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jueves, 3 de diciembre de 2015

«Vampiro» un cuento de Emilia Pardo Bazán (II).

Como señalaba en la entrada anterior, el cuento que se inicia con rasgos de sainete o de entremés de cachiporra pronto muestra su verdadero carácter. Es verdad que, al principio, todo parece reducirse a una boda desigual entre un viejo indiano y una chiquilla de quince años, dispuesta a un sacrificio que no debe ser ni largo ni demasiado penoso, dadas las sencillas exigencias que demanda el marido: «sólo pedía a la tierna esposa un poco de cariño y de calor».
    Efectivamente, en los primeros días, la esposa no puede sentir sino piedad y deseos de responder como mejor pueda a sus deseos: «Día y noche —la noche sobre todo, porque era cuando necesitaba a su lado, pegado a su cuerpo, un abrigo dulce— se comprometía a atenderle, a no abandonarle un minuto. ¡Pobre señor! ¡Era tan simpático y tenía ya tan metido el pie derecho en la sepultura!». Tanta insistencia induce a pensar que el anciano tema no superar el invierno:
     «Lo que tengo es frío —repetía—, mucho frío, querida; la nieve de tantos años cuajada ya en las venas. Te he buscado como se busca el sol; me arrimo a ti como si me arrimase a la llama bienhechora en mitad del invierno. Acércate, échame los brazos; si no, tiritaré y me quedaré helado inmediatamente. Por Dios, abrígame; no te pido más».
La Jeune fille et la mort, tableau de Marianne Stokes, ca. 1900
      Pero el viejo oculta algo. Abriga una secreta esperanza que ha sido el motor de su matrimonio:

Lo que se callaba el viejo, lo que se mantenía secreto entre él y el especialista curandero inglés a quien ya como en último recurso había consultado, era el convencimiento de que, puesta en contacto su ancianidad con la fresca primavera de Inesiña, se verificaría un misterioso trueque. Si las energías vitales de la muchacha, la flor de su robustez, su intacta provisión de fuerzas debían reanimar a don Fortunato, la decrepitud y el agotamiento de éste se comunicarían a aquélla, transmitidos por la mezcla y cambio de los alientos, recogiendo el anciano un aura viva, ardiente y pura y absorbiendo la doncella un vaho sepulcral.

     Ese trasvase de alientos y almas que en vez de ser producto del amor y del deseo que incita al beso en Góngora, no es sino el fruto de un egoísmo sin compasión, el «de los últimos años de la existencia, en que todo se sacrifica al afán de prolongarla».
     Efectivamente, la muchacha muere antes de cumplir los veinte, mientras el anciano Fortunato busca nueva novia. El médico, Tropiezo, no acaba de entender lo ocurrido y los habitantes de la Galicia más profunda, esa en la que, como señalan Villanueva y González Herrán, se atisba la Galicia de Valle-Inclán, tampoco. De lo único de que están cierto es de que deben librarse cuanto antes de esa alimaña:  «De esta vez, o se marcha del pueblo, o la cencerrada termina en quemarle la casa y sacarle arrastrando para matarle de una paliza tremenda. ¡Estas cosas no se toleran dos veces!»
     La narración, no obstante, tiene un final inquietante y abierto —«Y don Fortunato sonríe, mascando con los dientes postizos el rabo de un puro»—, que plantea la posibilidad de que en otro tiempo, en otro lugar el vampiro encuentre nuevas víctimas. 

jueves, 5 de noviembre de 2015

«Vampiro» un cuento de Emilia Pardo Bazán (I).

Cubierta de la edición de El Libro Total.

      Efectivamente, «Vampiro» fue publicado por la autora gallega, Emilia Pardo Bazán (1851-1921), en el nº núm. 539 de la revista Blanco y Negro, 1901 y luego reunido en el volumen Cuentos del terruño, donde —como señalan en su estudio introductorio Darío Villanueva y González Herrán (2005)*— parece continuar la visión costumbrista de sus mejores novelas y tipos y motivos que ya habían aparecido en su libro de cuentos Un destripador de antaño; pero el tratamiento de motivos y personajes es diferente.
      En primer lugar, el título parece prometer historias como las que relataba Feijoo en sus Cartas eruditas y curiosas, de lo que ya me ocupé en otra entrada anterior, Feijoo, el duende, el vampiro, el redivivo y el brucolaco (III);  pero lo cierto es que el cuento de Pardo Bazán nos presenta a otro tipo de sanguijuela:

No se hablaba en el país de otra cosa. ¡Y qué milagro! ¿Sucede todos los días que un setentón vaya al altar con una niña de quince?

Así, al pie de la letra: quince y dos meses acababa de cumplir Inesiña, la sobrina del cura de Gondelle, cuando su propio tío, en la iglesia del santuario de Nuestra Señora del Plomo —distante tres leguas de Vilamorta— bendijo su unión con el señor don Fortunato Gayoso, de setenta y siete y medio, según rezaba su partida de bautismo. La única exigencia de Inesiña había sido casarse en el santuario; era devota de aquella Virgen y usaba siempre el escapulario del Plomo, de franela blanca y seda azul. Y como el novio no podía, ¡qué había de poder, malpocadiño!, subir por su pie la escarpada cuesta que conduce al Plomo desde la carretera entre Cebre y Vilamorta, ni tampoco sostenerse a caballo, se discurrió que dos fornidos mocetones de Gondelle, hechos a cargar el enorme cestón de uvas en las vendimias, llevasen a don Fortunato a la silla de la reina hasta el templo. ¡Buen paso de risa!

Todo es engañoso en este cuento y por eso hay que prestar atención al título de la colección en que los reunirá unos años más tarde: El fondo del alma (1907) y es que en estas fechas, el costumbrismo, el realismo plantean una visión francamente desfasada ya. Hace años que desde el Manifiesto de los Cinco contra La Tierra (1887) —en que cinco discípulos se desembarazan y repudian el magisterio de Zola— y la creciente influencia de la novela rusa, la narrativa camina hacia el denominado «Naturalismo espiritual» o, lo que es lo mismo, los derroteros de la novela sicológica, anticipada en cierta medida por Pepita Jiménez de Juan Valera.
Pero volvamos a «Vampiro». La edad y apariencia física del protagonista, los comentarios de los vecinos, parecen anticipar una muerte inminente. El ricachón Fortunato Gayoso no puede con su cuerpo y debe ser trastadado «a la silla de la reina», situación comentada irónicamente por el narrador: «¡Buen paso de risa!». Pero esa muerte anunciada —¿superará a la noche de bodas?, nos preguntamos— y esa comedia prometida están lejos de realizarse, como veremos en una próxima entrada.

* Darío Villanueva y José Manuel González Herrán, «Introducción» a Obras completas, X (Cuentos), Madrid, Biblioteca Castro, 2005.

miércoles, 9 de abril de 2014

Feijoo, el duende, el vampiro, el redivivo y el brucolaco (IV)

        Habíamos visto en la entrada anterior cómo Feijoo arremetía contra los griegos por las práctica cruel del empalamiento empleado para eliminar a los vampiros. Veamos ahora cómo terminan su discurso dedicado a combatir con toda clase de argumentos el prejuicio sobre la existencia de vampiros, redivivos y brucolacos:


:
Vlad el empalador
Pero otra hay en la misma Región, no menos disparatada, aunque no tan general, porque sólo comprehende a los Cristianos, que siguen el rito Griego. Estos Cismáticos, para persuadir que su Iglesia, y no la Latina es la verdadera, publican, que en los que son excomulgados por sus Obispos, se nota generalmente un efecto de la excomunión, que no se ve en los excomulgados por los Pastores de la Iglesia Romana; y es, que aquéllos nunca se corrompen en los sepulcros, a menos que después de muertos los absuelvan; en cuyo caso, al mismo momento de la absolución son reducidos a polvo. No por eso niegan, que a veces la incorrupción de los cadáveres es indicio de santidad. Pero señalan una notable diferencia entre los incorruptos por santidad, y los que lo son por la excomunión; y es, que aquéllos, sobre conservarse en su natural color, dimensión, y textura de cuerpo, exhalan buen olor; al contrario éstos, se inflan como tambores, tienen mal color, y peor olor. 
Añaden, que estos que mueren excomulgados, muchas veces se aparecen a los vivos, así de día, como de noche, los llaman, los hablan, y los molestan. Pero observan el no responderles al primer llamamiento, esperando a que los llamen segunda vez; porque el que no llama más que una vez, dicen que es Brucolaco; pero Excomulgado, si hace segundo llamamiento. 
Por dos medios se libran de la impertinencia de éstos. El primero el que practican con los Brucolacos; esto es, quemar los cadáveres. El segundo es la absolución; la cual, según algunos casos que se refieren, no parece rehusan aquellos buenos Obispos Cismáticos, aun a los muertos, que saben salieron de esta vida en pecado mortal, habiendo intercesores algo eficaces. 

Ve aquí presentado con la mayor claridad, y en el mejor orden, que he podido, lo que hay en la Disertación del P. Calmet sobre los Vampiros de Hungría, Polonia, &c. los Brucolacos, y Excomulgados de la Grecia, que no sé si llame tres especies de Redivivos, o no más que dos, o una sola. Lo cierto es, que entre Vampiros, y Brucolacos apenas veo distinción alguna, sino muy accidental, cual la hay también entre Vampiros, y Vampiros, según los varios casos, que se refieren de ellos. Pero los excomulgados parece que hacen en algún modo clase aparte; ya porque la causa de su reviviscencia, esto es, la excomunión, es muy diversa, ya porque se mezcla en ella el interés de la Religión, pretendiendo los Cismáticos del rito Griego probar con el raro efecto, que atribuyen a las excomuniones de sus Pastores, que es la suya la verdadera Iglesia; es verdad que hay por otra parte una circunstancia, que acerca mucho éstos a aquéllos, que es librarse de la persecución de unos, y otros quémanlos; pues la identidad del remedio muestra, que en caso de no ser la misma, no es muy desemejante la enfermedad. 
En cuanto a hacer juicio de la verdad, o ficción de lo que se dice de Vampiros, Brucolacos, y Excomulgados todos los tengo por unos; conviene a saber, que todo es patraña, ilusión, y quimera. Este es también el dictamen del P. Calmet: el cual a la pág. 452 pronuncia su sentencia en la forma siguiente: 
«Que los Vampiros, o Revinientes de Moravia, Hungría, Polonia, &c. de quien se cuentan cosas tan extraordinarias, tan especificadas, tan circunstanciadas, tan revestidas de todas las formalidades capaces de hacerlas creer, y probarlas jurídicamente en los Tribunales más exactos, y severos: que todo lo que se dice de su regreso a la vida, de sus apariciones, de la turbación, que causan en las poblaciones, y en las campañas: de la muerte que dan a las personas, chupándoles la sangre, o haciéndoles señal para que los sigan: [288] que todo esto no es más que ilusión, y efecto de una impresión fuerte en la imaginativa. Ni se puede citar algún testigo juicioso, serio, y no preocupado, que testifique haber visto, tocado, interrogado, examinado de sangre fría estos Revinientes, y pueda asegurar la realidad de su regreso, y de los efectos que se le atribuyen.» 
Confirma fuertemente este dictamen una Carta que el P. Calmet dice haber recibido del R.P. Sliwiski, Visitador de la Provincia de los PP. de la Misión de Polonia; en la cual, después de decirle que en Polonia está la gente tan persuadida de la existencia de los Vampiros, que casi mirarían como herejes los que no lo creen, y hay muchos hechos, que se admiten como incontestables, citando por ellos una infinidad de testigos, prosigue así: «Pero yo tomé el trabajo de ir a las fuentes, y examinar los que se citaban por testigos oculares, y ví que no hubo persona, que osase afirmar haber visto los hechos de que se trataba, y que todo ello no era más que delirios, y imaginaciónes causadas por el miedo, y relaciones falsas». Y después de citar el P. Calmet las cláusulas, que acabo de copiar de la Carta del Misionero Polaco, concluye de este modo: Así me escribe este sabio, y Religioso Sacerdote. 
No será fuera de propósito añadir, que habiéndose esparcido pocos años há en la Francia la fama de los Vampiros, el Rey Cristianísimo, deseoso de apurar la verdad, ordenó al Duque de Richelieu, su Embajador en la Corte de Viena, que se informase de lo que había en la materia. El Duque, después de preguntar a varias personas, respondió que era ciertísimo lo que se refería de los Revinientes de Hungría. Esta respuesta no logró la aprobación de los muchos, y juiciosos Críticos, que hay en París; por lo cual, el Soberano envió nuevo orden, y más apretado al Embajador, que hiciese nuevas, y más exactas diligencias para asegurarse de la realidad. Hízolas, y de ellas resultó, que su segundo informe al [289] Cristianísimo fue muy distinto del primero, coincidiendo aquél con lo que al Padre Calmet escribió el Misionero Polaco. 
Así el P. Calmet, como el Misionero, atribuyen la vana creencia del Vampirismo únicamente a la alterada imaginativa de aquellas gentes. Pero yo estoy persuadido a que se debe agregar a éste otro principio, o concausa, que no tiene menos parte, acaso tiene más que aquél en el fenómeno. Quiero decir, que este error no es sólo efecto de la ilusión, mas también del embuste. No sólo interviene en él engaño pasivo, mas también activo. Hay, no sólo engañados, mas también engañadores. Convengo en que hay en aquellas Regiones, adonde se bate la especie del Vampirismo, muchos mentecatos, a quienes ya un terror pánico, ya cierta conturbación de la imaginativa representan la existencia de los Vampiros. Pero creo que hay también en igual, y mayor cantidad embusteros, que, sin creer que hay Vampiros, cuentan mil casos de Vampiros, diciendo que los oyeron, o vieron, y arman sucesos fabulosos, revestidos de todas las circunstancias que a ellos se les antoja. 
Ya en otras partes he advertido, que, siendo tan común la inclinación de los hombres a la mentira, que dio motivo al Santo Rey David para proferir la sentencia de que todo hombre es mentiroso: Omnis homo mendax, esa inclinación es mucho más fuerte, respecto de aquellas mentiras en que se fingen cosas prodigiosas, y preternaturales; porque hay en esas narraciones cierto deleite, que incita a la ficción, más que en las comunes, y regulares. Aun sujetos, que en éstas son bastantemente veraces, ya por el placer de ser oídos de los circunstantes con una especie de admiración, y asombro, ya por la vanidad de que en alguna manera los particulariza, y eleva sobre los demás, haberlos el Cielo escogido para testigos de cosas, que están fuera del curso regular de la naturaleza, caen en la tentación de mentir en éstas, aunque veraces en las de la clase común, y trivial. [290]. 
¿De qué otro principio sino de éste vienen tantos milagros supuestos, tantas posesiones diabólicas, tantas hechicerías, tantas visiones de Espectros, tantas apariciones de difuntos? En todas estas apariciones hay algo de realidad; pero mucho más de ficción. Hay milagros verdaderos; pero mucho mayor el número de los imaginados, o fingidos. Hay posesiones verdaderas; mas para un endemoniado, o endemoniada, que realmente lo es, hay ciento, y aun muchas más, que mienten serlo. Hay hechiceras, hay apariciones de difuntos, &c. Pero todo lo que hay es muchísimo menos, es casi nada en comparación de lo que se miente. 
Y no puedo asegurar que Dios una, u otra vez no haya permitido al demonio tomar la apariencia de algún difunto, para hacer las travesuras, que se cuentan de los Vampiros. ¿Quién puede apurar los rumbos, y fines por qué obra esto, o aquello la Providencia? Pero aseguraré, que las cosas, que se cuentan de los Vampiros, repugnan al concepto que de la Benignidad, Majestad, y Sabiduría Divina nos inspiran las Sagradas Letras, los Santos Padres, los hombres más doctos, y de mejor juicio, que tiene la Iglesia. Así todo lo que puedo tolerar es, que haya habido uno, u otro Vampiro, o diablo, que haya representado serlo. La multitud de ellos, que se refiere, es fábula, o mera imaginación. Los más Vampiros habrán sido pícaros, y pícaras, que, con el terror que infunden a las gentes, abren paso libre a sus maldades; que es asimismo el principio de donde vino la multitud de Duendes. Habrán sido también Vampiros ratones, y gatos, que travesean de noche: habranlo sido otras bestias, que por algún accidente se inquietan: habranlo sido ondadas de viento, que golpean puertas, o ventanas mal ajustadas: habránlo sido otras cien mil cosas, que, siendo muy del mundo en que vivimos, a gente tímida, y de ninguna reflexión representan ser cosas del otro mundo. 
Entre estos aterrados con esas vanas imaginaciones [291] habrá algunos, a quienes el continuo vapor vaya debilitando, y consumiendo, hasta hacerlos enfermar, y morir, y éstos serán aquellos de quienes se dice que los Vampiros les chupan la sangre. Tal vez el Vampiro, que se sienta a la mesa donde hay convite, será un tunante, que, sabiendo las simplezas de aquella gente, en el arbitrio de fingirse Vampiro, halla un medio admirable para meter gorra. Lo de que no come, ni bebe es mentira: que se forja después para defenderse de los que se burlan de su sandez en dejarse engañar del tunante. Finalmente, se puede dar por cierto que de fatuidades, y embustes se compone todo el rumor, que se ha esparcido de Vampiros, Brucolacos, y Excomulgados. 
Por consiguiente, también se debe creer, que dos géneros de gentes fueron testigos en las Informaciones jurídicas, que se hicieron sobre aquellas aparentes reviscencias; esto es, fatuos, y embusteros: a que se llegaría la poca advertencia, o sagacidad de los Jueces, como por los mismos principios se ha hallado ser falso mucho de lo que por testificaciones auténticas se creyó en otras materias. A mí se me envió de Navarra, copiada puntualmente, la Información legal del prodigio de la niña de Arellano, creído por tanto en todo aquel Reino. Yo, a cien leguas de distancia, olí la trampa, y en qué consistía la trampa; y por las reglas que dí para hacer más seguro examen, se halló ser el prodigio fábrica de dos embusteras, una de las cuales era la misma niña. ¡Cuántas Informaciones jurídicas de milagros se hicieron, que después, a más rigurosa prueba, flaquearon! De algunas puedo hablar con certeza. Una me fió cierto Señor Obispo, que había hecho su Provisor, hombre bueno, y docto, pero sencillo; y bien examinada, le hice ver a S. Illma. cómo en ella misma por tres circunstancias se hacía palpable en parte la falsedad, en parte la alucinación, de los testigos. Si las pruebas de los milagros se hiciesen con el rigor que en Roma para las Canonizaciones, ninguna crítica tendría que morder en ellas. [292] 
Finalmente debo repetir aquí, como necesaria su memoria en el asunto presente, la advertencia que ya hice en otra parte de mis Escritos, que las prevaricaciones de la imaginativa, respectivas a objetos, que causan terror, y espanto, son sumamente contagiosas. Un iluso hace cuatro ilusos, cuatro veinte, veinte ciento: y así, empezando el error por un individuo, en muy corto tiempo ocupa todo un territorio: Viresque acquirit eundo. Esto sucedió, sin duda, en la especie de los Vampiros; y lo que sucedió, o sucede hoy en Hungría, Moravia, Silesia, &c. en orden a los Vampiros, es lo mismo que en otros parajes, y en otros tiempos sucedió en orden a hechiceros, y brujas. En algunas partes de Alemania hubo algún tiempo inundaciones de brujas, que ya parece se han desaparecido. En el Ducado de Lórena sucedió lo mismo. Nicolás Remigio, que escribió el Malleus Maleficorum, llenó el mundo de historias de brujerías, y hechicerías de aquel País. El Padre Calmet, que en el nació, y habitó, o habita aún, si vive, dice en el Prólogo de su Disertación sobre los Vampiros, que hoy ya no se oye, ni habla una palabra en Lorena de brujas, ni hechiceros. Más, o menos, la misma variación se ha notado en otras tierras. ¿De qué dependió ésta? De ser más reflexivos en este siglo los que componen los Tribunales, que en los pasados. 
Hubo en los tiempos, y territorios, en que reinó esta plaga, mucha credulidad en los que recibían las Informaciones: mucha necedad en los delatores, y testigos: mucha fatuidad en los mismos que eran tratados como delincuentes: los delatores, y testigos eran, por lo común, gente rústica; entre la cual, como se ve en todas partes, es comunísimo atribuir a hechicería mil cosas, que en ninguna manera exceden las facultades de la Naturaleza, o del Arte. El nimio ardor de los procedimientos, y frecuencia de los suplicios trastornaban el seso de muchos miserables, de modo, que luego que se veían acusados, buenamente creían que eran brujos, o hechiceros [293], y creían, y confesaban los hechos que les eran imputados, aunque enteramente falsos. Este es efecto natural del demasiado terror, que desquicia el cerebro de ánimos muy apocados. Algunos Jueces eran poco menos crédulos que los delatores, y los delatados. Y si fuesen del mismo carácter los de hoy, hoy habría tantos hechiceros como en otros tiempos. 
Estoy firme en el juicio de que las mismas causas han concurrido en la especie de los Vampiros. Algún embustero inventó esa patraña: otros le siguieron, y la esparcieron. Esparcida, inspiró un gran terror a las gentes. Aterrados los ánimos, no pensaban en otra cosa, sino en si venía algún Vampiro a chuparles la sangre, o torcerles el pescuezo; y puestos en ese estado, cualquiera estrépito nocturno, cualquiera indisposición, que les sobreviniese, atribuían a la malignidad de algún Vampiro. Supongo que algunos, y no pocos, advertidamente inventaban, y referían historias de Vampiros, dándose por testigos oculares de los hechos. Infectada de esta epidemia toda una Provincia, ¿cómo podían faltar materiales para muchas Informaciones jurídicas? Así pues, vuelve Feijoo sobre las malas pasadas que la imaginativa desatada por el miedo puede jugar a los seres humanos.  El texto completo puede leerse aquí.

sábado, 29 de marzo de 2014

Feijoo, el duende, el vampiro, el redivivo y el brucolaco (III)

Vuelvo a retomar el asunto de los vampiros que dejé en la entrada anterior. Veamos cómo sigue Feijoo su discurso:

Parece ser, que aquellos Bárbaros nacionales no hallan dificultad en que el Vampiro esté a un mismo tiempo en dos lugares; esto es, en el sepulcro, como los demás muertos, y fuera del sepulcro, molestando a los vivos. Es verdad, que los sucesos que refieren son tan varios, que en unos se representa esta duplicada ubicación [280], y en otros, que van, y vienen, que salen de los sepulcros a hacer sus correrías, y se vuelven a ellos a su arbitrio. De suerte, que alternan, como quieren, los dos estados de muertos, y vivos.
Algunas veces el Vampiro hace la buena obra de avisar a algunos de su próxima muerte. Esto ejecuta, entrando donde hay un convite; siéntase a la mesa, como si fuese uno de los convidados, aunque ni come, ni bebe. ¿Pues a qué viene allí? A clavar la vista en éste, o aquél de los que está a la mesa, hacerle alguna señal, o gesto, lo que se tiene por pronóstico infalible, de que aquel a quien mira, muy luego ha de morir.

En cuanto a las señas por donde conocen el Vampiro que los incomoda, hallo bastante variedad en mi Autor; porque pone dos diferentes, una en una parte de su libro, otra en otra, según las varias relaciones que tenía de diferentes sujetos. A la pág. 302 se pone el siguiente rito para el examen. Se escoge un joven de tan corta edad, que se deba presumir, que no tuvo jamás obra venérea, y se pone en un caballo negro, que tampoco haya usado del otro sexo de su especie; hácesele pasear por el cementerio, de modo, que toque todas las losas. Si resiste el caballo pisar alguna, por más que le espoleen, o fustiguen, se tiene por seña indubitable, que allí está enterrado el Vampiro que se busca. Pero a la pág. 423 se lee otra muy diferente. Van a reconocer al cementerio todas las fosas; y aquella, en quien notan dos, o tres, o más agujeros del grueso de un dedo, dan por infalible que es el hospedaje del Vampiro.

Mas, o estos indicios tal vez falsean, o ni uno, ni otro se practica en algunas partes; porque en uno, de los muchos sucesos, que el Autor refiere, veo, que la diligencia que se hizo para descubrir el Vampiro, fue abrir todas las fosas, para ver qué cadáver tenía las circunstancias que dije arriba; porque éstas son las que últimamente deciden, que se use de esta, que de aquella práctica en la investigación del Vampiro

Descubierto éste, el arbitrio que se toma para librarse de su persecución, es darle segunda muerte, o matarle más, por no considerarle bastantemente muerto. Pero esta segunda muerte es cruel, o porque piensan que todo eso es menester para acabar con él, o por parecerles que los daños, que ha hecho, merecen un suplicio muy riguroso. Empálanle, pues, pero no siempre según la práctica de Moscovia, donde a los grandes facinerosos clavan en un madero puntiagudo, que los atraviesa el cuerpo, según su longitud. Por lo menos a algunos les rompen con el madero el pecho, haciendo salir la punta de él por la espalda. Mas este remedio no siempre es eficaz, pues a algunos los deja con vida. Y ya se ha visto Vampiro, que atravesado el palo por el pecho de parte a parte, hacía mofa de los ejecutores, diciendo, que les estimaba dejasen aquel palo para ahuyentar los perros. Cuando esta diligencia es inútil, usan del último recurso, que es quemarlos; de suerte, que los reducen a cenizas. Y así cesa el daño, y el miedo de su continuación. 
          Feijoo añade, además, que en lo que él denomina «esos cuentos de Vampiros se envuelven tres imposibles»:

El primero, mantenerse el Vampiro vivo en el sepulcro, no sólo muchos días, sino muchos meses. De uno, u otro se dice, que pareció después algunos años. Segundo imposible, salir del sepulcro, sin apartar la losa, ni remover la tierra, lo cual parece no puede hacerse sin verdadera penetración del cuerpo del Vampiro con el interpuesto de la tierra, y la piedra. Tercero de la misma especie, el regreso del Vampiro al sepulcro, que tampoco puede ser sin penetración, por intervenir el mismo estorbo. 

          Y muestra su extrañeza por el hecho de que se trate de un fenómeno del que solo se tienen noticias desde hace «sesenta años, o poco más»  y sólo en las regiones ya citadas, esto es Hungría, Silesia, Grecia... 
También le resulta increíble y «opuesto a la máxima diabólica», que los Vampiros  avisen a muchos de su próxima muerte, pues en su opinión el diablo trabaja para «adormecernos en la confianza de una larga vida, para que la muerte nos coja impreparados». Por otra parte -insiste-, «pretender que por verdadero milagro los Vampiros, o se conservan vivos en los sepulcros, o, muertos como los demás, resucitan, es una extravagancia, indigna de que aun se piense en ella». Feijoo considera aún más «milagrosa» la supuesta resurrección de los vampiros, pues se dice que estos salen, sin mover los sepulcros.

        Advierte además que, en su opinión, estas narraciones de vampiros se deben entender como producto de las «extravagancias, despropósitos, y quimeras es capaz la imaginativa del hombre, cuando llega a hacer muy fuerte impresión en ella algún objeto» y añade: «Es esta una potencia generativa de monstruos de todas especies, hallándose en circunstancias, que la exciten a explicar esa infeliz fecundidad. Aun el informe claro de los sentidos corpóreos es ineficaz para borrar sus siniestras impresiones». Para probar esto último recurre al testimonio que el botanista Joseph Pitton de Tournefort incluyó en la relación de su Viaje de Levante (1717), a propósito de su estancia en la isla Míkonos, en el archipiélago de las Cícladas.
 
En un lugar de aquella isla se había extendido el rumor de que veían pasear de noche a un paisano que había sido asesinado, sin que se conociera a su asesino. Lejos de limitarse al paseo, se decía que la víctima «entraba en las casas, rompía puertas, y ventanas, trastornaba los muebles, y hacía otras muchas travesuras», así que lo tomaron como un Brucolaco, denominación que reciben en Grecia -dice Feijoo-, lo que en Hungría y Silesia de llaman Vampiros-. A fin de conjurar el mal, dijeron algunas misas, pero, dado que no surtió efecto, decidieron que, nueve días después del entierro, celebrarían una nueva misa en la capilla en que estaba sepultado. Una vez terminada, desenterraron su cadáver y le arrancaron el corazón. 
        Prosigue Feijoo:

Asistió a todo muy de cerca Tournefort con sus compañeros de viaje. El cadáver era todo hediondez, y podredumbre. Con todo, los Isleños porfiaban en que mantenía su natural color, que la sangre estaba líquida, y rubicunda, aunque Tournefort, y sus compañeros no veían otra sangre que una masa de malísimo color coagulada. Y el que había arrancado el corazón, aseguraba que al tacto había reconocido el cuerpo caliente. La resolución, que luego tomaron, fue quemar el corazón. Pero esta diligencia de nada sirvió, porque el Brucolaco proseguía en sus travesuras, y aun peor que antes, porque maltrataba a golpes a los vecinos. En todas las casas entraba a molestarlos, exceptuando la del Cónsul, donde estaba alojado Tournefort con sus compañeros. Toda la Isla estaba en una confusión terrible. Todos tenían pervertida la imaginación. Los de mejor entendimiento padecían la misma extravagante impresión, que los demás. Por calles, y plazas todo era sonar en gritos: El Brucolaco, el Brucolaco. Se veían familias enteras abandonar sus casas, y muchos retirarse a la campaña. Tournefort, y sus compañeros todas las mañanas oían nuevas insolencias del Brucolaco. Apenas había quien no se quejase de algún nuevo insulto, y aun le acusaban de que cometía pecados abominables. Pero nosotros, dice el mismo Tournefort, callábamos; porque si mostrásemos disentir a sus cuentos, nos tratarían de infieles.

        Al final, optaron por «reducir a cenizas el cadáver. Hízose así. Y desde entonces no se oyeron más quejas del Brucolaco». Lo que viene a poner de manifiesto la decadencia de la Grecia moderna» que «de la más alta sabiduría» se ha despeñado por el camino de la barbarie y ello por causa -infiere- de la revolución que provocó «en aquellos espíritus la dominación Otomana. La experiencia ha mostrado siempre, que el yugo, que se carga sobre la libertad, oprime también la razón». 
        El texto completo puede leerse aquí. (Continuará).

sábado, 23 de marzo de 2013

«La dama pálida», Alejandro Dumas (hijo)

          Entre la literatura vampírica tan frecuente en el siglo XIX, no cabe duda de que uno de los relatos más conocidos es La dama pálida (1849), de Alejandro Dumas, hijo, también traducida como La bella vampirizada y el vampiro de los Cárpatos. El cuento formaba parte de su colección de cuentos de terror Los mil y un fantasmas. 
          La historia, narra en primera persona la tragedia de la noble polaca Edvige:
        «Soy polaca, nacida en Sandomir, vale decir en un país donde las leyendas se tornan artículos de fe, donde creemos en las tradiciones de familia como y -acaso más que- en el Evangelio. No hay castillo entre nosotros que no tenga su espectro, ni una cabaña que no tenga su genio familiar».
         Durante la guerra entre Rusia y Polonia, su familia se enfrenta al zar y sus hermanos mueren en el frente. El anciano padre decide morir en su castillo, pero obliga a su hija a marchar escoltada a un convento en los Cárpatos, donde años atrás había encontrado refugio la madre. Los Cárpatos encierran mil y un peligros tanto o más fieros que los rusos, pero el mayor temor lo concita el encuentro con los bandidos moldavos.
        El cortejo va guiado por un poeta popular que entona una canción con la que trata de conjurar el miedo a bandidos y vampiros, cuando es asaltado por una banda que asesina al grupo y se lleva a la joven a su castillo. Dos de ellos, los hermanos Kostaki y Gregoriska, descubre su lado sentimental y se disputan su afecto. Gregoriska le pide que huya con ella, pero Kostaki desbarata los planes. 
         La madre descubre el cadáver de Kostaki y pide a Gregoriska que encuentre al asesino de su hermano y lo mate. Mientras, por las noches, la joven Edvige es visitada por un vampiro que le sorbe la sangre haciéndola empalidecer. Gregoriska descubre lo ocurrido y planea acabar con él, pero, cuando por fin Gregoriska se enfrenta al vampiro en el monasterio de Hango, descubre que se trata de su propio hermano que se había suicidado. 
         Tras el reto a duelo, Gregoriska consigue su propósito, pero es herido de muerte y finalmente enterrado junto a su hermano. Entonces, la madre revela que ambos han sido víctimas de la maldición que había caído sobre los Brankovan, después de que un antepasado hubiera matado a un sacerdote.