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sábado, 17 de mayo de 2014

La agonía del Tenorio

         Desde El Burlador de Sevilla —sea de Tirso de Molina o de Andrés de Claramonte— al Don Juan Tenorio de Zorrilla, el vencimiento del plazo que otorga al seductor la divinidad se ha convertido en un motivo dramático fundamental, si bien la agonía cobra en unas obras mayor dimensión y complejidad textual que en otras.
Parece claro que en la versión barroca el proceso agónico es muy breve. Se inicia en el momento en que Don Gonzalo tiende la mano al seductor y este le responde:
D. Juan        ¡Que me abraso! ¡No me abrases
                     con tu fuego!                 
Advertido por Don Gonzalo de que ese fuego es el castigo que Dios le impone por sus culpas: «Ésta es justicia de Dios: "quien tal hace, que tal pague"», el burlador ruega de nuevo:

D. Juan       ¡Que me abraso, no me aprietes! 
                    Con la daga he de matarte.
                    Mas, ¡ay, que me canso en vano
                    de tirar golpes al aire!
Don Gonzalo no se ablanda y Don Juan pide entonces confesión, pero don Gonzalo rechaza tal posibilidad: «No hay lugar: ya acuerdas tarde». Y efectivamente, poco puede durar ya la lucha:

D. Juan       ¡Que me quemo! ¡Que me abraso!
                    ¡Muerto soy!
         Y efectivamente, la acotación indica que Don Juan «cae muerto».
Bastante más larga es la agonía que sufre el protagonista de El Estudiante de Salamanca, «segundo Don Juan Tenorio», en el que, sin duda, también se inspirará Zorrilla, como puede comprobarse a partir de la presencia de varios motivos que luego reaparecerán en la obra del vallisoletano. Cuando dirigen sus pasos hacia la muerte, ambos protagonistas acaban de matar a un rival en un desafío y ambos tienen un encuentro que los avisa de su próxima muerte. Félix de Montemar se encuentra con la figura de una mujer misteriosa, a la que sigue por un espacio fantástico, que se abre después de que Don Félix «se adelanta / por la calle fatal del Ataúd». Siguiendo a la devota tapada, descubre la imagen de Jesús alumbrada por una lamparilla, ante la que el impío no duda en blasfemar, a pesar de que «La calle parece se mueve y camina, / faltarle la tierra sintió bajo el pie». Su arrogancia lo mismo que ocurrirá en el don Juan de Zorrilla le hace pensar que lo vivido es efecto del vino, del «néctar jerezano» y así insiste en importunar por segunda vez a la dama. Es entonces cuando esta comienza sus rosario de advertencias:  «—Hay riesgo en seguirme». «—Quizá luego os pese». «—Ofendéis al cielo». Y, por fin, en el verso 230 «—¡Vuestra última hora quizá esta será!...», seguida de una nueva advertencia, en la que Don Félix advierte que la dama lo conoce: «Dejad ya, don Félix, delirios mundanos.». Pero Don Felix no se arredra y le pide trocar los sermones por conversaciones de «amores» y declara una vez más que sólo le interesa el presente y los goces. Cuando la dama, resignada, exclama «—¡Cúmplase en fin tu voluntad, Dios mío!—», inicia, seguida de Montemar, un recorrido por «tristes calles, / plazas solitarias,», donde una «maldecida bruja / con ronca voz canta, y de los sepulcros  /los muertos levanta» (vv.258-261). Don Félix empieza a sentirse perdido, parece recorrer otra ciudad, «y ve fantásticas torres» (v.284) que se arrancan de su pedestal, y los espectros inician danzas macabras. La danza de los fantasmas es de nuevo considerada como efecto «del málaga» que bebió y lejos de atemorizarse se burla del silencio de  la blanca visión que se detiene para dejar pasar  unos «enlutados bultos», que traen em medio un féretro con dos cadáveres. A pesar de reconocer en ellos a Diego de Pastrana y a sí mismo, Montemar insiste en creerlo «ilusión de los sentidos». Una nueva blasfemia y Don Félix vuelve de nuevo a su conversación con la dama a quien urge a indicarle donde vive, dado que es tarde, a lo que esta responde: «—Tarde, aún no; de aquí a una hora lo será.» (vv. 460-461). Y unos versos más adelante:
—Cada paso que avanzáis              
lo adelantáis a la muerte,              
don Félix. ¿Y no tembláis,      470          
y el corazón no os advierte              
que a la muerte camináis?
       Montemar responde con una nueva blasfemia y cuando anima a la visión a continuar el camino, esta se detiene ante una puerta. La altivez del protagonista, convertido ahora en  «un Segundo Lucifer» que se atreve a pedir cuentas a Dios. Montemar se adentra por un muro que lo conduce a otro mundo, pero su agonía comienza cuando la misteriosa dama del «blanco velo» (v. 810)


al fiero Montemar tendió una mano,


y era su tacto de crispante hielo,


y resistirlo audaz intentó en vano:



   galvánica, cruel, nerviosa y fría,


histérica y horrible sensación,


oda la sangre coagulada envía


agolpada y helada al corazón... (v. 817).
Don Juan Tenorio. BVMC

        Finalmente, en el caso de del Don Juan de Zorrilla su agonía parecen comenzar con estas palabras:

D. Juan       Pavor jamás conocido   
                   el alma fiera me asalta,   
                   y aunque el valor no me falta,   
                   me va faltando el sentido.
Al menos eso es lo que interpreta el Comendador:
Estatua          Eso es, don Juan, que se va    
                   concluyendo tu existencia,    
                   y el plazo de tu sentencia    
                   fatal ha llegado ya.
         De modo que los versos que siguen a continuación no pueden concluir sino en la muerte. La agonía que padece este Don Juan es mucho más breve y difiere notablemente de la sufrida por Montemar, tanto cuanto más diferencias tendrá la solución final de ambas.

martes, 10 de diciembre de 2013

Tres genios del Romanticismo español (III). Zorrilla

        «Zorrilla es otro de los corifeos del romanticismo, y el más fecundo de todos», asegura Juan Valera. «Poeta de más imaginación que sentimiento y gusto, es incorrecto y descuidado a veces, y a veces elegante, como por instinto. Florido, pomposo, arrebatado, sublime, vulgar, enérgico y conciso, desleído y verboso, todo lo es sucesivamente, según la cuerda que toca; pero siempre simpático y nuevo, siempre popular y leído con placer y aplaudido y querido con frenesí de los españoles»
         «Las mismas composiciones de Zorrilla, en que la inspiración desfallece, en que apenas sabe el poeta lo que quiere decir, o en que no dice nada sino palabras huecas, tienen tal encanto de armonía y de gracia para los oídos de los españoles, que nos complacemos en oírlas, y las repetimos embelesados sin meternos a averiguar lo que significan y aun sin suponer que signifiquen algo. El amor de la patria, sus pasadas glorias, sus tradiciones más bellas y fantásticas, y las guerras, desafíos, fiestas y empresas amorosas de moros y cristianos; todo, vaga y confusamente, se agolpa en nuestra imaginación cuando leemos los romances, leyendas y dramas de Zorrilla: y todo concurre a dar a su nombre una aureola de gloria, que no se ofuscará nunca, aunque la fría razón analice y ponga a la vista mil faltas y lunares»
         Precisamente una de las faltas que señala Valera en la composición de su protagonistas es la siguiente: «Para dar una idea tremenda de don Juan Tenorio le hace apostar en una taberna, como un truhán fanfarrón, que matará a setenta u ochenta hombres, y que seducirá a cien o doscientas mujeres en un año. De esta laya de idealizadores son aquellos rabinos, que, para ensalzar a Dios, le dan no sé cuantas leguas de corpulencia; como si lo infinito cupiese en el tiempo y en el espacio, y se redujese a número y medida».  
        En cambio entre los aciertos está el de su conversión: «En el D. Juan Tenorio de Zorrilla, hay la misma tramoya imitada del D. Juan de Marana de Dumas, que la tomó del Fausto de Goethe. Ello es que esto de convertir a una bonita y nada desdeñosa muchacha en escala de Jacob para subir al cielo, ha de parecer, por fuerza, mucho más agradable que los medios que antiguamente nos daban de mortificar la carne con ayunos y penitencias, y de estar siempre en conversación interior».
          Conviene recordar que, a pesar de todos estos defectos, lo espectacular sería uno de los más interesantes atractivos de este drama religioso-fantástico y que precisamente las apariencias, y toda la tramoya propia del teatro de magia, lo mismo que las proyecciones de fantasmagorías, tan del gusto del público del XIX, debieron pesar en el gusto del público y en el creciente favor que fue adquieriendo la obra con el paso de los años.
Ilustración de la edición de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes