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domingo, 3 de noviembre de 2013

Escribir en el siglo XIX (I)

         Recurrir a la frase «Se hicieron literatos para ser políticos» se ha convertido ya en un tópico que quizás no permita ver todo su alcance, porque efectivamente muchos escritores del ochocientos cultivaron la literatura para desde ella lanzarse a la res publica, pero aun cuando esto ocurrió, especialmente en las primeras décadas del XIX y, más concretamente, en los años de las Cortes de Cádiz, no fue este su objetivo primordial. Es más, muchos de los escritores que se lanzaron a la política desde la tribuna de los periódicos, eran literatos que cultivaban las letras en sus ratos de ocio y ejercían otras tareas «más altas» en el campo de la magistratura, de la judicatura, la carrera militar, la eclesiástica o incluso la más llana empresa comercial. Si bien es cierto que la creciente politización y decantación ideológica de la nueva ciudadanía, la necesidad de crear y sostener una opinión pública ofreció la coyuntura adecuada para que estos escritores se convirtieran más o menos ocasionalmente en políticos o, al menos, en ciudadanos fuertemente politizados.
         Es bien sabido, no obstante, que esta situación duró muy poco y que Fernando VII, que nunca estuvo dispuesto a compartir su poder, aprovechó la ocasión que le brindaron los firmantes del denominado Manifiesto de los Persas, para reunir en su persona el control absoluto del poder, terminando así con cualquier posibilidad de seguir ejerciendo los recién adquiridos derechos ciudadanos y menos aún los políticos. Claro que muchos escritores, aquellos que sobrevivieron a la persecución y al exilio, exterior o interior, buscaron cualquier oportunidad para volver a la arena pública, una oportunidad que llegaría, aunque por un espacio muy limitado de tiempo con el Trienio. En esos años de 1820 al 23, los periódicos, la poesía, y desde luego el teatro, volvieron a tomar las riendas de la opinión pública. 


        Justo en estos años el eclesiástico y antiguo afrancesado Sebastián de Miñano y Bedoya (Becerril de Campos, Palencia, 1779) publica sus Lamentos políticos de un pobrecito holgazán, que estaba acostumbrado a vivir a costa agena (1820), una obra en la que satirizaba los tipos del Antiguo Régimen y de la que, según Eugenio de Ochoa, se vendieron en España y América 8.000 ejemplares y que irá alternando, al principio, con la publicación de las 18 Cartas de Don Justo Balanza. También colaboró asiduamente en periódicos como El Imparcial y El Censor, desde donde atacó a los liberales y expuso tesis claramente anticonstitucionales, que sin embargo no llegaban a las tesis ultrarreaccionarias de otros periódicos como El Restaurador. Dada la crispación de la vida política Miñano terminaría por marchar a Francia a luchar a favor de Fernando VII desde la embajada en París. Aunque pudo volver a España, la actuación de sus enemigos calomardinos haría que en 1830 decidiera fijar su residencia en Bayona, donde moriría en 1845, después de haber realizado un breve viaje por Asturias en 1842. Ejemplo, pues de hombre y escritor de enorme vocación política.

lunes, 8 de julio de 2013

Filología, la palabra

           Aunque los vientos parecen empujar para que la Filología desaparezca, al menos de los títulos de muchos de los nuevos planes de estudio de grado, algunos nos hemos empeñado en mantener, contra viento y marea, ese amor a la palabra. Es una cuestión que he tratado de explicar a mis alumnos y una convicción que he tratado de compartir con ellos. Sin saber manejar correctamente los recursos del lenguaje, no somos capaces de compartir nuestras ideas, gustos, apegos, amores y desamores, y no somo capaces siquiera de hacernos entender, de defender nuestros proyectos y luchar por nosotros mismos.
         Lo sabía muy bien Mariano José de Larra, escritor, periodista, dramaturgo ocasional y crítico literario, que hubo de aprender un nuevo idioma cuando tuvo que marchar a los seis años con toda su familia a Francia, porque el padre había colaborado con el gobierno de José Bonaparte. Quizás, siendo tan niño, aquel cambio lo viviera como una novedad, una aventura, a la que pronto pudo acostumbrarse, lo que ya no me parece tan factible es que, cuando hubo de volver a los nueve años, y cursar unos estudios en un idioma que habría quedado limitado al ámbito familiar, la readaptación fuera sencilla. Por eso, cuando, siendo ya escritor reputado, hubo de enfrentarse a la tarea de escribir en francés, la empresa le pareciera, si no hercúlea, al menos sí bastante complicada, a pesar de que su labor como traductor de comedias francesas lo mantenía familiarizado con el francés.
          Todas esas vivencias, debieron hacerlo muy consciente de lo que valía el idioma, de lo difícil que era usarlo de forma correcta y precisa, y de la ligereza con que muchos escritores se servían de lo que era su herramienta de trabajo.
          Claro que no eran los únicos, los políticos estragaban, retorcían, el idioma, daban vueltas a las palabras hasta vaciarlas de contenido y, más que hacerse entender por el pueblo, trabajaban con ahínco por engañarlo, por confundirlo, así que, para tratar de acabar con esta pesadilla filológica, invirtió muchas horas en elaborar un Diccionario, en el que, al parecer, estuvo trabajando hasta el fin de sus días.
          Pero, al advertir el poder de la palabra y lo poco dispuestos que estaban algunos a ceder su hegemonía, y al darse cuenta de la alianza de algunos periódicos con los políticos, decidió hacerles frente:


¿Ha dicho usted «hidra de la discordia», «justicia», «procomún», «horizonte», «iris» y «legalidad»? Ved enseguida a los pueblos palmotear, hacer versos, levantar arcos, poner inscripciones. ¡Maravilloso don de la palabra! ¡Fácil felicidad! Después de un breve diccionario de palabras de época, tómese usted el tiempo que quiera: con sólo decir «mañana» de cuando en cuando y echarles palabras todos los días, como echaba Eneas la torta al Cancerbero, duerma usted tranquilo sobre sus laureles.
Tal es la historia de todos los pueblos, tal la historia del hombre... Palabras todo, ruido, confusión: positivo, nada. ¡Bienaventurados los que no hablan, porque ellos se entienden! Fígaro. («Las palabras», Revista Española, nº 209, 8 de mayo de 1834).

Así que luchó también, sobre todo, para que ningún político, ningún empresario, consiguiera silenciar su palabra, porque con ella, a través de la crítica, y de la sátira, podía abrir los ojos, las mentes de sus lectores y cambiar el mundo, o, al menos, intentarlo. 
          Esa es una de las metas a las que un filólogo, y un profesor, debe aspirar, así que, sin caer en el intento, espero seguir compartiendo con Larra ese sueño.