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martes, 13 de diciembre de 2016

La vacuna contra la viruela de Balmis

     El siglo ilustrado alabó cuando pudo el progreso científico y literario, aunque en este último campo, también hubiera sus banderías como ahora.
     A propósito del descubrimiento de la vacuna contra la viruela, Manuel José Quintana escribió en 1806 la siguiente oda, donde los americanos reclaman la vacuna descubierta por Jenner, como compensación a todas las miserias que llevaron allí los conquistadores españoles:

¡Virgen del mundo, América inocente!
Tú, que el preciado seno
al cielo ostentas de abundancia lleno,
y de apacible juventud la frente;
tú, que a fuer de más tierna y más hermosa
entre las zonas de la madre tierra,
debiste ser del hado,
ya contra ti tan inclemente y fiero,
delicia dulce y el amor primero,
óyeme: si hubo vez en que mis ojos,
los fastos de tu historia recorriendo,
no se hinchesen de lágrimas; si pudo
mi corazón sin compasión, sin ira
tus lástimas oír, ¡ah!, que negado
eternamente a la virtud me vea,
y bárbaro y malvado,
cual los que así te destrozaron, sea.

Con sangre están escritos
en el eterno libro de la vida
esos dolientes gritos
que tu labio afligido al cielo envía.
Claman allí contra la patria mía,
y vedan estampar gloria y ventura
en el campo fatal donde hay delitos.
¿No cesarán jamás? ¿No son bastantes
tres siglos infelices
de amarga expiación? Ya en estos días
no somos, no, los que a la faz del mundo
las alas de la audacia se vistieron
y por el ponto Atlántico volaron;
aquéllos que al silencio en que yacías,
sangrienta, encadenada, te arrancaron.

«Los mismos ya no sois; pero ¿mi llanto
por eso ha de cesar? Yo olvidaría
el rigor de mis duros vencedores:
su atroz codicia, su inclemente saña
crimen fueron del tiempo, y no de España.
Mas ¿cuándo ¡ay Dios! los dolorosos males
podré olvidar que aun mísera me ahogan?
Y entre ellos... ¡Ah!, venid a contemplarme,
si el horror no os lo veda, emponzoñada
con la peste fatal que a desolarme
de sus funestas naves fue lanzada.
Como en árida mies hierro enemigo,
como sierpe que infesta y que devora,
tal su ala abrasadora
desde aquel tiempo se ensañó conmigo.
Miradla abravecerse, y cuál sepulta
allá en la estancia oculta
de la muerte mis hijos, mis amores.
Tened, ¡ay!, compasión de mi agonía,
los que os llamáis de América señores;
ved que no basta a su furor insano
una generación; ciento se traga;
y yo, expirante, yerma, a tanta plaga
demando auxilio, y le demando en vano».

Con tales quejas el Olimpo hería,
cuando en los campos de Albión natura
de la viruela hidrópica al estrago
el venturoso antídoto oponía.
La esposa dócil del celoso toro
de este precioso don fue enriquecida,
y en las copiosas fuentes le guardaba
donde su leche cándida a raudales
dispensa a tantos alimento y vida.
Jenner lo revelaba a los mortales;
las madres desde entonces
sus hijos a su seno
sin susto de perderlos estrecharon,
y desde entonces la doncella hermosa
no tembló que estragase este veneno
su tez de nieve y su color de rosa.
A tan inmenso don agradecida
la Europa toda en ecos de alabanza
con el nombre de Jenner se recrea;
y ya en su exaltación eleva altares
donde, a par de sus genios tutelares,
siglos y siglos adorar le vea.


En los versos que siguen, Quintana recuerda la gesta heroica del alicantino Francisco Javier Balmis Berenguer (Alicante, 1753-Madrid, 1819), que llevó la vacuna a ultramar, tanto a los puertos de América como de Asia.
De tanta gloria a la radiante lumbre,
en noble emulación llenando el pecho,
alzó la frente un español: «No sea»,
clamó, «que su magnánima costumbre
en tan grande ocasión mi patria olvide.
El don de la invención es de Fortuna,
gócele allá un inglés; España ostente
su corazón espléndido y sublime,
y dé a su majestad mayor decoro,
llevando este tesoro
donde con más violencia el mal oprime.
Yo volaré; que un Numen me lo manda,
yo volaré: del férvido Oceano
arrostraré la furia embravecida,
y en medio de la América infestada
sabré plantar el árbol de la vida».

Dijo; y apenas de su labio ardiente
estos ecos benéficos salieron,
cuando, tendiendo al aire el blando lino,
ya en el puerto la nave se agitaba
por dar principio a tan feliz camino.
Lánzase el argonauta a su destino.
Ondas del mar, en plácida bonanza
llevad ese depósito sagrado
por vuestro campo líquido y sereno;
de mil generaciones la esperanza
va allí, no la aneguéis, guardad el trueno,
guardad el rayo y la fatal tormenta
al tiempo en que, dejando
aquellas playas fértiles, remotas,
de vicios y oro y maldición preñadas,
vengan triunfando las soberbias flotas.

A Balmis respetad. ¡Oh heroico pecho,
que en tan bello afanar tu aliento empleas!
Ve impávido a tu fin. La horrenda saña
de un ponto siempre ronco y borrascoso,
del vértigo espantoso
la devorante boca,
la negra faz de cavernosa roca
donde el viento quebranta los bajeles,
de los rudos peligros que te aguardan
los más grandes no son ni más crueles.
Espéralos del hombre: el hombre impío,
encallado en error, ciego, envidioso,
será quien sople el huracán violento
que combata bramando el noble intento.
Mas sigue, insiste en él firme y seguro;
y cuando llegue de la lucha el día,
ten fijo en la memoria
que nadie sin tesón y ardua porfía
pudo arrancar las palmas de la gloria.

Llegas en fin. La América saluda
a su gran bienhechor, y al punto siente
purificar sus venas
el destinado bálsamo: tú entonces
de ardor más generoso el pecho llenas;
y obedeciendo al Numen que te guía,
mandas volver la resonante prora
a los reinos del Ganges y a la Aurora.
El mar del Mediodía
te vio asombrado sus inmensos senos
incansable surcar; Luzón te admira,
siempre sembrando el bien en tu camino,
y al acercarte al industrioso chino,
es fama que en su tumba respetada
por verte alzó la venerable frente
Confucio, y que exclamaba en su sorpresa:
«¡Digna de mi virtud era esta empresa».

¡Digna, hombre grande, era de ti! ¡Bien digna
de aquella luz altísima y divina,
que en días más felices
la razón, la virtud aquí encendieron!
Luz que se extingue ya: Balmis, no tornes;
no crece ya en Europa
el sagrado laurel con que te adornes.
Quédate allá, donde sagrado asilo
tendrán la paz, la independencia hermosa;
quédate allá, donde por fin recibas
el premio augusto de tu acción gloriosa.
Un pueblo, por ti inmenso, en dulces himnos,
con fervoroso celo
levantará tu nombre al alto cielo;
y aunque en los sordos senos
tú ya durmiendo de la tumba fría
no los oirás, escúchalos al menos
en los acentos de la musa mía.

     El venezolano Andrés Bello (Caracas, 1781 - Santiago de Chile, 1865), también le había dedicado en 1804 una Oda "A la vacuna. Poema en acción de gracias al rey de las Españas por la propagación de la vacuna en sus dominios, dedicado al señor Don Manuel de Guevara Vasconcelos, presidente gobernador y capitán general de las provincias de Venezuela", que finaliza con el agradecimiento a Balmis:

Y a ti, Balmis, a ti que, abandonando
 el clima patrio, vienes como genio
 tutelar, de salud, sobre tus pasos,
 una vital semilla difundiendo,
 ¿qué recompensa más preciosa y dulce
 podemos darte? ¿Qué más digno premio
 a tus nobles tareas que la tierna
 aclamación de agradecidos pueblos
 que a ti se precipitan? ¡Oh, cuál suena
 en sus bocas tu nombre!... ¡Quiera el Cielo,
 de cuyas gracias eres a los hombres
 dispensador, cumplir tan justos ruegos;
 tus años igualar a tantas vidas,
 como a la Parca roban tus desvelos;
 y sobre ti sus bienes derramando
 Con largueza, colmar nuestros deseos!