Por lo que se refiere a la configuración del espacio, El Hechicero
-del que Valera había leído una versión recogida en Lo que contó la abuela,
de la condesa de Thun[1]- es un ejemplo de literatura fantástica[2].
Efectivamente, aunque al principio la configuración del espacio responde a una estética realista, aunque idealizada, má adelante el relato discurre por un ámbito que aunque en su funcionamiento
físico es común al del lector, va a ser escenario de fenómenos
extraordinarios a las leyes de dicho mundo[3].
Al inicio del cuento, el espacio parece constituirse en un universo
abierto, casi ilimitado:
Desde la ventana del
centro, que estaba sobre la puerta y en la mejor sala, ambos se extasiaron al
contemplar la magnífica vista. Allí se oteaban ríos y arroyos, risueñas
llanuras, cortijos y aldeas distantes, y, como límite más remoto, montañas
azules, cuyos picos se dibujaba o se esfumaban en el más nítido azul del aire,
diáfano, sin nubes y dorado entonces por el sol. En torno se veían, como mar de
verdura, las apiñadas copas de los árboles que circundaban el castillo, y no
muy lejos, a la salida del bosque, la pequeña alquería de Silveria[4].
Un medio geográfico que parece identificarse más con esas utopías donde no existen leyes ni instituciones que alienten o
castiguen las decisiones o actos de sus habitantes[5], lo que
cuadra perfectamente al carácter de Silveria -cuyo nombre nos invita a
considerarla como un ser libre- y al desarrollo psicológico del cuento. Este es
el espacio apropiado para que la protagonista desarrolle su personalidad en un
continuo ejercicio de su libre albedrío[6].
Como puede verse en este fragmento, donde se cruzan las
focalizaciones del narrador y la de los personajes, el paisaje aparece
idealizado y responde al tópico del locus amoenus. Por otra parte, la
descripción del mismo contiene elementos que lo relacionan con el de Andalucía,
impresión que se confirma cuando se lee un poco más adelante que Ricardo invita
a Silveria a beber «vino dulce moscatel» y que la chica cenó con su
familia en Nochebuena «sopa de almendras, besugo, potaje de
lentejas...»[7]
y otros alimentos que tan frecuentemente cita el autor al tratar de la cocina
de esta región[8].
No obstante, al principio de la narración, el espacio se
nos presenta más desdibujado, menos «localizado» geográficamente,
como se constata al leer la descripción con que se inaugura el cuento, una
descripción del castillo donde se supone que ha vivido el Hechicero:
El castillo estaba en la
cumbre del cerro, y aunque en lo exterior parecía semiarruinado, se decía que
en lo interior tenía aún muy elegante y cómoda vivienda, si bien poco
espaciosa.
Nadie se atrevía a vivir
allí, sin duda por el terror que causaba lo que del castillo se refería[9].
El castillo representa pues el miedo a lo desconocido y, como se señala un poco más adelante, a ello contribuye una orografía desafiante:
Con tan perversa fama,
que persistía y se dilataba, en época en que eran los hombres más crédulos que
hoy, nadie osaba habitar en el castillo. En torno de él reinaban soledad y
desierto.
A su espalda estaba la
serranía, con hondos valles, retorcidas cañadas y angostos desfiladeros, y con
varios altos montes, cubiertos de densa arboleda, delante de los cuales el
cerro del castillo parecía estar como en avanzadas[10].
Luego, a medida que avanza la narración, el espacio donde
se ubica el castillo se va cubriendo de un velo mágico:
Delante del castillo
había un ancho estanque de agua limpia y pura, porque el abundante arroyo que
regaba la huerta, entrando y saliendo, renovaba el agua de continuo. En aquel
estanque el castillo se miraba con gusto como en un espejo.
Iluminando
fantásticamente su fondo y prestándole apariencias de profundidad infinita, se
retrataba también en él la divina amplitud de los cielos[11].
Una vez más descubrimos que los juegos de luces y sombras
constituyen el componente esencial del paisaje fantástico. Es precisamente la
iluminación la que otorga el carácter extraordinario al paraje, al proyectar el
reflejo del castillo como una imagen sin límites. Después el bosque en el que la protagonista termina por internarse, al huir del poeta Ricardo, se describe con una técnica similar, hasta el punto de que en su despechada carrera, Silveria parece adentrarse en un laberinto, donde al caer la noche, tiene un sueño en que la Naturaleza le revela sus misterios, ofreciéndole el saber necesario para alcanzar la madurez.
En realidad, puede afirmarse que muchos de los lugares en
que se desenvuelven los personajes de estos cuentos no son lo que parecen. De
hecho, el autor recurre a dos procedimientos para lograr su objetivo: por una
parte, los lugares que en principio parecen más concretos, se desdibujan, aparecen, en ocasiones, desrealizados;
por otra, aquellos que se presentan al principio de modo más impreciso,
adquieren características que lo asimilan a espacios geográficos concretos.
Es esto último lo que sucede en La muñequita. Al
principio de este cuento, la indeterminación es casi absoluta: «una gran
ciudad, capital de un reino, cuyo nombre no importa saber (...)» ;
pero enseguida adquiere, ocasionalmente, atributos propios de la geografía
andaluza.
Contrariamente a lo que sucede en la mayoría de los cuentas de Valera, en El
Hechicero no predomina el paisaje urbano, sino que el ámbito en el que se inserta el personaje constituye un
universo abierto, que se acerca más a esas utopías donde no existen leyes ni
instituciones que vigilen continuamente a los habitantes; de manera que el
protagonista puede dar rienda suelta a sus pasiones sin nadie que reconvenga, aliente
o castigue sus decisiones o actos. En este sentido puede decirse que la desrealización del espacio, y su configuración como utopía, lo convierte en un espacio de libertad.
[2] En opinión de Montesinos, este
cuento se acerca a los cuentos semi-fantásticos del francés Nodier, porque los
acontecimientos maravillosos encuentran una explicación verosímil. Cf., Valera
o la ficción libre, pp. 65-66.
Lo cierto es que Valera conocía a Carlos Nodier, a
quien cita como autor de Fée aux miettes y seguidor del estilo de
Hoffmann en sus cuentos. Cf., "Apuntes sobre el nuevo arte de escribir
novelas", en O. J. V., II, pp. 616-704.
Edelweis Serra,
por su parte, prefiere no hablar de maravilloso y de fantástico, sino que en su
estudio del cuento fantástico distingue dos categorías, en la primera conviven
dos órdenes distintos, uno ordinario y otro extraordinario, de forma
problemática para los protagonistas de la narración; en la segunda, sólo existe
la presencia de lo extraordinario que se vive de modo no problemático. Cf., Tipología
del cuento literario. Textos hispanoamericanos, pp. 105-107.
De todas formas, es evidente que ambas categorías se
corresponden con las que propone Antonio Risco, de fantástico y maravilloso,
respectivamente.
Sobre la visión
de Andalucía podemos consultar:
DeCoster, C., "Valera and Andalusia", en Hispanic Review,
XXIX, (1961), pp. 200-216.
Muñoz Rojas, J. A., "Notas
sobre la Andalucía de Don Juan Valera" en Papeles de Son Armadans,
III, (1956), pp. 9-22.
Porlán, R., La Andalucía de Valera,
Secretariado de la Universidad de Sevilla, Sevilla, 1980.
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