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lunes, 2 de junio de 2014

Cuentos del Romanticismo. (I)

Afortunadamente desde hace algunos años contamos con estupendas antologías, y muy asequibles, para conocer algunos de los mejores cuentos del Romanticismo español. Entre ellas, merece la pena destacar la que hiciera Montserrat Trancón para la editorial Jade, Relatos fantásticos del Romanticismo español (1999) y la más reciente de Borja Rodríguez Gutiérrez, Antología del cuento romántico (2008), para Biblioteca Nueva, que actualmente puede consultarse en edición digital en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes. Aun así, la producción cuentística de este periodo es inmensa y son muchos los títulos en los que sigue siendo necesario acudir a los periódicos y revistas de la época para su lectura, claro que algunos de estos son accesibles ya desde hemerotecas digitales como la que alberga la página de la Biblioteca Nacional.
         Como he comentado en entradas anteriores, buena parte de los escritores se ganaron la vida publicando en las numerosas y, en ocasiones efímeras, publicaciones periódicas que se editaron tanto en Madrid como en provincias y no solo lo hicieron por ganar un sustento rápido sino también porque el eco de su difusión podía garantizar la publicación posterior en libro, el sueño de todos los escritores. En las páginas de El Artista (1835) publicó su primer relato «La madre o El combate de Trafalgar», una desconocida autora, que pefería ocultarse tras su C.B. y que luego resultaría ser Cecilia Böhl de Faber, quien una década después se haría famosa con el seudónimo Fernán Caballero. En esa misma revista y en ese mismo año José de Espronceda daría a la luz su cuento «La pata de palo».
El Artista. 1835

sábado, 17 de mayo de 2014

La agonía del Tenorio

         Desde El Burlador de Sevilla —sea de Tirso de Molina o de Andrés de Claramonte— al Don Juan Tenorio de Zorrilla, el vencimiento del plazo que otorga al seductor la divinidad se ha convertido en un motivo dramático fundamental, si bien la agonía cobra en unas obras mayor dimensión y complejidad textual que en otras.
Parece claro que en la versión barroca el proceso agónico es muy breve. Se inicia en el momento en que Don Gonzalo tiende la mano al seductor y este le responde:
D. Juan        ¡Que me abraso! ¡No me abrases
                     con tu fuego!                 
Advertido por Don Gonzalo de que ese fuego es el castigo que Dios le impone por sus culpas: «Ésta es justicia de Dios: "quien tal hace, que tal pague"», el burlador ruega de nuevo:

D. Juan       ¡Que me abraso, no me aprietes! 
                    Con la daga he de matarte.
                    Mas, ¡ay, que me canso en vano
                    de tirar golpes al aire!
Don Gonzalo no se ablanda y Don Juan pide entonces confesión, pero don Gonzalo rechaza tal posibilidad: «No hay lugar: ya acuerdas tarde». Y efectivamente, poco puede durar ya la lucha:

D. Juan       ¡Que me quemo! ¡Que me abraso!
                    ¡Muerto soy!
         Y efectivamente, la acotación indica que Don Juan «cae muerto».
Bastante más larga es la agonía que sufre el protagonista de El Estudiante de Salamanca, «segundo Don Juan Tenorio», en el que, sin duda, también se inspirará Zorrilla, como puede comprobarse a partir de la presencia de varios motivos que luego reaparecerán en la obra del vallisoletano. Cuando dirigen sus pasos hacia la muerte, ambos protagonistas acaban de matar a un rival en un desafío y ambos tienen un encuentro que los avisa de su próxima muerte. Félix de Montemar se encuentra con la figura de una mujer misteriosa, a la que sigue por un espacio fantástico, que se abre después de que Don Félix «se adelanta / por la calle fatal del Ataúd». Siguiendo a la devota tapada, descubre la imagen de Jesús alumbrada por una lamparilla, ante la que el impío no duda en blasfemar, a pesar de que «La calle parece se mueve y camina, / faltarle la tierra sintió bajo el pie». Su arrogancia lo mismo que ocurrirá en el don Juan de Zorrilla le hace pensar que lo vivido es efecto del vino, del «néctar jerezano» y así insiste en importunar por segunda vez a la dama. Es entonces cuando esta comienza sus rosario de advertencias:  «—Hay riesgo en seguirme». «—Quizá luego os pese». «—Ofendéis al cielo». Y, por fin, en el verso 230 «—¡Vuestra última hora quizá esta será!...», seguida de una nueva advertencia, en la que Don Félix advierte que la dama lo conoce: «Dejad ya, don Félix, delirios mundanos.». Pero Don Felix no se arredra y le pide trocar los sermones por conversaciones de «amores» y declara una vez más que sólo le interesa el presente y los goces. Cuando la dama, resignada, exclama «—¡Cúmplase en fin tu voluntad, Dios mío!—», inicia, seguida de Montemar, un recorrido por «tristes calles, / plazas solitarias,», donde una «maldecida bruja / con ronca voz canta, y de los sepulcros  /los muertos levanta» (vv.258-261). Don Félix empieza a sentirse perdido, parece recorrer otra ciudad, «y ve fantásticas torres» (v.284) que se arrancan de su pedestal, y los espectros inician danzas macabras. La danza de los fantasmas es de nuevo considerada como efecto «del málaga» que bebió y lejos de atemorizarse se burla del silencio de  la blanca visión que se detiene para dejar pasar  unos «enlutados bultos», que traen em medio un féretro con dos cadáveres. A pesar de reconocer en ellos a Diego de Pastrana y a sí mismo, Montemar insiste en creerlo «ilusión de los sentidos». Una nueva blasfemia y Don Félix vuelve de nuevo a su conversación con la dama a quien urge a indicarle donde vive, dado que es tarde, a lo que esta responde: «—Tarde, aún no; de aquí a una hora lo será.» (vv. 460-461). Y unos versos más adelante:
—Cada paso que avanzáis              
lo adelantáis a la muerte,              
don Félix. ¿Y no tembláis,      470          
y el corazón no os advierte              
que a la muerte camináis?
       Montemar responde con una nueva blasfemia y cuando anima a la visión a continuar el camino, esta se detiene ante una puerta. La altivez del protagonista, convertido ahora en  «un Segundo Lucifer» que se atreve a pedir cuentas a Dios. Montemar se adentra por un muro que lo conduce a otro mundo, pero su agonía comienza cuando la misteriosa dama del «blanco velo» (v. 810)


al fiero Montemar tendió una mano,


y era su tacto de crispante hielo,


y resistirlo audaz intentó en vano:



   galvánica, cruel, nerviosa y fría,


histérica y horrible sensación,


oda la sangre coagulada envía


agolpada y helada al corazón... (v. 817).
Don Juan Tenorio. BVMC

        Finalmente, en el caso de del Don Juan de Zorrilla su agonía parecen comenzar con estas palabras:

D. Juan       Pavor jamás conocido   
                   el alma fiera me asalta,   
                   y aunque el valor no me falta,   
                   me va faltando el sentido.
Al menos eso es lo que interpreta el Comendador:
Estatua          Eso es, don Juan, que se va    
                   concluyendo tu existencia,    
                   y el plazo de tu sentencia    
                   fatal ha llegado ya.
         De modo que los versos que siguen a continuación no pueden concluir sino en la muerte. La agonía que padece este Don Juan es mucho más breve y difiere notablemente de la sufrida por Montemar, tanto cuanto más diferencias tendrá la solución final de ambas.

jueves, 28 de noviembre de 2013

«El Estudiante de Salamanca» y las leyendas de seducción y conversión final.

Como poema romántico, El estudiante de Salamanca participa de una doble adscripción genérica el cuento en verso y la leyenda, en la que El estudiante podría insertarse por su alusión a la historia o, más concretamente, a la tradición. Efectivamente, a ella nos remite el narrador cuando al comienzo del poema funda su relato en lo que «antiguas historias cuentan» y sitúa el origen de la acción en un ámbito espacio-temporal tan apropiado para el misterio como para contar relatos de terror. También, al final del poema, el narrador trata nuevamente de anclar en la tradición oral la increíble anécdota del poema, la de una supuesta aparición diabólica «que en forma de mujer y en una blaca / túnica misteriosa revestido/ aquella noche el diablo a Salamanca/ había en fin por Montemar venido». 
        Las fórmulas orales «vedla», «vedle», propias de la épica parecen insistir en esa tradición y el hecho de que Félix de Montemar sea presentado como «Segundo don Juan Tenorio», parece recordar la conocida leyenda del burlador de mujeres que, como señaló en su momento Robert Marrast, en la versión publicada en la revista Museo artístico y literario ofrece la siguiente variante: «Nuevo don Juan de Marana». La historia de este seductor arrepentido fue objeto de una relación escrita por el jesuita Juan de Cárdenas en 1680 y muy conocida en su Sevilla natal, donde llegaría a oídos de Merimée todavía en su viaje de 1830.
          Marrast, y José M. Díez Taboada, apuntan que esta última historia se mezcla con la leyenda del estudiante Lisardo, que recoge Antonio de Torquemada en el Jardín de flores curiosas (Salmanca, 1570) y donde se narra cómo un joven que se dispone a seducir a una monja asiste, de camino al convento, a su propio funeral. Como indica Marrast, la leyenda de Lisardo se popularizó gracias a los romances Lisardo, el estudiante de Córdoba, que aún eran conocidos en el XIX. Entre otras historias de pecadores arrepentidos, añade Marrast la de San Franco de Sena, al que se alude en la tercera parte de la obra de Espronceda, que terminará por arrepentirse de su vida licenciosa después de perder la vista.
           La novedad de El Estudiante de Salamanca radica precisamente en que ningún aviso logra asustar al estudiante, que sigue obstinado en su maldad y muere persistiendo en su rebeldía contra la divinidad. En ese sentido, Espronceda sería el representante de ese Romanticismo liberal, del que en Europa destacan principalmente Victor Hugo y Byron.

martes, 26 de noviembre de 2013

Tres genios del Romanticismo español (II). Espronceda.

Al hablar de Espronceda, que él considera el tercer genio del Romanticismo, señala: 
«El otro eminente poeta y corifeo del romanticismo ha sido Espronceda. Espronceda, menos fecundo que Zorrilla y que el duque de Rivas, pero más apasionado. Sus versos, cuando son de amores, o cuando la ambición o el orgullo le conmueven, están escritos con sangre del corazón: y nadie negará que este corazón era grande. En él se abrigaban pasiones vehementísimas y sublimes. Espronceda, 


con pensamientos de ángel,


con mezquindades de hombre,



hubiera sido más que Byron, si hubiera nacido donde, y como Byron nació. Espronceda no podía escribir para ganar dinero, alumbrado por una vela de sebo, y en una mesa de pino. Como todo hombre de gran ser, que camina por el mundo sin la luz de una esperanza celeste, necesitaba Espronceda vivir, gozar y amar en el mundo: y los deseos no satisfechos pervirtieron y ulceraron su corazón, que era bueno, y el abandono de su juventud y los extravíos consiguientes llenaron su alma de ideas falsas y sacrílegas. Mas a pesar de todo, la bondad nativa, la ternura delicada de su pecho y el culto y la devoción respetuosa con que se inclinaba Espronceda ante lo hermoso y lo justo, y con que adoraba y se confiaba en la amistad y en el amor, brillan en sus acciones como en sus versos». 

Pero Valera tiene que esforzarse en contrarrestar la idea de que Espronceda no es un simple imitador de Byron.


«Dicen los envidiosos que Espronceda no hace sino imitar a Byron. Yo confieso que le imita en algunas digresiones de El Diablo-Mundo, en el canto del Pirata, y en la carta de doña Elvira, de El Estudiante de Salamanca, que es casi una traducción de la de doña Julia». 

Aun cuando puedan señalarse algunas concurrencias entre una y otra obra, y no creo que el ejemplo de la carta lo sea, salvo la utilización de este recurso dramático y la alusión a las lágrimas que puedan encontrarse en la misma. Lo cierto es que en opinión de Valera, la profundidad del carácter de Félix de Montemar, y, particularmente, la de Elvira es en todo original y de mayor calado:

«[...] estos envidiosos no comprenden o no quieren comprender que D. Félix de Montemar no está tomado de Byron, y vale tanto o más que los héroes de Byron; así como doña Elvira vale más que Medora y que Gulnara, cuando va loca de amor procurando en el jardín al traidor que la olvida, y cuando muere de dolor entre los brazos de su madre, bendiciendo aún la mano que la ha herido de muerte». 

 Valera alude aquí a los Cantos II y III de El Corsario, de Byron. «En dicha obra, Conrado cae en poder de Seïde, el bajá turco. Gulnara se enamora de Conrado, pero éste recuerda todavía a Medora, a la que cree muerta, lo que provoca los celos de la Sultana. El recurso a la mano de la Sultana aparece también en El Corsario, en la Stanza XII del Canto II. En la obra de Byron, Gulnara apuñala a Seïde y libera a Conrado. Tras la muerte de Medora, Conrado se marcha solo». (Cf., «Valera y Byron», en antonio Hurtado, Poesía y paráfrasis).