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miércoles, 23 de abril de 2014

Diario de lecturas. Frasquita Larrea.

Lástima que sus papeles sigan estando vedado al investigador actual. La ley de patrimonio supuestamente no lo permite, pero la realidad suele ser bastante tozuda y algunas personas mucho mas.
      Estoy convencida de que ni el erudito y bibliófilo Juan Nicolás Bühl de Faber, ni Frasquita Larrea, la protagonista de esta entrada, ni su hija Cecilia, Fernán Caballero, lo hubieran entendido ni lo hubieran permitido, porque ella sí negoció con Patrimonio Nacional -y con el Bibliotecario Juan Eugenio Hartzenbusch- la venta de la estupenda biblioteca del germano-gaditano.
      Hubo otros miembros de la familia, cultos y amables, que en los años 70 sí permitieron visitar el archivo, pero desde entonces no ha vuelto a ser posible, así que tenemos que contentarnos con repetir, eso sí, actualizando los datos y reinterpretándolos a la luz del contexto que conocemos ahora mejor lo que ellos pudieron recabar.
     En fin, los apuntes de Frasquita Larrea y, en especial, sus cartas a Juan Nicolás, entonces en Alemania, dan buena cuenta de sus lecturas de aquellos años (1806-1807), que además de la archicitada obra de de Mary Wollstonecraft, A Vindication of the Rights of Woman With Strictures on Political and Moral Subjects (1792), recorre un amplio abanico de intereses, desde Gilpin, pasando por los papeles públicos que se hacen eco de la marcha de la guerra española y de la política europea contra Napoleón al padre Mariana, Shakespeare, Lady Morgan, Wordsworth, Byron, Ossian, Cervantes, o Calderón.
        Por eso, por su condición de entusiasta lectora, la traigo de nuevo a este cuaderno de bitácora en un día como hoy, con sus papeles entre las manos.

domingo, 13 de abril de 2014

El voyeurismo de Fermín de Pas.

Aunque casi me pilla -en realidad me ha pillado ya- la Semana Santa, no puedo dejar de publicar esta entrada que tenía preparada desde el verano pasado, porque a ver, este Magistral tambien peca y no solo de deseo sino de hecho, pero vayamos poco a poco y aquí está la primera aparición del magistral en su salsa, que aunque explícitamente solo se hable de soberbia y de gula, el trasfondo es más amplio.
Bismarck, oculto, vio con espanto que el canónigo sacaba de un bolsillo interior de la sotana un tubo que a él le pareció de oro. Vio que el tubo se dejaba estirar como si fuera de goma y se convertía en dos, y luego en tres, todos seguidos, pegados. Indudablemente aquello era un cañón chico, suficiente para acabar con un delantero tan insignificante como él. No; era un fusil porque el Magistral lo acercaba a la cara y hacía con él puntería. Bismarck respiró: no iba con su personilla aquel disparo; apuntaba el carca hacia la calle, asomado a una ventana. El acólito, de puntillas, sin hacer ruido, se había acercado por detrás al Provisor y procuraba seguir la dirección del catalejo. Celedonio era un monaguillo de mundo, entraba como amigo de confianza en las mejores casas de Vetusta, y si supiera que Bismarck tomaba un anteojo por un fusil, se le reiría en las narices.

Uno de los recreos solitarios de don Fermín de Pas consistía en subir a las alturas. Era montañés, y por instinto buscaba las cumbres de los montes y los campanarios de las iglesias. En todos los países que había visitado había subido a la montaña más alta, y si no las había, a la más soberbia torre. No se daba por enterado de cosa que no viese a vista de pájaro, abarcándola por completo y desde arriba. Cuando iba a las aldeas acompañando al Obispo en su visita, siempre había de emprender, a pie o a caballo, como se pudiera, una excursión a lo más empingorotado. En la provincia, cuya capital era Vetusta, abundaban por todas partes montes de los que se pierden entre nubes; pues a los más arduos y elevados ascendía el Magistral, dejando atrás al más robusto andarín, al más experto montañés. Cuanto más subía más ansiaba subir; en vez de fatiga sentía fiebre que les daba vigor de acero a las piernas y aliento de fragua a los pulmones. Llegar a lo más alto era un triunfo voluptuoso para De Pas. Ver muchas leguas de tierra, columbrar el mar lejano, contemplar a sus pies los pueblos como si fueran juguetes, imaginarse a los hombres como infusorios, ver pasar un águila o un milano, según los parajes, debajo de sus ojos, enseñándole el dorso dorado por el sol, mirar las nubes desde arriba, eran intensos placeres de su espíritu altanero, que De Pas se procuraba siempre que podía. Entonces sí que en sus mejillas había fuego y en sus ojos dardos. En Vetusta no podía saciar esta pasión; tenía que contentarse con subir algunas veces a la torre de la catedral. Solía hacerlo a la hora del coro, por la mañana o por la tarde, según le convenía. Celedonio que en alguna ocasión, aprovechando un descuido, había mirado por el anteojo del Provisor, sabía que era de poderosa atracción; desde los segundos corredores, mucho más altos que el campanario, había él visto perfectamente a la Regenta, una guapísima señora, pasearse, leyendo un libro, por su huerta que se llamaba el Parque de los Ozores; sí, señor, la había visto como si pudiera tocarla con la mano, y eso que su palacio estaba en la rinconada de la Plaza Nueva, bastante lejos de la torre, pues tenía en medio de la plazuela de la catedral, la calle de la Rúa y la de San Pelayo. ¿Qué más? Con aquel anteojo se veía un poco del billar del casino, que estaba junto a la iglesia de Santa María; y él, Celedonio, había visto pasar las bolas de marfil rodando por la mesa. Y sin el anteojo ¡quiá! en cuanto se veía el balcón como un ventanillo de una grillera. Mientras el acólito hablaba así, en voz baja, a Bismarck que se había atrevido a acercarse, seguro de que no había   peligro, el Magistral, olvidado de los campaneros, paseaba lentamente sus miradas por la ciudad escudriñando sus rincones, levantando con la imaginación los techos, aplicando su espíritu a aquella inspección minuciosa, como el naturalista estudia con poderoso microscopio las pequeñeces de los cuerpos. No miraba a los campos, no contemplaba la lontananza de montes y nubes; sus miradas no salían de la ciudad.

Vetusta era su pasión y su presa. Mientras los demás le tenían por sabio teólogo, filósofo y jurisconsulto, él estimaba sobre todas su ciencia de Vetusta. La conocía palmo a palmo, por dentro y por fuera, por el alma y por el cuerpo, había escudriñado los rincones de las conciencias y los rincones de las casas. Lo que sentía en presencia de la heroica ciudad era gula; hacía su anatomía, no como el fisiólogo que sólo quiere estudiar, sino como el gastrónomo que busca los bocados apetitosos; no aplicaba el escalpelo sino el trinchante.
Las imágenes de la novela proceden de la contemplación de Vetusta a través de un catalejo, pero cualquier cristal, cualquier mirador de película -o de telefilme, a mí me gusta la miniserie de Fernández Leite- nos sirve. Casi contemporánea a la publicación de La Regenta (1884-85) es esta de los hermanos Lapierre de 1880 que se conserva en el Museo de la Filmoteca Española
Linterna mágica

miércoles, 9 de abril de 2014

Feijoo, el duende, el vampiro, el redivivo y el brucolaco (IV)

        Habíamos visto en la entrada anterior cómo Feijoo arremetía contra los griegos por las práctica cruel del empalamiento empleado para eliminar a los vampiros. Veamos ahora cómo terminan su discurso dedicado a combatir con toda clase de argumentos el prejuicio sobre la existencia de vampiros, redivivos y brucolacos:


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Vlad el empalador
Pero otra hay en la misma Región, no menos disparatada, aunque no tan general, porque sólo comprehende a los Cristianos, que siguen el rito Griego. Estos Cismáticos, para persuadir que su Iglesia, y no la Latina es la verdadera, publican, que en los que son excomulgados por sus Obispos, se nota generalmente un efecto de la excomunión, que no se ve en los excomulgados por los Pastores de la Iglesia Romana; y es, que aquéllos nunca se corrompen en los sepulcros, a menos que después de muertos los absuelvan; en cuyo caso, al mismo momento de la absolución son reducidos a polvo. No por eso niegan, que a veces la incorrupción de los cadáveres es indicio de santidad. Pero señalan una notable diferencia entre los incorruptos por santidad, y los que lo son por la excomunión; y es, que aquéllos, sobre conservarse en su natural color, dimensión, y textura de cuerpo, exhalan buen olor; al contrario éstos, se inflan como tambores, tienen mal color, y peor olor. 
Añaden, que estos que mueren excomulgados, muchas veces se aparecen a los vivos, así de día, como de noche, los llaman, los hablan, y los molestan. Pero observan el no responderles al primer llamamiento, esperando a que los llamen segunda vez; porque el que no llama más que una vez, dicen que es Brucolaco; pero Excomulgado, si hace segundo llamamiento. 
Por dos medios se libran de la impertinencia de éstos. El primero el que practican con los Brucolacos; esto es, quemar los cadáveres. El segundo es la absolución; la cual, según algunos casos que se refieren, no parece rehusan aquellos buenos Obispos Cismáticos, aun a los muertos, que saben salieron de esta vida en pecado mortal, habiendo intercesores algo eficaces. 

Ve aquí presentado con la mayor claridad, y en el mejor orden, que he podido, lo que hay en la Disertación del P. Calmet sobre los Vampiros de Hungría, Polonia, &c. los Brucolacos, y Excomulgados de la Grecia, que no sé si llame tres especies de Redivivos, o no más que dos, o una sola. Lo cierto es, que entre Vampiros, y Brucolacos apenas veo distinción alguna, sino muy accidental, cual la hay también entre Vampiros, y Vampiros, según los varios casos, que se refieren de ellos. Pero los excomulgados parece que hacen en algún modo clase aparte; ya porque la causa de su reviviscencia, esto es, la excomunión, es muy diversa, ya porque se mezcla en ella el interés de la Religión, pretendiendo los Cismáticos del rito Griego probar con el raro efecto, que atribuyen a las excomuniones de sus Pastores, que es la suya la verdadera Iglesia; es verdad que hay por otra parte una circunstancia, que acerca mucho éstos a aquéllos, que es librarse de la persecución de unos, y otros quémanlos; pues la identidad del remedio muestra, que en caso de no ser la misma, no es muy desemejante la enfermedad. 
En cuanto a hacer juicio de la verdad, o ficción de lo que se dice de Vampiros, Brucolacos, y Excomulgados todos los tengo por unos; conviene a saber, que todo es patraña, ilusión, y quimera. Este es también el dictamen del P. Calmet: el cual a la pág. 452 pronuncia su sentencia en la forma siguiente: 
«Que los Vampiros, o Revinientes de Moravia, Hungría, Polonia, &c. de quien se cuentan cosas tan extraordinarias, tan especificadas, tan circunstanciadas, tan revestidas de todas las formalidades capaces de hacerlas creer, y probarlas jurídicamente en los Tribunales más exactos, y severos: que todo lo que se dice de su regreso a la vida, de sus apariciones, de la turbación, que causan en las poblaciones, y en las campañas: de la muerte que dan a las personas, chupándoles la sangre, o haciéndoles señal para que los sigan: [288] que todo esto no es más que ilusión, y efecto de una impresión fuerte en la imaginativa. Ni se puede citar algún testigo juicioso, serio, y no preocupado, que testifique haber visto, tocado, interrogado, examinado de sangre fría estos Revinientes, y pueda asegurar la realidad de su regreso, y de los efectos que se le atribuyen.» 
Confirma fuertemente este dictamen una Carta que el P. Calmet dice haber recibido del R.P. Sliwiski, Visitador de la Provincia de los PP. de la Misión de Polonia; en la cual, después de decirle que en Polonia está la gente tan persuadida de la existencia de los Vampiros, que casi mirarían como herejes los que no lo creen, y hay muchos hechos, que se admiten como incontestables, citando por ellos una infinidad de testigos, prosigue así: «Pero yo tomé el trabajo de ir a las fuentes, y examinar los que se citaban por testigos oculares, y ví que no hubo persona, que osase afirmar haber visto los hechos de que se trataba, y que todo ello no era más que delirios, y imaginaciónes causadas por el miedo, y relaciones falsas». Y después de citar el P. Calmet las cláusulas, que acabo de copiar de la Carta del Misionero Polaco, concluye de este modo: Así me escribe este sabio, y Religioso Sacerdote. 
No será fuera de propósito añadir, que habiéndose esparcido pocos años há en la Francia la fama de los Vampiros, el Rey Cristianísimo, deseoso de apurar la verdad, ordenó al Duque de Richelieu, su Embajador en la Corte de Viena, que se informase de lo que había en la materia. El Duque, después de preguntar a varias personas, respondió que era ciertísimo lo que se refería de los Revinientes de Hungría. Esta respuesta no logró la aprobación de los muchos, y juiciosos Críticos, que hay en París; por lo cual, el Soberano envió nuevo orden, y más apretado al Embajador, que hiciese nuevas, y más exactas diligencias para asegurarse de la realidad. Hízolas, y de ellas resultó, que su segundo informe al [289] Cristianísimo fue muy distinto del primero, coincidiendo aquél con lo que al Padre Calmet escribió el Misionero Polaco. 
Así el P. Calmet, como el Misionero, atribuyen la vana creencia del Vampirismo únicamente a la alterada imaginativa de aquellas gentes. Pero yo estoy persuadido a que se debe agregar a éste otro principio, o concausa, que no tiene menos parte, acaso tiene más que aquél en el fenómeno. Quiero decir, que este error no es sólo efecto de la ilusión, mas también del embuste. No sólo interviene en él engaño pasivo, mas también activo. Hay, no sólo engañados, mas también engañadores. Convengo en que hay en aquellas Regiones, adonde se bate la especie del Vampirismo, muchos mentecatos, a quienes ya un terror pánico, ya cierta conturbación de la imaginativa representan la existencia de los Vampiros. Pero creo que hay también en igual, y mayor cantidad embusteros, que, sin creer que hay Vampiros, cuentan mil casos de Vampiros, diciendo que los oyeron, o vieron, y arman sucesos fabulosos, revestidos de todas las circunstancias que a ellos se les antoja. 
Ya en otras partes he advertido, que, siendo tan común la inclinación de los hombres a la mentira, que dio motivo al Santo Rey David para proferir la sentencia de que todo hombre es mentiroso: Omnis homo mendax, esa inclinación es mucho más fuerte, respecto de aquellas mentiras en que se fingen cosas prodigiosas, y preternaturales; porque hay en esas narraciones cierto deleite, que incita a la ficción, más que en las comunes, y regulares. Aun sujetos, que en éstas son bastantemente veraces, ya por el placer de ser oídos de los circunstantes con una especie de admiración, y asombro, ya por la vanidad de que en alguna manera los particulariza, y eleva sobre los demás, haberlos el Cielo escogido para testigos de cosas, que están fuera del curso regular de la naturaleza, caen en la tentación de mentir en éstas, aunque veraces en las de la clase común, y trivial. [290]. 
¿De qué otro principio sino de éste vienen tantos milagros supuestos, tantas posesiones diabólicas, tantas hechicerías, tantas visiones de Espectros, tantas apariciones de difuntos? En todas estas apariciones hay algo de realidad; pero mucho más de ficción. Hay milagros verdaderos; pero mucho mayor el número de los imaginados, o fingidos. Hay posesiones verdaderas; mas para un endemoniado, o endemoniada, que realmente lo es, hay ciento, y aun muchas más, que mienten serlo. Hay hechiceras, hay apariciones de difuntos, &c. Pero todo lo que hay es muchísimo menos, es casi nada en comparación de lo que se miente. 
Y no puedo asegurar que Dios una, u otra vez no haya permitido al demonio tomar la apariencia de algún difunto, para hacer las travesuras, que se cuentan de los Vampiros. ¿Quién puede apurar los rumbos, y fines por qué obra esto, o aquello la Providencia? Pero aseguraré, que las cosas, que se cuentan de los Vampiros, repugnan al concepto que de la Benignidad, Majestad, y Sabiduría Divina nos inspiran las Sagradas Letras, los Santos Padres, los hombres más doctos, y de mejor juicio, que tiene la Iglesia. Así todo lo que puedo tolerar es, que haya habido uno, u otro Vampiro, o diablo, que haya representado serlo. La multitud de ellos, que se refiere, es fábula, o mera imaginación. Los más Vampiros habrán sido pícaros, y pícaras, que, con el terror que infunden a las gentes, abren paso libre a sus maldades; que es asimismo el principio de donde vino la multitud de Duendes. Habrán sido también Vampiros ratones, y gatos, que travesean de noche: habranlo sido otras bestias, que por algún accidente se inquietan: habranlo sido ondadas de viento, que golpean puertas, o ventanas mal ajustadas: habránlo sido otras cien mil cosas, que, siendo muy del mundo en que vivimos, a gente tímida, y de ninguna reflexión representan ser cosas del otro mundo. 
Entre estos aterrados con esas vanas imaginaciones [291] habrá algunos, a quienes el continuo vapor vaya debilitando, y consumiendo, hasta hacerlos enfermar, y morir, y éstos serán aquellos de quienes se dice que los Vampiros les chupan la sangre. Tal vez el Vampiro, que se sienta a la mesa donde hay convite, será un tunante, que, sabiendo las simplezas de aquella gente, en el arbitrio de fingirse Vampiro, halla un medio admirable para meter gorra. Lo de que no come, ni bebe es mentira: que se forja después para defenderse de los que se burlan de su sandez en dejarse engañar del tunante. Finalmente, se puede dar por cierto que de fatuidades, y embustes se compone todo el rumor, que se ha esparcido de Vampiros, Brucolacos, y Excomulgados. 
Por consiguiente, también se debe creer, que dos géneros de gentes fueron testigos en las Informaciones jurídicas, que se hicieron sobre aquellas aparentes reviscencias; esto es, fatuos, y embusteros: a que se llegaría la poca advertencia, o sagacidad de los Jueces, como por los mismos principios se ha hallado ser falso mucho de lo que por testificaciones auténticas se creyó en otras materias. A mí se me envió de Navarra, copiada puntualmente, la Información legal del prodigio de la niña de Arellano, creído por tanto en todo aquel Reino. Yo, a cien leguas de distancia, olí la trampa, y en qué consistía la trampa; y por las reglas que dí para hacer más seguro examen, se halló ser el prodigio fábrica de dos embusteras, una de las cuales era la misma niña. ¡Cuántas Informaciones jurídicas de milagros se hicieron, que después, a más rigurosa prueba, flaquearon! De algunas puedo hablar con certeza. Una me fió cierto Señor Obispo, que había hecho su Provisor, hombre bueno, y docto, pero sencillo; y bien examinada, le hice ver a S. Illma. cómo en ella misma por tres circunstancias se hacía palpable en parte la falsedad, en parte la alucinación, de los testigos. Si las pruebas de los milagros se hiciesen con el rigor que en Roma para las Canonizaciones, ninguna crítica tendría que morder en ellas. [292] 
Finalmente debo repetir aquí, como necesaria su memoria en el asunto presente, la advertencia que ya hice en otra parte de mis Escritos, que las prevaricaciones de la imaginativa, respectivas a objetos, que causan terror, y espanto, son sumamente contagiosas. Un iluso hace cuatro ilusos, cuatro veinte, veinte ciento: y así, empezando el error por un individuo, en muy corto tiempo ocupa todo un territorio: Viresque acquirit eundo. Esto sucedió, sin duda, en la especie de los Vampiros; y lo que sucedió, o sucede hoy en Hungría, Moravia, Silesia, &c. en orden a los Vampiros, es lo mismo que en otros parajes, y en otros tiempos sucedió en orden a hechiceros, y brujas. En algunas partes de Alemania hubo algún tiempo inundaciones de brujas, que ya parece se han desaparecido. En el Ducado de Lórena sucedió lo mismo. Nicolás Remigio, que escribió el Malleus Maleficorum, llenó el mundo de historias de brujerías, y hechicerías de aquel País. El Padre Calmet, que en el nació, y habitó, o habita aún, si vive, dice en el Prólogo de su Disertación sobre los Vampiros, que hoy ya no se oye, ni habla una palabra en Lorena de brujas, ni hechiceros. Más, o menos, la misma variación se ha notado en otras tierras. ¿De qué dependió ésta? De ser más reflexivos en este siglo los que componen los Tribunales, que en los pasados. 
Hubo en los tiempos, y territorios, en que reinó esta plaga, mucha credulidad en los que recibían las Informaciones: mucha necedad en los delatores, y testigos: mucha fatuidad en los mismos que eran tratados como delincuentes: los delatores, y testigos eran, por lo común, gente rústica; entre la cual, como se ve en todas partes, es comunísimo atribuir a hechicería mil cosas, que en ninguna manera exceden las facultades de la Naturaleza, o del Arte. El nimio ardor de los procedimientos, y frecuencia de los suplicios trastornaban el seso de muchos miserables, de modo, que luego que se veían acusados, buenamente creían que eran brujos, o hechiceros [293], y creían, y confesaban los hechos que les eran imputados, aunque enteramente falsos. Este es efecto natural del demasiado terror, que desquicia el cerebro de ánimos muy apocados. Algunos Jueces eran poco menos crédulos que los delatores, y los delatados. Y si fuesen del mismo carácter los de hoy, hoy habría tantos hechiceros como en otros tiempos. 
Estoy firme en el juicio de que las mismas causas han concurrido en la especie de los Vampiros. Algún embustero inventó esa patraña: otros le siguieron, y la esparcieron. Esparcida, inspiró un gran terror a las gentes. Aterrados los ánimos, no pensaban en otra cosa, sino en si venía algún Vampiro a chuparles la sangre, o torcerles el pescuezo; y puestos en ese estado, cualquiera estrépito nocturno, cualquiera indisposición, que les sobreviniese, atribuían a la malignidad de algún Vampiro. Supongo que algunos, y no pocos, advertidamente inventaban, y referían historias de Vampiros, dándose por testigos oculares de los hechos. Infectada de esta epidemia toda una Provincia, ¿cómo podían faltar materiales para muchas Informaciones jurídicas? Así pues, vuelve Feijoo sobre las malas pasadas que la imaginativa desatada por el miedo puede jugar a los seres humanos.  El texto completo puede leerse aquí.

miércoles, 2 de abril de 2014

Centro Internacional de Estudios sobre Romanticismo Hispánico "Ermanno Caldera"


Camino de Verona, dispuestos a participar en el XII Congreso del Centro Internacional de Estudios sobre Romanticismo Hispánico «Ermanno Caldera». La primera vez acudí invitada por el maestro, que había leído un primerizo estudio mío sobre Don Álvaro o la fuerza del sino, fundado en una edición suya. Dos veces fui a Nápoles y ahora vuelvo para hablar sobre la linterna mágica, un dispositivo óptico de enorme relieve en la prensa periódica del Romanticismo. Ese antiguo y camaleónico artefacto, anterior al panorama y que, sin embargo, supo adaptarse hasta convivir con el nuevo invento cinematográfico.
          Me reencontraré con viejos colegas y aprovecharé para disfrutar de la hospitalidad italiana. Como siempre echaremos de menos al profesor Caldera y recordaremos su vitalidad, su experiencia y sabiduría. Un maestro de la vida y de las letras. Brindo por él.