Translate

miércoles, 8 de agosto de 2012

Schelling y el entusiasmo artístico

En La relación del arte con la naturaleza Schelling ve en la misma naturaleza una fuerza creadora que la esencia activa que da principio al arte, un genio creador que es esencial para que el artista pueda crear belleza:

  «el pájaro que, ebrio de música, se supera a sí mismo en tonos plenos de alma; la minúscula criatura que, dotada con el espíritu del artista, sin ejercicio ni educación construye livianas arquitecturas ... todos son impulsados por un espíritu ultrapoderoso que brilla en aislados relámpagos del conocimiento, pero que en ninguna parte reluce, como el sol verdadero, sino en el hombre.Esta esencia activa es, en la naturaleza y en el arte, el vínculo entre el concepto y la forma, entre el cuerpo y el alma. A cada cosa corresponde un concepto eterno que está bosquejado en el entendimiento ilimitado.Pero, ¿cómo pasa este concepto a la realidad y se hace cuerpo? Sólo por la ciencia creadora, que está tan necesariamente unida al entendimiento ilimitado como en el artista la esencia (que comprende la idea de una belleza intangible) con aquello que la representa sensibilizada. Es dignode llamarse felíz, y sobre todo digno de alabanza, aquel artista a quien losdioses agraciaron con este genio creador; y nos parecerá excelente unaobra de arte en la medida en que se nos muestre en ella esta fuerza no falseada del poder creador y la actividad de la naturaleza, como en círculo.
Desde hace largo tiempo -añade- se ha reconocido que en el arte no todo se hace con consciencia; que a la actividad consciente debe unirse una fuerza inconsciente, y que la unión perfecta y la correspondiente compenetración de ambas produce lo más excelso del arte. Las obras donde falta este sello de la ciencia inconsciente adolecen de la falta de una vida propia e independiente de su realizador; y, al contrario, allí donde se manifiesta, el arte comunica a sus obras, al mismo tiempo que una perfecta claridad para el entendimiento, esa realidad insondeable que las hace semejantes a las obras de la naturaleza».

Más adelante sostiene que «El arte debe únicamente su nacimiento a una viva conmoción de los poderes más profundos del alma, que llamamos entusiasmo».

Desrealización del espacio y utopía de libertad en «El Hechicero»

Por lo que se refiere a la configuración del espacio, El Hechicero -del que Valera había leído una versión recogida en Lo que contó la abuela, de la condesa de Thun[1]- es un ejemplo de literatura fantástica[2]. Efectivamente, aunque al principio la configuración del espacio responde a una estética realista, aunque idealizada, má adelante el relato discurre por un ámbito que aunque en su funcionamiento físico es común al del lector, va a ser escenario de fenómenos extraordinarios a las leyes de dicho mundo[3].
            Al inicio del cuento, el espacio parece constituirse en un universo abierto, casi ilimitado:

                        Desde la ventana del centro, que estaba sobre la puerta y en la mejor sala, ambos se extasiaron al contemplar la magnífica vista. Allí se oteaban ríos y arroyos, risueñas llanuras, cortijos y aldeas distantes, y, como límite más remoto, montañas azules, cuyos picos se dibujaba o se esfumaban en el más nítido azul del aire, diáfano, sin nubes y dorado entonces por el sol. En torno se veían, como mar de verdura, las apiñadas copas de los árboles que circundaban el castillo, y no muy lejos, a la salida del bosque, la pequeña alquería de Silveria[4].

Un medio geográfico que parece identificarse más con esas utopías donde no existen leyes ni instituciones que alienten o castiguen las decisiones o actos de sus habitantes[5], lo que cuadra perfectamente al carácter de Silveria -cuyo nombre nos invita a considerarla como un ser libre- y al desarrollo psicológico del cuento. Este es el espacio apropiado para que la protagonista desarrolle su personalidad en un continuo ejercicio de su libre albedrío[6].
            Como puede verse en este fragmento, donde se cruzan las focalizaciones del narrador y la de los personajes, el paisaje aparece idealizado y responde al tópico del locus amoenus. Por otra parte, la descripción del mismo contiene elementos que lo relacionan con el de Andalucía, impresión que se confirma cuando se lee un poco más adelante que Ricardo invita a Silveria a beber «vino dulce moscatel» y que la chica cenó con su familia en Nochebuena «sopa de almendras, besugo, potaje de lentejas...»[7] y otros alimentos que tan frecuentemente cita el autor al tratar de la cocina de esta región[8].
            No obstante, al principio de la narración, el espacio se nos presenta más desdibujado, menos «localizado» geográficamente, como se constata al leer la descripción con que se inaugura el cuento, una descripción del castillo donde se supone que ha vivido el Hechicero:

                        El castillo estaba en la cumbre del cerro, y aunque en lo exterior parecía semiarruinado, se decía que en lo interior tenía aún muy elegante y cómoda vivienda, si bien poco espaciosa.
                        Nadie se atrevía a vivir allí, sin duda por el terror que causaba lo que del castillo se refería[9].

            El castillo representa pues el miedo a lo desconocido y, como se señala un poco más adelante, a ello contribuye una orografía desafiante:

                        Con tan perversa fama, que persistía y se dilataba, en época en que eran los hombres más crédulos que hoy, nadie osaba habitar en el castillo. En torno de él reinaban soledad y desierto.
                        A su espalda estaba la serranía, con hondos valles, retorcidas cañadas y angostos desfiladeros, y con varios altos montes, cubiertos de densa arboleda, delante de los cuales el cerro del castillo parecía estar como en avanzadas[10].

            Luego, a medida que avanza la narración, el espacio donde se ubica el castillo se va cubriendo de un velo mágico:

                        Delante del castillo había un ancho estanque de agua limpia y pura, porque el abundante arroyo que regaba la huerta, entrando y saliendo, renovaba el agua de continuo. En aquel estanque el castillo se miraba con gusto como en un espejo.
                        Iluminando fantásticamente su fondo y prestándole apariencias de profundidad infinita, se retrataba también en él la divina amplitud de los cielos[11].

            Una vez más descubrimos que los juegos de luces y sombras constituyen el componente esencial del paisaje fantástico. Es precisamente la iluminación la que otorga el carácter extraordinario al paraje, al proyectar el reflejo del castillo como una imagen sin límites. Después el bosque en el que la protagonista termina por internarse, al huir del poeta Ricardo, se describe con una técnica similar, hasta el punto de que en su despechada carrera, Silveria parece adentrarse en un laberinto, donde al caer la noche, tiene un sueño en que la Naturaleza le revela sus misterios, ofreciéndole el saber necesario para alcanzar la madurez.
 
            En realidad, puede afirmarse que muchos de los lugares en que se desenvuelven los personajes de estos cuentos no son lo que parecen. De hecho, el autor recurre a dos procedimientos para lograr su objetivo: por una parte, los lugares que en principio parecen más concretos, se desdibujan, aparecen, en ocasiones, desrealizados; por otra, aquellos que se presentan al principio de modo más impreciso, adquieren características que lo asimilan a espacios geográficos concretos.
            Es esto último lo que sucede en La muñequita. Al principio de este cuento, la indeterminación es casi absoluta: «una gran ciudad, capital de un reino, cuyo nombre no importa saber (...)» ; pero enseguida adquiere, ocasionalmente, atributos propios de la geografía andaluza.
            Contrariamente a lo que sucede en la mayoría de los cuentas de Valera, en El Hechicero no predomina el paisaje urbano, sino que el ámbito en el que se inserta el personaje constituye un universo abierto, que se acerca más a esas utopías donde no existen leyes ni instituciones que vigilen continuamente a los habitantes; de manera que el protagonista puede dar rienda suelta a sus pasiones sin nadie que reconvenga, aliente o castigue sus decisiones o actos. En este sentido puede decirse que la desrealización del espacio, y su configuración como utopía, lo convierte en un espacio de libertad



     [1] Cf., José F. Montesinos, Valera o la ficción libre, p. 65; y Margarita Almela, La cultura como principio organizador del realismo de la narrativa de Don Juan Valera, p. 99.
     [2] En opinión de Montesinos, este cuento se acerca a los cuentos semi-fantásticos del francés Nodier, porque los acontecimientos maravillosos encuentran una explicación verosímil. Cf., Valera o la ficción libre, pp. 65-66.
                Lo cierto es que Valera conocía a Carlos Nodier, a quien cita como autor de Fée aux miettes y seguidor del estilo de Hoffmann en sus cuentos. Cf., "Apuntes sobre el nuevo arte de escribir novelas", en O. J. V., II, pp. 616-704.
     [3] Cf., Antonio Risco, Literatura fantástica de lengua española. Teoría y aplicaciones, p. 140.
                Edelweis Serra, por su parte, prefiere no hablar de maravilloso y de fantástico, sino que en su estudio del cuento fantástico distingue dos categorías, en la primera conviven dos órdenes distintos, uno ordinario y otro extraordinario, de forma problemática para los protagonistas de la narración; en la segunda, sólo existe la presencia de lo extraordinario que se vive de modo no problemático. Cf., Tipología del cuento literario. Textos hispanoamericanos, pp. 105-107.
                De todas formas, es evidente que ambas categorías se corresponden con las que propone Antonio Risco, de fantástico y maravilloso, respectivamente.
     [4]O. J. V., I, p. 1092.
     [5]"De la naturaleza y carácter de la novela", en O. J. V., II, p. 191.
     [6]En opinión de Valera, el ejercicio del libre albedrío es uno de los mayores placeres espirituales que el poeta puede ofrecer. Cf., Ibídem.
     [7]O. J. V., I, p. 1092, 1094.
     [8]Además de las referencias en novelas y cartas, recordemos su artículo La cordobesa, en O. J. V.
                Sobre la visión de Andalucía podemos consultar:

                DeCoster, C., "Valera and Andalusia", en Hispanic Review, XXIX, (1961), pp. 200-216.
                Muñoz Rojas, J. A., "Notas sobre la Andalucía de Don Juan Valera" en Papeles de Son Armadans, III, (1956), pp. 9-22.
                Porlán, R., La Andalucía de Valera, Secretariado de la Universidad de Sevilla, Sevilla, 1980.

     [9]O. J. V., I, p. 1089.
     [10]Ibídem.
     [11]Ídem, p. 1091.

Silveria, protagonista de Juan Valera, símbolo del libre albedrío


Como he manifestado en otras ocasiones, el cuento de El Hechicero es al mismo tiempo de una sencillez y una complejidad que no pasó desapercibida para sus coetáneos y es que Juan Valera pudo cifrar en Silveria el espectáculo del libre albedrío, según él, el mayor reto para la creación estética. Su nombre, Silveria, alude a su carácter silvestre, espontáneo, natural, un ser que ha crecido libre, sin ningún tipo de freno, pero también sin conocer el mal o el miedo.

Ilustración de María Simó, para El pájaro verde y otros cuentos. Adaptación de Federico Villalobos. Consejería de Educación de la Junta de Andalucía, Málaga, 2010.
         Aunque no son muchos los retratos detallados de sus protagonistas, lo cierto es que a Valera le gusta plasmar el  desarrollo de la hermosura femenina y así nos ofrece algunos detalles de las protagonistas cuando aún son niñas. De Calitea, la protagonista de La buena fama nos informa el narrador que ––haciendo honor a su nombre–– era «una hermosa niña, ojinegra y morena», para más adelante afirmar que a los veinte años resplandecía «con todos los hechizos de la salud y de la mocedad virgínea»[1].
            También del físico infantil de Silveria se nos dan algunas notas, como las que sirven para retratarla a sus once años:

                        Bien puede asegurarse, sin exageración alguna, que Silveria era una joya, un primor de muchacha. Se había criado al aire libre; pero ni los ardores del sol ni las otras inclemencias del cielo habían podido ofender nunca la delicadeza de su lozana y aún infantil hermosura. Como por encanto, se mantenía limpia y espléndida la sonrosada blancura de su tez. Sus ojos eran azules, como el cielo, y sus cabellos, dorados, como las espigas en agosto[2].

            Es interesante destacar que incluso las niñas tienen cierto atractivo, pero la descripción es sólo un punto de partida para dar rienda suelta al erotismo de la belleza juvenil. Efectivamente, Silveria, a los dieciséis años, se ha convertido en una adolescente fascinadora:

            Creció hasta ser casi tan alta como su padre; su cabeza parecía, en proporción del resto del cuerpo, más pequeñita y mejor plantada sobre el gracioso cuello, cuyo elegante contorno quedaba descubierto por la cabellera rubia, no caída ya en trenzas sobre la espalda, sino recogida en rodete; los ricillos ensortijados, que flotaban sueltos por detrás, hacían el cuello más lindo aún, como si vertiesen, sobre apretada leche teñida con fresas, lluvia de oro en hilos y de canela en polvo; la majestad gallarda de su ademán y de sus pasos indicaba la salud y el brío de sus miembros todos; la armonía divina de sus formas se revelaba al través de la ceñida vestidura, y, agitándose su firme pecho, se levantaba en curva suave.
                        En resolución: Silveria era ya una hermosísima mujer; pero tan inocente y pura como cuando niña[3].

            En medio de tanta sensualidad se descubren muchas expresiones de la lírica del Siglo de Oro, quizás porque Silveria se nos presenta casi como una ninfa. Además, el narrador se detiene complacidamente en el cuello, las formas y en el pecho de la heroína, así como en la sensualidad de los rizos agitados por el viento: la belleza es fundamental en toda intriga amorosa. En cualquir caso, como a Valera no le interesa construir relatos morales o ejemplares, el narrador no suele hacer una extensa caracterización moral directa, sino que tiende a aludir, mediante breves pinceladas, los rasgos más sobresalientes de la psicología de los mismos. Así de la protagonista de La muñequita se destaca mediante un epíteto cliché que era «cándida como una paloma» y que poseía una «inocencia angelical», rasgo que comparte con la protagonista de El Hechicero.
        Otro rasgo en el que suelen coincidir varias protagonistas de sus cuentos es en su independencia, que en el caso de Silveria, de El Hechicero, el narrador nos explica por extenso: 

            La madre, por dulce apatía y debilidad de carácter, le dejaba hacer cuanto se le antojaba; y el padre, que era imperioso, como idolatraba a su hija y se enorgullecía de que se le pareciese en lo resuelta y determinada y en la valerosa decisión con que ella procuraba siempre lograr su gusto y cumplir su real voluntad, lejos de refrenarla, solía, sin premeditar ni reflexionar, darle alas y aliento para todo. Así es que cuando el padre se iba, y se iba a menudo, ya de caza, ya a otras excursiones, se diría que por estimación tácita transmitía a la chica todo su imperio. Parecía, pues Silveria una pequeña reina absoluta, una emperatriz disfrazada de zagala. Por fortuna, era tan generoso y noble el temple natural de su ánimo, que ni su absolutismo menoscababa el cariño y el respeto que a su madre tenía, ni la amplia libertad de que gozaba le valía nunca para propósito que no fuese bueno


El narrador trata también de plasmar la evolución sicológica de la protagonista y no muestra, a través de una especie de ensoñación, el ingenuo intento de Silveria de comprender, desde su condición infantil, el oficio poético del joven Ricardo:
            (...) su pensamiento iba de prisa y volaba al cavilar, imaginando cosas hermosamente confusas, ya que ella no atinaba entonces a expresarlas con palabras, ni podía siquiera ordenarlas en su cabeza para percibirlas mejor. Solo vagamente discurriendo ella en cierta penumbra intelectual, notaba que las ficciones de poeta no eran mero remedo de lo que todos vemos y oímos, sino que penetraban en su honda significación, revelando no poco de lo invisible y haciendo patentes mil tesoros que esconde la Naturaleza en su seno. ¿Pero quién le daba la cifra para interpretar el sentido encubierto de lo que dicen los seres? ¿De qué habla el viento cuando susurra entre las hojas? ¿Qué murmura el arroyo? ¿Qué cuenta, qué declaran los astros cuando nos iluminan con su luz? De seguro había de haber un ángel, un duende, un genio, un espíritu familiar que nos acudiese en todo esto. Ricardo debía de estar en relación con él, había de saber evocaciones a que él obedeciese, conjuros que le sujetasen a su mandato[4].

            En esta ocasión se combina en el discurso disperso del personaje, el estilo indirecto, el directo y el indirecto libre y es que, el análisis psicológico sus personajes femeninos pretende ser profundo[5], incluso en sus cuentos, aun cuando parezca interesarse sólo por desentrañar la actitud, el comportamiento y las motivaciones de los mismos exclusivamente en el terreno amoroso. En realidad, Valera parece querer decirnos que el amor es lo fundamental en la vida y que el trance amoroso puede iluminar con claridad la verdadera dimensión de la persona[6]. Y es que, a sus sesenta años confesaba a su sobrino José Alcalá Galiano:

            (...) todavía persisto en creer que el precio más alto de la vida, su objeto, su todo, es el amor. En un abrazo de la mujer querida está el cielo. Lo demás no vale un pitoche[7].

               Por otra parte, dado que  la preocupación de Valera por la conducta de sus personajes atiende más a cuestiones de amplio interés psicológico que a inquietudes estrictamente morales, es precisamente esta motivación psicológica la que le lleva a construir sus personajes no tanto a partir de la caracterización directa ofrecida por el narrador como a través del comentario de las acciones y reacciones ––realizado por otro personaje––, así como de las palabras de los propios protagonistas, reproducidas en discursos orales o incorporadas en epístolas.
            De este modo sus personajes son más problemáticos, más complejos, de los pueden encontrarse en los cuentos de algunos autores decimonónicos como, por ejemplo, Alarcón, para quien lo importante no es tanto la psicología del personaje como su conducta: no le interesa observar los matices o la evolución interior de un personaje sino centrarse en los momentos de la transgresión, sin atender especialmente a los móviles que lo indujeron a observar el cambio de comportamiento. Por eso, a menudo, en sus relatos no tenemos otro dato de sus protagonistas que el reflejo que puede observarse en sus fisonomías.
              Silveria, por el contrario, responde al ideal que Valera busca en sus personajes femeninos y, a sus dieciséis años, cuando se reencuentra con el poeta Ricardo, es ya una muchacha que sabe lo que quiere y que tiene la fuerza de voluntad necesaria para luchar por que se cumplan sus deseos. Al contrario que Ricardo, Silveria no se encierra en su desdicha, sino que pone en juego todos sus resortes para salvarse y rescatar del ensimismamiento a su amado. Y es, lógicamente, ese arrebato avasallador, esa valentía para vencer los obstáculos, para salir del laberinto, en el que simbólicamente ha penetrado, lo que la realza ante Ricardo; por eso, es ella la que consigue hacer realidad el amor entre ambos. Silveria es, así, la fuerza arrolladora del sentimiento amoroso, pero, sobre todo, es la fuerza de la vida; y frente a las jóvenes soñadoras, Silveria es sumamente práctica, aunque no por ello insensible; en realidad puede decirse que Silveria es la mujer activa que no desdeña la contemplación.

         Otras interpretaciones sobre este personaje pueden verse en «El hechicero: una metáfora mágica de la creación poética».




    [1] Obras de Juan Valera [O. J. V], I, p. 1107.
    [2] Ídem, p. 1090.
    [3] Ídem,, p. 1096.
    [4] O. J. V., p. 1093.
    [5] Así lo han destacado varios autores, entre ellos Robert E. Lott. Cf., «Una cita de amor y dos cuentos de Juan Valera», pp. 13-20.
     [6] De la misma opinión es Bernardo Suárez, para quien lo que principalmente interesa a Valera no es el mundo exterior de los personajes, sino su intimidad, y dentro de lo psicológico, es la experiencia amorosa lo que más le preocupa y le atrae. Cf., "Examen de la cuentística de Valera", pp. 35-45. De idéntica tesis parte Carole Rupe en La dialéctica del amor en la narrativa de Juan Valera.
     [7]DeCoster, C. C., Correspondencia de don Juan Valera, p. 103.

Los guiños cervantinos en los cuentos de Juan Valera

Como ya estudiara Ana Baquero, la presencia de diferentes técnicas cervantinas en narradores del siglo XIX es notable. En los cuentos de Juan Valera, son frecuentes las diferentes perspectivas y planos narrativos que evidencian una deuda con las técnicas distanciadoras empleadas por Cervantes.
            En buena parte de sus cuentos, el narrador no se hace responsable de lo narrado, sino que alude a un primer narrador o a un informante, produciéndose así una especie de geminación de la figura del narrador[1]. Este procedimiento se encuentra ya en su primera, aunque inacabada, obra narrativa[2]. Normalmente, este recurso es, ya lo hemos visto, un intento de incidir en la objetividad y verosimilitud de lo narrado. Por el contrario, en ciertos cuentos suyos como La muñequita, claramente emparentados con los tradicionales de encantamiento, apenas existe intervención por parte del narrador[3], preservándose así el modo de contar más tradicional.
            En Parsondes, el narrador se muestra como el transcriptor del sueño de un amigo suyo. Este es el primero de sus cuentos -y primera obra narrativa en prosa-, y aún la figura del informante no aparece bien definida; de hecho en la primera versión, de 1859, ni siquiera aparece. Será en 1864, en la versión definitiva, donde el relato del sueño se deberá a un primer informante. El sueño, que está narrado en primera persona[4], es presentado por el narrador como un ejemplo, hecho que se ve corroborado por la reflexión moral con la que concluye el segundo narrador su ensoñación[5].
            Ningún informador personificado existe en El pájaro verde (1860) y, sin embargo, el narrador hace referencia a ciertas «crónicas» de las que se ha hecho eco[6]. Lógicamente, al tratarse de un cuento maravilloso, la mención de los documentos constituye un guiño de complicidad humorística con el lector[7]. Semejante referencia la encontramos en El Hechicero, fechado en Viena en 1894, pues el narrador afirma seguir unas crónicas donde no aparece consignado el nombre de la protagonista[8]. En esta ocasión, se trata de un pretexto que le permite, hasta cierto punto, justificar la elección de un nombre tan peregrino para su personaje, especialmente ante ese tipo de lectores acostumbrados a las narraciones de corte realista-naturalista[9] donde todo se halla tan documentado.

        
       El primer cuento en el que aparece la figura de don Juan Fresco es El bermejino prehistórico (1879)[10]. Con él se inicia toda una serie de relatos en los que la figura de este informador será fundamental. Aquí don Juan Fresco se erigirá en la fuente a través de la cual el narrador conoce la historia que va a relatar -en principio, como simple intermediario-:

            Yo voy a limitarme a referir una historia que don Juan Fresco dice haber leído en ciertas inscripciones semejantes a las de la Cueva de los letreros. Entendidas las letras, parece que lo demás es llano, pues el idioma ibero primitivo es casi el vascuence de ahora.
                        Me pesa de no dar aquí la traducción exacta del texto original. Don Juan Fresco no ha querido comunicármela. Haré, pues, la narración con las pausas, explicaciones y comentarios intercalados que él la ha hecho. De otro modo no se comprendería[11].

         Don Juan Fresco se convierte así en el primer narrador que, inspirándose en fuente escrita, relata la historia a un segundo narrador, que se presenta a su respectivo narratario en primera persona. Este segundo narrador sería pues, al mismo tiempo, el narratario correspondiente de la narración realizada por don Juan Fresco, su receptor directo; estamos, pues, ante un cuento con estructura de caja china. Obviamente, este procedimiento no es original de Valera, y así, él mismo, en una carta de 1895 a Juan Moreno Güeto, al darle noticia de la publicación de La buena fama, declara la procedencia cervantina de este recurso:


            Todavía la última novelita que he escrito la supongo inspirada por Don Juan Fresco, quien, aunque sea ambiciosa y soberbia comparación, es para mí como para Miguel de Cervantes Cide Hamete Benengeli[12].

            A partir del capítulo II se inicia la historia de "El bermejino prehistórico", una historia de amores y desengaños que es narrada en tercera persona, aunque con bastante frecuencia se abandona esta tercera por la primera del singular o del plural. De hecho, a lo largo del cuento, predomina la primera persona del singular sobre la del plural. Generalmente este yo corresponde a la figura del segundo narrador, que puede introducirse en el texto para ofrecer algunas matizaciones respecto de las explicaciones marginales que don Juan Fresco apunta en su relato legendario:

                        Don Juan Fresco explica, a mi ver, de un modo satisfactorio estos raptos de mujeres[19].

            O bien, para detallar al lector la actitud, los ademanes, la postura que adopta este primer narrador al hacer la relación a su narratario, es decir, a él mismo:

                        ¿Cómo resistir aquí a la tentación de encarecer lo mucho que don Juan Fresco se ensoberbece y ufana, y lo orondo que se pone, y lo por bien pagado que se da de haberse pelado las cejas descifrando y leyendo las inscripciones y papiros manuscritos de donde está sacada esta historia? (...)[20].

            Si en un principio el narrador aseguraba que se limitaría a reproducir la narración primera que le refiriera su informante, lo cierto es que, en realidad, como acabamos de ver, no actúa así. Tampoco resulta ser muy claro al declarar las fuentes en las que se basa el erudito bermejino, ya que, si antes sólo hacía referencia a la inscripción cavernícola, ahora asegura que don Juan Fresco también tiene presentes, al elaborar su historia, unos papiros.
            Por otra parte, en algunas ocasiones resulta muy difícil atribuir la voz a uno de los dos narradores, especialmente cuando se trata de comentarios metanarrativos en primera persona:

                        No refiero aquí, porque estoy de prisa, y no debo ni puedo pararme en dibujos, los primores estupendos, las alhajas rarísimas, los lindos objetos de arte y los cómodos asientos y divanes que había en varias salas por donde iban pasando la dueña y nuestro héroe, que atortolado la seguía. Baste saber que allí se veía reunido de cuanto había podido inventar el lujo asiático de entonces y de cuanto la activa solicitud de los navegantes fenicios había podido traer de todas las comarcas a que solían ellos aportar, desde las bocas del Indio hasta las bocas del Rhin, puntos extremos de su periplos o navegaciones.
                        Lo que sí diré es que (...)[21].

            El verbo referir no hace alusión a que la comunicación sea de carácter oral o escrita, por lo que no podemos deducir cuál de los dos narradores realiza la relación. Por otra parte la determinación de la palabra héroe con el posesivo nuestro es muy propio de la literatura narrativa; pero ello no excluye que don Juan Fresco pudiera servirse de esta expresión al hablar con su narratario del protagonista de su historia. Es lo mismo que sucede unas páginas más adelante, cuando, no sabemos si el narrador o su informante, hace alusión a los nuevos amores de los protagonistas:

                        Y sin embargo, y aquí entra lo más patético de mi cuento, si bien era cierto que Echeloría y Mutileder estaban enamorados el uno de su Reina y de su Rey la otra, ambos sentían, en medio de la embriaguez del nuevo amor, pesar tremendo (...)[22].

            Pero esa misma ambigüedad se repite en ocasiones incluso cuando la narración se presenta en tercera persona:

            Cuenta la historia que Mutileder, en el instante de hacer aquel juramento, estaba tan hermoso (...)[23].

Esta frase podía deberse a don Juan Fresco, que se dirige a su narratario haciendo mención de su fuente, o, por el contrario, podía estar puesta en boca del segundo narrador que repite el relato de su informante obviando su nombre y haciendo alusión directa a las fuentes[24]. Por supuesto, que no podemos perder de vista que, en realidad, esta frase, como otras muchas del texto[25], aparecen en él para imitar y rendir homenaje a las fórmulas propias de los cuentos de la tradición oral, por lo que no tiene demasiada importancia a quien corresponda su enunciación.
            En otros lugares del cuento es, por el contrario, evidente que la voz pertenece al narrador segundo, que no ha sido fiel a su declaración de limitarse a reproducir la narración de don Juan Fresco:

                        Imagine el pío lector qué desesperación no sería la de Mutileder cuando en seguida supo de buen tinta que Adherbal, viendo que urgía darse a la vela y llegar pronto al Oceano para no desperdiciar la monzón, favorable entonces a los que iban a la India, había salido en posta (...)[26].

            Resulta claro que este comentario no lo podemos atribuir sino al segundo narrador, llamémosle desde ahora para entendernos narrador-artista, ya que no puede existir otro lector que el de la obra en tanto que cuento. Por consiguiente, vemos que con frecuencia el narrador-artista desplaza a su informante para hacerse cargo del diseño de la narración y de su enunciación directa[27].
            Precisamente que sea la visión -y por supuesto la voz- del narrador omnisciente la que domine en el relato es lo que le separa de Cervantes en el uso de las voces narrativas. Aunque Valera pretendiera que el personaje de Juan Fresco se emparenta, como narrador primero, con Cide Hamete Benengeli, lo cierto es que el pluriperspectivismo que anima la técnica cervantina no se encuentra -o quizás ni siquiera lo busca- en Valera[28].
            En realidad, este narrador-artista juega constantemente con su destinatario y ya le permite creer una cosa acerca del origen de su narración, del carácter de su informante, de la forma de la transmisión, como le advierte que se trata de algo distinto, incluso de lo contrario que le había dejado entrever hasta ese momento. En este sentido, son especialmente contradictorias las referencias que el narrador-artista vierte sobre su informante y las fuentes en las que se inspira, pero también lo son aquellas otras en las que se refiere al modo en que éste le transmitió la historia. 
           Aún cabrían señalarse otros guiños cervantinos, de los que algunos se analizan en Juan Valera o la magia del relato decimonónico. 



     [1]Cf., Ara Torralba, J. C., y D. Hübner Teichgräber, "Estrategias de la enunciación en las novelas de Juan Valera", en Revista de Literatura, T. LIV, n1 108 (1992), Madrid, pp. 599-618.
     [2] Ibídem.
     [3]Véase a este respecto el artículo de Margarita Almela, "Teoría y práctica del cuento en Valera", en Lucanor, 3, 1989, pp. 89-104.
     [4] O. J. V., I, p. 1050.
     [5]  Rosa Lida considera que el valor ejemplar con el que Valera subraya el contenido universal de la anécdota que relata se debe a la exquisita formación clásica de Valera y a su temple racionalista. El asunto está tomado de la Historia Universal de Nicolao de Damasco, pero lo que en el griego se presenta como historia grave Valera lo transforma en lección cómica. Cf., "El Parsondes de Juan Valera y la Historia Universal de Nicolás de Damasco", Revista de Filología Hispánica, IV, 1942, pp. 274-281.
     [6] O. J. V.., I, p. 1059.
     [7]Ana Baquero lo ha puesto también de manifiesto. Cf., Cervantes y cuatro autores del siglo XIX: Alarcón, Pereda, Valera y Clarín, Secretariado de Publicaciones de la Universidad, Murcia, 1989, p. 78.
     [8]O. J. V., p. 1090.
     [9]En opinión de Isabel Duarte este tipo de aseveraciones está destinada asimismo a ridiculizar los procedimientos documentalistas del naturalismo. Cf., "Juan Valera, narrador de lo maravilloso", en Analecta Malacitana, IX, n1 2, (1986), p. 384.
     [10]Ya había aparecido en sus novelas Las ilusiones del doctor Faustino (1874), El comendador Mendoza (1876) y en Doña Luz (1878-79). Cf., Ara Torralba, J. C., y D. Hübner Teichgräber, "Estrategias de la enunciación en las novelas de Juan Valera", en Revista de Literatura, T. LIV, n1 108 (1992), Madrid, pp. 599-618.
                Sabemos por su epistolario que Juan Fresco es el mote por el que era conocido un habitante de Villamencía, aunque la personalidad de este personaje ficticio parece tener mayores similitudes con el alcalde don Juan Moreno Güeto, y sobre todo mucho del carácter del propio Valera. Cf. carta del 9 de abril de 1897 a don Juan Moreno Güeto, en DeCoster, C. C.,  Correspondencia de don Juan Valera (1859-1905), Castalia, Valencia, 1956, p. 244; y del mismo autor, "Juan Valera: Cartas inéditas a Juan Moreno Güeto", Revista de Literatura (CSIC), XLIII, n1 86, 1981, p. 254, nota 19.


     [11]O. J. V., I, p. 1068.
     [12]Cf. DeCoster, C., "Juan Valera: Cartas inéditas a Juan Moreno Güeto", Revista de Literatura (CSIC), XLIII, n1 86, 1981, pp. 247-261.
     [13]O. J. V., I, p. 1068.
     [14]Cf. Genette, G., Figuras III, pp. 298-299.
     [15]O. J. V., I, p. 1070.
     [16]Juan Carlos Ara Torralba y D. Hübner Teichgräber hablan de geminación del narrador, Cf., "Estrategias de la enunciación en las novelas de Juan Valera", en Revista de Literatura, T. LIV, n1 108 pp. 599-618.
     [17] O. J. V., I, p. 1075.
     [18] Ídem, p. 1076.
     [19] Ídem, p. 1072.
     [20] Ídem, p. 1078.
     [21] Ídem, p. 1073.
     [22] Ídem, p. 1082.
     [23] Ídem, p. 1072.
     [24]De considerarlo así, estaríamos ante lo que Genette denomina una seudodiégesis, es decir, ante un relato asumido por el narrador secundario como si le perteneciera, cuando la responsabilidad de la información narrativa se debe al narrador primero, al informante. Cf. Figuras III, pp. 291-292.
     [25]En este cuento podemos encontrar las siguientes expresiones:

                (....) sería cuento de nunca acabar (Cf., O. J. V., I.p. 1070)
                Pues, como íbamos diciendo (Ídem, p. 1078)
                Tiempo había de pasar, pampanitos había de haber, antes de que (...) (Ibídem)
                Todos, pues, fueron felices. (p. 1084).

     [26]Ídem, p. 1078.
     [27]Juan Carlos Ara y Daniel Hübner han llamado la atención sobre esta "anulación de facto de la segunda voz con capacidad de novelar". Consideran que es una característica propia de su narrativa, un tic valeriano con el que convertir en dominante el estatuto del novelista sobre el del informante. Cf. op. cit, p. 605.
               
     [28] Así lo ha señalado Ana Baquero Escudero. Cf., Cervantes y cuatro autores del siglo XIX: Alarcón, Pereda, Valera y Clarín, p. 197.