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lunes, 18 de mayo de 2015

Un cuadro vivo en «La Regenta»

No cabe duda de que los dispositivos ópticos posibilitaron nuevas formas de mirar que se perciben con especial acogida en La Regenta de Clarín, como ya he señalado en otra ocasión; pero ahora no voy a ocuparme de la influencia de estos artilugios y de los espectáculos que surgieron en torno a ellos, sino de otro tipo de espectáculos que fueron igualmente populares en el siglo XIX. Se trata de los «cuadros vivos» o tableaux vivants como los denominan los franceses.
     Solían consistir en representaciones escénicas de cuadros de pintores famosos, ejecutados por actores que en posición estática en un escenario solían reproducir la disposición pictórica. En algunas ocasiones la interpretación podía enriquecerse con «pintura escenográfica de fondo, elementos escénicos corpóreos, proyección de disolvencias, música y efectos sonoros, lumínicos y pirotécnicos»  (Machetti). Todo ello explica que tanto el narrador como la propia Regenta, puedan decir que ,  al vestirse de nazarena y salir de procesión del Viernes Santo, tras el Entierro, estaba dándose en espectáculo a la malicia, a la envidia, a todos los pecados capitales, que contemplarían desde aceras y balcones aquel cuadro vivo que ella iba a representar.
Cabe añadir que tanto La Regenta, como luego confirma Víctor Quintanar, nos informa de que se había inspirado en una escena similar que el matrimonio había contemplado en Zaragoza, precisamente uno de los lugares adonde llevó sus cuadros vivos Monsieur Farriol
* SANDRO MACHETTI, «Monsieur Farriol, los cuadros vivos, la pintura y el cine. Notas acerca de un espectáculo precinematográfico», D' Art: Revista del Departament d'Historia de l'Arte nº 21 (1995), pp. 17-36.

domingo, 13 de abril de 2014

El voyeurismo de Fermín de Pas.

Aunque casi me pilla -en realidad me ha pillado ya- la Semana Santa, no puedo dejar de publicar esta entrada que tenía preparada desde el verano pasado, porque a ver, este Magistral tambien peca y no solo de deseo sino de hecho, pero vayamos poco a poco y aquí está la primera aparición del magistral en su salsa, que aunque explícitamente solo se hable de soberbia y de gula, el trasfondo es más amplio.
Bismarck, oculto, vio con espanto que el canónigo sacaba de un bolsillo interior de la sotana un tubo que a él le pareció de oro. Vio que el tubo se dejaba estirar como si fuera de goma y se convertía en dos, y luego en tres, todos seguidos, pegados. Indudablemente aquello era un cañón chico, suficiente para acabar con un delantero tan insignificante como él. No; era un fusil porque el Magistral lo acercaba a la cara y hacía con él puntería. Bismarck respiró: no iba con su personilla aquel disparo; apuntaba el carca hacia la calle, asomado a una ventana. El acólito, de puntillas, sin hacer ruido, se había acercado por detrás al Provisor y procuraba seguir la dirección del catalejo. Celedonio era un monaguillo de mundo, entraba como amigo de confianza en las mejores casas de Vetusta, y si supiera que Bismarck tomaba un anteojo por un fusil, se le reiría en las narices.

Uno de los recreos solitarios de don Fermín de Pas consistía en subir a las alturas. Era montañés, y por instinto buscaba las cumbres de los montes y los campanarios de las iglesias. En todos los países que había visitado había subido a la montaña más alta, y si no las había, a la más soberbia torre. No se daba por enterado de cosa que no viese a vista de pájaro, abarcándola por completo y desde arriba. Cuando iba a las aldeas acompañando al Obispo en su visita, siempre había de emprender, a pie o a caballo, como se pudiera, una excursión a lo más empingorotado. En la provincia, cuya capital era Vetusta, abundaban por todas partes montes de los que se pierden entre nubes; pues a los más arduos y elevados ascendía el Magistral, dejando atrás al más robusto andarín, al más experto montañés. Cuanto más subía más ansiaba subir; en vez de fatiga sentía fiebre que les daba vigor de acero a las piernas y aliento de fragua a los pulmones. Llegar a lo más alto era un triunfo voluptuoso para De Pas. Ver muchas leguas de tierra, columbrar el mar lejano, contemplar a sus pies los pueblos como si fueran juguetes, imaginarse a los hombres como infusorios, ver pasar un águila o un milano, según los parajes, debajo de sus ojos, enseñándole el dorso dorado por el sol, mirar las nubes desde arriba, eran intensos placeres de su espíritu altanero, que De Pas se procuraba siempre que podía. Entonces sí que en sus mejillas había fuego y en sus ojos dardos. En Vetusta no podía saciar esta pasión; tenía que contentarse con subir algunas veces a la torre de la catedral. Solía hacerlo a la hora del coro, por la mañana o por la tarde, según le convenía. Celedonio que en alguna ocasión, aprovechando un descuido, había mirado por el anteojo del Provisor, sabía que era de poderosa atracción; desde los segundos corredores, mucho más altos que el campanario, había él visto perfectamente a la Regenta, una guapísima señora, pasearse, leyendo un libro, por su huerta que se llamaba el Parque de los Ozores; sí, señor, la había visto como si pudiera tocarla con la mano, y eso que su palacio estaba en la rinconada de la Plaza Nueva, bastante lejos de la torre, pues tenía en medio de la plazuela de la catedral, la calle de la Rúa y la de San Pelayo. ¿Qué más? Con aquel anteojo se veía un poco del billar del casino, que estaba junto a la iglesia de Santa María; y él, Celedonio, había visto pasar las bolas de marfil rodando por la mesa. Y sin el anteojo ¡quiá! en cuanto se veía el balcón como un ventanillo de una grillera. Mientras el acólito hablaba así, en voz baja, a Bismarck que se había atrevido a acercarse, seguro de que no había   peligro, el Magistral, olvidado de los campaneros, paseaba lentamente sus miradas por la ciudad escudriñando sus rincones, levantando con la imaginación los techos, aplicando su espíritu a aquella inspección minuciosa, como el naturalista estudia con poderoso microscopio las pequeñeces de los cuerpos. No miraba a los campos, no contemplaba la lontananza de montes y nubes; sus miradas no salían de la ciudad.

Vetusta era su pasión y su presa. Mientras los demás le tenían por sabio teólogo, filósofo y jurisconsulto, él estimaba sobre todas su ciencia de Vetusta. La conocía palmo a palmo, por dentro y por fuera, por el alma y por el cuerpo, había escudriñado los rincones de las conciencias y los rincones de las casas. Lo que sentía en presencia de la heroica ciudad era gula; hacía su anatomía, no como el fisiólogo que sólo quiere estudiar, sino como el gastrónomo que busca los bocados apetitosos; no aplicaba el escalpelo sino el trinchante.
Las imágenes de la novela proceden de la contemplación de Vetusta a través de un catalejo, pero cualquier cristal, cualquier mirador de película -o de telefilme, a mí me gusta la miniserie de Fernández Leite- nos sirve. Casi contemporánea a la publicación de La Regenta (1884-85) es esta de los hermanos Lapierre de 1880 que se conserva en el Museo de la Filmoteca Española
Linterna mágica

viernes, 18 de octubre de 2013

Café, copa y puro VI. En el casino.

La cena de socios en el casino es fundamental para alcanzar a comprender la mezquindad que rodean el ambiente masculino de Vetusta, al que, en principio, parece escapar Álvaro Mesía; sin embargo, finalmente, el narrador desbarata su falso romanticismo y lo pone en evidencia, mediante una referencia plástica, tan del gusto de la novela del XIX:


            Se volvió al amor y a las mujeres, y comenzaron las confesiones, coincidiendo con el café y los licores, sacatrapos del corazón. Entre la ceniza de los cigarros, las migas de pan, las manchas de salsa y vino, rodaron el nombre y el honor de muchas señoras. «Allí se podía decir todo, estaban solos, todos eran unos». Mesía hablaba poco, era su costumbre en tales casos. Temía estas expansiones en que se toma por amigo a cualquiera y en que se dicen secretos que en vano después se querría recoger. Mientras los demás referían aventuras vulgares, sin gloria, él atento a sus pensamientos, con un codo apoyado en la mesa y la barba apoyada en la mano, fumaba un buen cigarro besando el tabaco con cariño y voluptuosa calma; los ojos animados, húmedos, llenos de reflejos de la luz y de reflejos eléctricos del vino, se fijaban en el techo. Las demás figuras de la cena eran vulgares, su embriaguez no tenía dignidad, ni gracia la libertad de sus posturas. Mesía estaba hermoso; se notaba mejor que nunca la esbeltez y armonía de sus formas de buen mozo elegante; en su rostro correcto los vapores de la gula no imprimían groseras tintas, sino cierta espiritualidad entre melancólica y lasciva; se veía al hombre del vicio, pero sacerdote, no víctima: dominaba él a su borrachera, morigerada, señoril, discreta. Don Álvaro, a solas entre aquellos pobres diablos, soñaba despierto, enternecido. En aquellos momentos se creía enamorado de veras, y se creía y se sentía de veras interesante. Aunque él era sensualista ¡qué diablo! la sensualidad, pensaba, también tiene su romanticismo. El claire de lune es claire de lune aunque la luna sea un cacho de hierro viejo, una herradura de algún caballo del sol.
Y pasaban por su memoria y por su imaginación recuerdos de noches de amor, no todas claras ni todas poéticas, pero muchas, muchas noches de amor. Y sintió comezón de hablar, de contar sus hazañas. Este prurito era nuevo en él; no lo había sentido hasta que la Regenta le había humillado con su resistencia.
La última cena. Leonardo Da Vinci


Dos o tres veces intervino en la algazara para dar su dictamen tan lleno de experiencia en asuntos amorosos. Y todos se volvieron a él, y callaron los demás para oírle. Entonces habló, sin poder remediarlo, para satisfacer secreto impulso de rehabilitarse con su historia. Habló el maestro. Quitó el codo de la mesa y apoyó en ella los dos brazos cruzando las manos, entre cuyos dedos oprimía el cigarro, cargado con una pulgada de ceniza; inclinó un poco la cabeza, con cierto misticismo báquico, y con los ojos levantados a la luz de la araña, con palabra suave, tibia, lenta, comenzó la confesión que oían sus amigos con silencio de iglesia. Los que estaban lejos se incorporaban para escuchar, apoyándose en la mesa o en el hombro del más cercano. Recordaba el cuadro, por modo miserable, la Cena de Leonardo de Vinci.

lunes, 7 de octubre de 2013

Café, copa y puro IV


           Aunque las estaciones parecen sucederse lentamente en La Regenta, el tiempo del relato lo hace al ritmo de los acontecimientos más emotivos y relavantes para los personajes y para los lectores, que no dejan de reconocer los hitos históricos de la España Reciente. Así sucede cuando el narrador nos introduce en el café de la Paz, hacia 1868, es decir, en los años de la conocida revolución Septembrina o la Gloriosa:

[...] don Pompeyo se borró de la lista del Casino.
Perdió aquel refugio de sus horas desocupadas que eran muchas, y anduvo como alma en pena vagando de café en café hasta que al cabo de algunos años tropezó con don Santos Barinaga en el Restaurant y café de la Paz, donde todas las noches el enemigo implacable del Magistral se preparaba a mal morir bebiendo un cognac con honores de espíritu de vino.
Poco trabajo le costó a Guimarán hacer un prosélito de don Santos. De día en día y de copa en copa avanzaba la impiedad en aquel espíritu; y llegó a creer que Jesucristo no era más que una constelación; disparate que había leído don Pompeyo en un libro viejo que compró en la feria. 
           El café de la Paz era grande, frío; el gas amarillento y escaso parecía llenar de humo la atmósfera cargada con el de los cigarros y las cocinas; a la hora en que los dos amigos conferenciaban estaba desierto el salón; los mozos, de chaqueta negra y mandil blanco, dormitaban por los rincones. Un gato pardo iba y venía del mostrador a la mesa de don Santos, se le quedaba mirando largo rato, pero convencido de que no decía más que disparates, bostezaba, y daba media vuelta.
           En tanto, en el café de la Paz había ya público para oír a don Pompeyo y a don Santos maldecir de las religiones positivas y especialmente del señor Vicario general, como llamaba siempre a De Pas el señor Guimarán. Entre el pueblo bajo corría la historia de las aras, de la ruina de don Santos, de los millones del Magistral depositados en el Banco; con tal motivo algunos obreros de la Fábrica vieja hablaban de ahorcar al clero en masa. A esto lo llamaban cortar por lo sano.   Los trabajadores carlistas dudaban; tenía entre ellos amigos el Magistral, pero si le respetaban por sacerdote, le temían por rico... y sospechaban algo. De lo que no hablaba la multitud era del asunto de las faldas. Allá cuando la Revolución, se había dicho si tenía o no tenía don Fermín aventuras en los barrios bajos; pero ya nadie se acordaba por allí de tales cuentos. Los obreros que entonces llevaban la voz en la propaganda revolucionaria habían muerto, o habían envejecido, o se habían dispersado, o estaban desengañados de la idea; la generación nueva no era clerófoba más que a ratos; era amiga de la taberna, no del club. Se hablaba sólo de revolución social; y ya se decía que los curas no son ni más ni menos malos que los demás burgueses. Malo era el fanatismo, pero el capital era peor. No había en los barrios bajos un elemento de activa propaganda contra las sotanas. El Magistral era allí más despreciado que aborrecido. Pero el escándalo de don Santos el de los Cristos, como le llamaban; dos o tres rasgos de despotismo en la curia eclesiástica, el dineral que costaba casarse -como si antes no costara lo mismo- y las acciones del Banco, volvieron a encender los odios, y esta vez se habló de colgar al Provisor y demás clerigalla.

martes, 10 de septiembre de 2013

Café, copa y puro. La sobremesa (III)

Como lo prometido es deuda, aquí van algunas citas inteesantes de La Regenta. bastante significativas sobre las circunstancias en las que se degustaba el café la copa y el puro. Se trata de escenas diferentes en lugares igualmente distintos, el hogar paterno, el gabinete de un casino y el salón de la residencia de los esposos. Muy elocuente también el diferente estado emocional de Anita:

Cap. IV.

Una tarde de otoño, después de admitir una copa de cumín que su padre quiso que bebiera detrás del café, Anita salió sola, con el proyecto de empezar a escribir un libro, allá arriba, en la hondonada de los pinos que ella conocía bien; era una obra que días antes había imaginado, una colección de poesías «A la Virgen».

Cap. VI:

Eran las tres y media de la tarde. Llovía. En la sala contigua al gabinete viejo estaban los socios de costumbre, los que no jugaban a nada y los seis que jugaban al ajedrez. Estos habían colocado el respectivo tablero junto a un balcón, para tener más luz. En el fondo de la sala parecía que iba a anochecer. Sobre una mesa de mármol brillaba entre humo espeso de tabaco, como una estrella detrás de niebla, la llama de una bujía que servía para dar lumbre a los cigarros. Ocultos en la sombra de un rincón, alrededor de aquella mesa, arrellanados en un diván unos, otros en mecedoras de paja, estaban media docena de socios fundadores, que de tiempo inmemorial acudían a las tres en punto a tomar café y copa. Hablaban poco. Ninguno se permitía jamás aventurar un aserto que no pudiera ser admitido por unanimidad. Allí se juzgaba a los hombres y los sucesos del día, pero sin apasionamiento; se condenaba, sin ofenderle, a todo innovador, al que había hecho algo que saliese de lo ordinario. Se elogiaba, sin gran entusiasmo, a los ciudadanos que sabían ser comedidos, corteses e incapaces de exagerar  cosa alguna. Antes mentir que exagerar.

 Cap. XVI


Estaba Ana sola en el comedor. Sobre la mesa quedaban la cafetera de estaño, la taza y la copa en que había tomado café y anís don Víctor, que ya estaba en el Casino jugando al ajedrez. Sobre el platillo de la taza yacía medio puro apagado, cuya ceniza formaba repugnante amasijo impregnado del café frío derramado. Todo esto miraba la Regenta con pena, como si fuesen ruinas de un mundo. La insignificancia de aquellos objetos que contemplaba le partía el alma; se le figuraba que eran símbolo del universo, que era así, ceniza, frialdad, un cigarro abandonado a la mitad por el hastío del fumador. Además, pensaba en el marido incapaz de fumar un puro entero y de querer por entero a una mujer. Ella era también como aquel cigarro, una cosa que no había servido para uno y que ya no podía servir para otro.