Centrada ya en el análisis de los cuentos de Valera, se comprueba que la mayoría de los cuentos responde al modelo optimista de Bremond, y se distinguen los rasgos que caracteriza a los que transcurren en un universo reconocido, de aquellos otros que tienen lugar en un universo extraordinario o fantástico.
Un rasgo que singulariza la práctica cuentística de Valera ––como consecuencia de su defensa del «arte por el arte»–– es la ausencia de elementos paratextuales que traten de sujetar la narración a fines extra-literarios. Otra característica peculiar del arte de Valera es la concepción cervantina de la narración ––desdoblamientos, humor–– desde la que se trata de proponer la lectura como un espacio de juego, presidido por la ironía, entre otros procedimientos narrativos. 
Un análisis del espacio permite comprobar que Valera tiene especial preferencia por los espacios fabulosos del antiguo Oriente, los espacios extraordinarios de sus cuentos fantásticos, y los costumbristas, aunque, en general, su configuración del espacio tiende hacia la desrealización y la utopía. Finalmente se procede a un examen de los personajes, que tienen especial importancia en la narrativa de Valera ––concebida no como reflejo de la realidad, sino como pintura de lo que esta debería ser––. Se trata de aproximar lo prosaico a lo poético, y, para ello, el autor debe huir de lo común y dar entrada a los extraordinario, lo raro, lo ideal; especialmente en el cuento, género que, por ser ––en su opinión–– más cercano a la poesía, acoge mejor incluso que la novela lo inusual, lo poético. Esa condición poética no debe proceder sólo de los elementos maravillosos o fantásticos, sino que también en los cuentos que se desarrollan en un universo ordinario, lo peregrino tiene cabida, con frecuencia, gracias al comportamiento extraordinario, poco común de sus personajes, especialmente los femeninos, seducidos por un ideal, por una ambición superior, que tratan de preservar contra todo tipo de prejuicios, de obstáculos, de normas. Sus cuentos son, pues, morales en sentido amplio, es decir, en cuanto que en ellos asistimos a los debates que tienen los personajes entre sus propias convicciones y las presiones con que los demás tratan de sojuzgarlas.

miércoles, 8 de agosto de 2012

Desrealización del espacio y utopía de libertad en «El Hechicero»

Por lo que se refiere a la configuración del espacio, El Hechicero -del que Valera había leído una versión recogida en Lo que contó la abuela, de la condesa de Thun[1]- es un ejemplo de literatura fantástica[2]. Efectivamente, aunque al principio la configuración del espacio responde a una estética realista, aunque idealizada, má adelante el relato discurre por un ámbito que aunque en su funcionamiento físico es común al del lector, va a ser escenario de fenómenos extraordinarios a las leyes de dicho mundo[3].
            Al inicio del cuento, el espacio parece constituirse en un universo abierto, casi ilimitado:

                        Desde la ventana del centro, que estaba sobre la puerta y en la mejor sala, ambos se extasiaron al contemplar la magnífica vista. Allí se oteaban ríos y arroyos, risueñas llanuras, cortijos y aldeas distantes, y, como límite más remoto, montañas azules, cuyos picos se dibujaba o se esfumaban en el más nítido azul del aire, diáfano, sin nubes y dorado entonces por el sol. En torno se veían, como mar de verdura, las apiñadas copas de los árboles que circundaban el castillo, y no muy lejos, a la salida del bosque, la pequeña alquería de Silveria[4].

Un medio geográfico que parece identificarse más con esas utopías donde no existen leyes ni instituciones que alienten o castiguen las decisiones o actos de sus habitantes[5], lo que cuadra perfectamente al carácter de Silveria -cuyo nombre nos invita a considerarla como un ser libre- y al desarrollo psicológico del cuento. Este es el espacio apropiado para que la protagonista desarrolle su personalidad en un continuo ejercicio de su libre albedrío[6].
            Como puede verse en este fragmento, donde se cruzan las focalizaciones del narrador y la de los personajes, el paisaje aparece idealizado y responde al tópico del locus amoenus. Por otra parte, la descripción del mismo contiene elementos que lo relacionan con el de Andalucía, impresión que se confirma cuando se lee un poco más adelante que Ricardo invita a Silveria a beber «vino dulce moscatel» y que la chica cenó con su familia en Nochebuena «sopa de almendras, besugo, potaje de lentejas...»[7] y otros alimentos que tan frecuentemente cita el autor al tratar de la cocina de esta región[8].
            No obstante, al principio de la narración, el espacio se nos presenta más desdibujado, menos «localizado» geográficamente, como se constata al leer la descripción con que se inaugura el cuento, una descripción del castillo donde se supone que ha vivido el Hechicero:

                        El castillo estaba en la cumbre del cerro, y aunque en lo exterior parecía semiarruinado, se decía que en lo interior tenía aún muy elegante y cómoda vivienda, si bien poco espaciosa.
                        Nadie se atrevía a vivir allí, sin duda por el terror que causaba lo que del castillo se refería[9].

            El castillo representa pues el miedo a lo desconocido y, como se señala un poco más adelante, a ello contribuye una orografía desafiante:

                        Con tan perversa fama, que persistía y se dilataba, en época en que eran los hombres más crédulos que hoy, nadie osaba habitar en el castillo. En torno de él reinaban soledad y desierto.
                        A su espalda estaba la serranía, con hondos valles, retorcidas cañadas y angostos desfiladeros, y con varios altos montes, cubiertos de densa arboleda, delante de los cuales el cerro del castillo parecía estar como en avanzadas[10].

            Luego, a medida que avanza la narración, el espacio donde se ubica el castillo se va cubriendo de un velo mágico:

                        Delante del castillo había un ancho estanque de agua limpia y pura, porque el abundante arroyo que regaba la huerta, entrando y saliendo, renovaba el agua de continuo. En aquel estanque el castillo se miraba con gusto como en un espejo.
                        Iluminando fantásticamente su fondo y prestándole apariencias de profundidad infinita, se retrataba también en él la divina amplitud de los cielos[11].

            Una vez más descubrimos que los juegos de luces y sombras constituyen el componente esencial del paisaje fantástico. Es precisamente la iluminación la que otorga el carácter extraordinario al paraje, al proyectar el reflejo del castillo como una imagen sin límites. Después el bosque en el que la protagonista termina por internarse, al huir del poeta Ricardo, se describe con una técnica similar, hasta el punto de que en su despechada carrera, Silveria parece adentrarse en un laberinto, donde al caer la noche, tiene un sueño en que la Naturaleza le revela sus misterios, ofreciéndole el saber necesario para alcanzar la madurez.
 
            En realidad, puede afirmarse que muchos de los lugares en que se desenvuelven los personajes de estos cuentos no son lo que parecen. De hecho, el autor recurre a dos procedimientos para lograr su objetivo: por una parte, los lugares que en principio parecen más concretos, se desdibujan, aparecen, en ocasiones, desrealizados; por otra, aquellos que se presentan al principio de modo más impreciso, adquieren características que lo asimilan a espacios geográficos concretos.
            Es esto último lo que sucede en La muñequita. Al principio de este cuento, la indeterminación es casi absoluta: «una gran ciudad, capital de un reino, cuyo nombre no importa saber (...)» ; pero enseguida adquiere, ocasionalmente, atributos propios de la geografía andaluza.
            Contrariamente a lo que sucede en la mayoría de los cuentas de Valera, en El Hechicero no predomina el paisaje urbano, sino que el ámbito en el que se inserta el personaje constituye un universo abierto, que se acerca más a esas utopías donde no existen leyes ni instituciones que vigilen continuamente a los habitantes; de manera que el protagonista puede dar rienda suelta a sus pasiones sin nadie que reconvenga, aliente o castigue sus decisiones o actos. En este sentido puede decirse que la desrealización del espacio, y su configuración como utopía, lo convierte en un espacio de libertad



     [1] Cf., José F. Montesinos, Valera o la ficción libre, p. 65; y Margarita Almela, La cultura como principio organizador del realismo de la narrativa de Don Juan Valera, p. 99.
     [2] En opinión de Montesinos, este cuento se acerca a los cuentos semi-fantásticos del francés Nodier, porque los acontecimientos maravillosos encuentran una explicación verosímil. Cf., Valera o la ficción libre, pp. 65-66.
                Lo cierto es que Valera conocía a Carlos Nodier, a quien cita como autor de Fée aux miettes y seguidor del estilo de Hoffmann en sus cuentos. Cf., "Apuntes sobre el nuevo arte de escribir novelas", en O. J. V., II, pp. 616-704.
     [3] Cf., Antonio Risco, Literatura fantástica de lengua española. Teoría y aplicaciones, p. 140.
                Edelweis Serra, por su parte, prefiere no hablar de maravilloso y de fantástico, sino que en su estudio del cuento fantástico distingue dos categorías, en la primera conviven dos órdenes distintos, uno ordinario y otro extraordinario, de forma problemática para los protagonistas de la narración; en la segunda, sólo existe la presencia de lo extraordinario que se vive de modo no problemático. Cf., Tipología del cuento literario. Textos hispanoamericanos, pp. 105-107.
                De todas formas, es evidente que ambas categorías se corresponden con las que propone Antonio Risco, de fantástico y maravilloso, respectivamente.
     [4]O. J. V., I, p. 1092.
     [5]"De la naturaleza y carácter de la novela", en O. J. V., II, p. 191.
     [6]En opinión de Valera, el ejercicio del libre albedrío es uno de los mayores placeres espirituales que el poeta puede ofrecer. Cf., Ibídem.
     [7]O. J. V., I, p. 1092, 1094.
     [8]Además de las referencias en novelas y cartas, recordemos su artículo La cordobesa, en O. J. V.
                Sobre la visión de Andalucía podemos consultar:

                DeCoster, C., "Valera and Andalusia", en Hispanic Review, XXIX, (1961), pp. 200-216.
                Muñoz Rojas, J. A., "Notas sobre la Andalucía de Don Juan Valera" en Papeles de Son Armadans, III, (1956), pp. 9-22.
                Porlán, R., La Andalucía de Valera, Secretariado de la Universidad de Sevilla, Sevilla, 1980.

     [9]O. J. V., I, p. 1089.
     [10]Ibídem.
     [11]Ídem, p. 1091.