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sábado, 29 de marzo de 2014

Feijoo, el duende, el vampiro, el redivivo y el brucolaco (III)

Vuelvo a retomar el asunto de los vampiros que dejé en la entrada anterior. Veamos cómo sigue Feijoo su discurso:

Parece ser, que aquellos Bárbaros nacionales no hallan dificultad en que el Vampiro esté a un mismo tiempo en dos lugares; esto es, en el sepulcro, como los demás muertos, y fuera del sepulcro, molestando a los vivos. Es verdad, que los sucesos que refieren son tan varios, que en unos se representa esta duplicada ubicación [280], y en otros, que van, y vienen, que salen de los sepulcros a hacer sus correrías, y se vuelven a ellos a su arbitrio. De suerte, que alternan, como quieren, los dos estados de muertos, y vivos.
Algunas veces el Vampiro hace la buena obra de avisar a algunos de su próxima muerte. Esto ejecuta, entrando donde hay un convite; siéntase a la mesa, como si fuese uno de los convidados, aunque ni come, ni bebe. ¿Pues a qué viene allí? A clavar la vista en éste, o aquél de los que está a la mesa, hacerle alguna señal, o gesto, lo que se tiene por pronóstico infalible, de que aquel a quien mira, muy luego ha de morir.

En cuanto a las señas por donde conocen el Vampiro que los incomoda, hallo bastante variedad en mi Autor; porque pone dos diferentes, una en una parte de su libro, otra en otra, según las varias relaciones que tenía de diferentes sujetos. A la pág. 302 se pone el siguiente rito para el examen. Se escoge un joven de tan corta edad, que se deba presumir, que no tuvo jamás obra venérea, y se pone en un caballo negro, que tampoco haya usado del otro sexo de su especie; hácesele pasear por el cementerio, de modo, que toque todas las losas. Si resiste el caballo pisar alguna, por más que le espoleen, o fustiguen, se tiene por seña indubitable, que allí está enterrado el Vampiro que se busca. Pero a la pág. 423 se lee otra muy diferente. Van a reconocer al cementerio todas las fosas; y aquella, en quien notan dos, o tres, o más agujeros del grueso de un dedo, dan por infalible que es el hospedaje del Vampiro.

Mas, o estos indicios tal vez falsean, o ni uno, ni otro se practica en algunas partes; porque en uno, de los muchos sucesos, que el Autor refiere, veo, que la diligencia que se hizo para descubrir el Vampiro, fue abrir todas las fosas, para ver qué cadáver tenía las circunstancias que dije arriba; porque éstas son las que últimamente deciden, que se use de esta, que de aquella práctica en la investigación del Vampiro

Descubierto éste, el arbitrio que se toma para librarse de su persecución, es darle segunda muerte, o matarle más, por no considerarle bastantemente muerto. Pero esta segunda muerte es cruel, o porque piensan que todo eso es menester para acabar con él, o por parecerles que los daños, que ha hecho, merecen un suplicio muy riguroso. Empálanle, pues, pero no siempre según la práctica de Moscovia, donde a los grandes facinerosos clavan en un madero puntiagudo, que los atraviesa el cuerpo, según su longitud. Por lo menos a algunos les rompen con el madero el pecho, haciendo salir la punta de él por la espalda. Mas este remedio no siempre es eficaz, pues a algunos los deja con vida. Y ya se ha visto Vampiro, que atravesado el palo por el pecho de parte a parte, hacía mofa de los ejecutores, diciendo, que les estimaba dejasen aquel palo para ahuyentar los perros. Cuando esta diligencia es inútil, usan del último recurso, que es quemarlos; de suerte, que los reducen a cenizas. Y así cesa el daño, y el miedo de su continuación. 
          Feijoo añade, además, que en lo que él denomina «esos cuentos de Vampiros se envuelven tres imposibles»:

El primero, mantenerse el Vampiro vivo en el sepulcro, no sólo muchos días, sino muchos meses. De uno, u otro se dice, que pareció después algunos años. Segundo imposible, salir del sepulcro, sin apartar la losa, ni remover la tierra, lo cual parece no puede hacerse sin verdadera penetración del cuerpo del Vampiro con el interpuesto de la tierra, y la piedra. Tercero de la misma especie, el regreso del Vampiro al sepulcro, que tampoco puede ser sin penetración, por intervenir el mismo estorbo. 

          Y muestra su extrañeza por el hecho de que se trate de un fenómeno del que solo se tienen noticias desde hace «sesenta años, o poco más»  y sólo en las regiones ya citadas, esto es Hungría, Silesia, Grecia... 
También le resulta increíble y «opuesto a la máxima diabólica», que los Vampiros  avisen a muchos de su próxima muerte, pues en su opinión el diablo trabaja para «adormecernos en la confianza de una larga vida, para que la muerte nos coja impreparados». Por otra parte -insiste-, «pretender que por verdadero milagro los Vampiros, o se conservan vivos en los sepulcros, o, muertos como los demás, resucitan, es una extravagancia, indigna de que aun se piense en ella». Feijoo considera aún más «milagrosa» la supuesta resurrección de los vampiros, pues se dice que estos salen, sin mover los sepulcros.

        Advierte además que, en su opinión, estas narraciones de vampiros se deben entender como producto de las «extravagancias, despropósitos, y quimeras es capaz la imaginativa del hombre, cuando llega a hacer muy fuerte impresión en ella algún objeto» y añade: «Es esta una potencia generativa de monstruos de todas especies, hallándose en circunstancias, que la exciten a explicar esa infeliz fecundidad. Aun el informe claro de los sentidos corpóreos es ineficaz para borrar sus siniestras impresiones». Para probar esto último recurre al testimonio que el botanista Joseph Pitton de Tournefort incluyó en la relación de su Viaje de Levante (1717), a propósito de su estancia en la isla Míkonos, en el archipiélago de las Cícladas.
 
En un lugar de aquella isla se había extendido el rumor de que veían pasear de noche a un paisano que había sido asesinado, sin que se conociera a su asesino. Lejos de limitarse al paseo, se decía que la víctima «entraba en las casas, rompía puertas, y ventanas, trastornaba los muebles, y hacía otras muchas travesuras», así que lo tomaron como un Brucolaco, denominación que reciben en Grecia -dice Feijoo-, lo que en Hungría y Silesia de llaman Vampiros-. A fin de conjurar el mal, dijeron algunas misas, pero, dado que no surtió efecto, decidieron que, nueve días después del entierro, celebrarían una nueva misa en la capilla en que estaba sepultado. Una vez terminada, desenterraron su cadáver y le arrancaron el corazón. 
        Prosigue Feijoo:

Asistió a todo muy de cerca Tournefort con sus compañeros de viaje. El cadáver era todo hediondez, y podredumbre. Con todo, los Isleños porfiaban en que mantenía su natural color, que la sangre estaba líquida, y rubicunda, aunque Tournefort, y sus compañeros no veían otra sangre que una masa de malísimo color coagulada. Y el que había arrancado el corazón, aseguraba que al tacto había reconocido el cuerpo caliente. La resolución, que luego tomaron, fue quemar el corazón. Pero esta diligencia de nada sirvió, porque el Brucolaco proseguía en sus travesuras, y aun peor que antes, porque maltrataba a golpes a los vecinos. En todas las casas entraba a molestarlos, exceptuando la del Cónsul, donde estaba alojado Tournefort con sus compañeros. Toda la Isla estaba en una confusión terrible. Todos tenían pervertida la imaginación. Los de mejor entendimiento padecían la misma extravagante impresión, que los demás. Por calles, y plazas todo era sonar en gritos: El Brucolaco, el Brucolaco. Se veían familias enteras abandonar sus casas, y muchos retirarse a la campaña. Tournefort, y sus compañeros todas las mañanas oían nuevas insolencias del Brucolaco. Apenas había quien no se quejase de algún nuevo insulto, y aun le acusaban de que cometía pecados abominables. Pero nosotros, dice el mismo Tournefort, callábamos; porque si mostrásemos disentir a sus cuentos, nos tratarían de infieles.

        Al final, optaron por «reducir a cenizas el cadáver. Hízose así. Y desde entonces no se oyeron más quejas del Brucolaco». Lo que viene a poner de manifiesto la decadencia de la Grecia moderna» que «de la más alta sabiduría» se ha despeñado por el camino de la barbarie y ello por causa -infiere- de la revolución que provocó «en aquellos espíritus la dominación Otomana. La experiencia ha mostrado siempre, que el yugo, que se carga sobre la libertad, oprime también la razón». 
        El texto completo puede leerse aquí. (Continuará).

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