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sábado, 15 de marzo de 2014

Meléndez Valdés Oda XLII. «El abanico» (II)

Como veíamos en la entrada anterior, la dama no está dispuesta a soltar su prenda y así, el enamorado es un nuevo Tántalo, al que no deja de tentar. Así, mueve su abanico, que de inmediato se convierte en el símbolo de su poder, de su imperio amoroso, bajo el que el enamorado está dispuesto a consumir sus días:

François Boucher, Madame Pompadour


Tú, festiva, lo ríes,
y una mirada amable
es el premio dichoso
de tan dulces debates.
Mientras llamas de nuevo
con medidos compases
al fugaz cefirillo
a tu seno anhelante,
en mis ansias y quejas,
fingiendo no escucharme,
con raudo movimiento
lo cierras y lo abres;
mas súbito rendida,
batiéndolo incesante,
me indicas, sin decirlo,
las llamas que en ti arden.
Una vez que en tu seno
maliciosa lo entraste,
yo, suspirando, dije:
«¡Allí quisiera hallarme!»
Y otra vez ¡ay Dorila!
que a mi rival hablaste
no sé qué, misteriosa,
poniéndolo delante,
lloreme ya perdido,
creyéndote mudable,
y ardiéndoseme el pecho
con celos infernales.
Si quieres con alguno
hacer la inexorable,
le dice tu abanico:
«No más, necio, me canses».
Él a un tiempo te sirve
de que alejes y llames,
favorable acaricies,
y enojada amenaces.
Cerrado en tu alba mano,
cetro es de amor brillante,
ante el cual todos rinden
gustoso vasallaje;
o bien pliega en tu seno
con gracia inimitable
la mantilla, que tanto
lucir hace tu talle.
A la frente lo subes,
a que artero señale
los rizos que a su nieve
dan un grato realce.
Lo bajas a los ojos,
y en su denso celaje
se eclipsan un momento
sus llamas centelleantes
porque logren lumbrosos,
de súbito al mostrarse,
su triunfo más seguro
y como el rayo abrasen.
¡Ah, quién su ardor entonces
resista, y qué de amantes
burlándose, embebecen
sus niñas celestiales!
En todo eres, Dorila,
donosa; a todo sabes
llevar, sin advertirlo
tus gracias y tus sales.
¡Feliz mil y mil veces
quien en unión durable,
en ti correspondido,
cual yo merece amarte!
Y en esa continua tentación desea permanecer.

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