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martes, 23 de abril de 2019

En el día del libro. Manuel Fernández y González


 El día del libro en España está vinculado a la memoria de Miguel de Cervantes y aunque las distancias son muchas, quiero hoy traer aquí a un escritor que si no fue un genio sí que tuvo una pasión infinita por la literatura.

     El andaluz Manuel Fernández y González, de quien me he ocupado en otras ocasiones, escribió mucho y a veces de forma descuidada, pero eso no le quita el mérito de haber conectado con muchos lectores y algunos muy jóvenes que como Tomás Luceño, Blasco Ibáñez, Galdós o Baroja se sintieron impresionados con su imaginación desbordante.
      Una obra tan prolífica, de más de doscientos títulos, ha impedido que su literatura haya sido estudiada como se merece. Apenas sí existen algunos trabajos sueltos, y una tesis sobre su primera producción dramática. Y sin embargo, fueron muchos los que llegaron a la literatura a través de sus páginas. Cabe recordar que un joven Blasco Ibáñez se marchó de su casa en Valencia a Madrid para conocer al autor sevillano y que él mismo, además de Tomás Luceño o Julio Nombela fueron escribientes o colaboradores suyos, dado que Fernández y González fue perdiendo la vista y dictaba sus novelas a varios amanuenses. En realidad, como él mismo recuerda, fue Nombela quien dio a conocer que él utilizaba taquígrafos de la escuela de Madrazo para dictar sus novelas, porque así podía dar salida a más encargos.
     También podía ocurrir, como en el caso de las colaboraciones de Nombela con el autor andaluz, que una indisposición impidiese al autor cumplir sus encargos y entonces este recurriese a un autor en el que, por contrato con el editor, pudiese delegar.
     La vida de Fernández y González es, por otro lado sumamente novelesca, casi más que la de Cervantes, pues nacido en Sevilla cuando su padre, militar liberal estaba allí destinado, se crió en Granada con su padre en prisión, denunciado por conspirar contra Fernando VII y con una madre que tenía relaciones de amistad con Mariana Pineda.
     Como el mismo autor recuerda en una carta dirigida a Patrocinio de Biedma, directora de la revista Cádiz, se creció deambulando por los alrededores de la Alhambra y por eso quizás desde muy niño sintió su embrujo.
     Siendo ya joven formaría parte del grupo de escritores conocido como la Cuerda granadina y haciendo el servicio militar hizo su primera incursión en el campo teatral.
     Por dos veces marchó a Madrid en busca del éxito, en la segunda intentona, casado ya, lo consiguió y empezó a publicar con Gaspar y Roig. con ellos y por el sistema de entregas, publicó Los monfies de las Alpujarras, El cocinero de su Majestad y Men Rodríguez de Sanabria.
     Años más tarde colaboraría con Guijarro. Con él publicaría entre otras muchas, La princesa de los Ursinos(1864), La esclava de su deber (1865) y La buena madre (1866).
     En 1868, prendado de una estanquera llamada Gloria,a la que según confesó a Nombela, quería convertir en una madama, decidió ir a París en busca de fama y dinero. Aunque consiguió publicar en algunos periódicos franceses y ser traducido, no encontró lo que esperaba y regresó sin fortuna y, al parecer sin compañera, a Madrid, al domicilio que compartiera con su mujer.
     Por aquellas fechas intentó la novela social, para adaptarse a los nuevos gustos del público. El sistema de producción también había cambiado. Las entregas fueron sustituidas por los tomos a peseta y, aunque Fernández y González siguió publicando, no tendría el mismo éxito.
En 1877 pidió a Patrocino de Biedma ser incluido en la serie de «Andaluces ilustres» y luego la directora de la revista Cádiz, le publicó algunos artículos, así como la novela espiritista La estrella de la tarde, que ya habia sido publicada por la Imprenta Central, a cargo de Sáiz.
     Su situación económica no mejoró, tenía muchas deudas, sus derechos de autor los había cedido a Guijarro, que le había adelantado varias cantidades a cargo de sus entregas y ni siquiera el cargo como inspector de Antigüedades que le concedió Alfonso XII le sirvieron para salir adelante.
     Fernández y González moriría en la miseria y sería enterrado gracias a la generosidad del Ateneo. Guijarro publicaría póstuma otra novela de corte espiritista, Los espíritus parlantes (1893), que tiene la gracia de homenajear a Cervantes, al hacer que su protagonista, Gabriel enloquezca con la lectura de literatura espiritista, hasta que, asustado por una terrible fantasmagoría recobra la razón y pide a su ama de llaves que queme todas sus novelas y revistas espíritas. Pero, frente al Quijote, Gabriel no morirá cuerdo. Se dedicará a escribir enfebrecido una novela con la pesadilla de una vida fabulosa alimentada por sus lecturas, lo que provocará que su mujer pida a un escritor que adecente el manuscrito y haga de él un arma contra las prácticas espiritistas.
   

jueves, 7 de marzo de 2019

Frasquita Larrea, Rosa Gálvez, Fernán Caballero, Gertrudis Gómez de Avellaneda, Carolina Coronado y Amalia Domingo Soler, modelos de escritoras y de mujer




     Mañana es 8 de marzo, día de la mujer y una vez más quiero acordarme de algunas escritoras de los siglos XVIII y XIX, centurias a las que me dedico preferentemente. No es que ignore o me olvide de las escritoras de hoy, simplemente quiero recordar que también ellas tuvieron que soportar muchos prejuicuios, autocensuras e injusticias de las que hoy aún no nos hemos liberado.

    Ahí está Rosa Gálvez de Cabrera —apellido este último de su marido— que, además de soportar los caprichos y aficiones al juego de su cónyuge, hubo de sobrellevar las maledicencias de quienes la vinculaban sentimentalmente a Godoy y las de quienes discutían su valía como escritora por el simple hecho de ser mujer.
     O el flagrante caso de Frasquita Larrea que al filo del mil ochocientos se mostraba convencida defensora de los derechos de la mujer, seguidora entusiasta de la obra de Mary Wallstonecraft, en contra de la opinión de su marido, Juan Nicolás Böhl, que quería que se deshiciera de ella y luego, desdiciéndose, a comienzos del Trienio, asustada al ver que las mujeres de las vecindades de Arcos de la Frontera se entusiasmaban con los liberales Quiroga y Riego, hasta el punto de rechazar que las mujeres pudieran entender de política. Sin embargo, no por ello abandonó su curiosidad intelectual —fue traductora de Byron— y animó a escribir a su hija Cecilia Böhl de Faber, convirtiéndose de alguna manera en editora de su primer relato, cuando envió a la revista El Artista «Una madre o la batalla de Trafalgar».
    La misma Cecilia se debatiría entre ser admitida en la república de las letras, imperio dominado por los hombres, escribir para sí o atreverse a irrumpir en este ámbito de la masculidad amparada, eso sí, en el seudónimo masculino de Fernán Caballero
     Precisamente por ir sin ese escudo masculino y escribir sin tapujos dando rienda suelta a toda su creatividad, Gertrudis Gómez de Avellaneda tampoco fue apreciada por su verdadera calidad como escritora, y la valentía e implicación social de mucho sus textos, sino que fue minusvalorada y vista con recelo incluso por otras escritoras, que tampoco sentían simpatía por sus ideas, como la propia Fernán Caballero.
     Tampoco le fue demasiado bien a Carolina Coronado, por su activismo social y político, en la que cabe encuadrar su decidida actividad en favor de las mujeres, de la abolición de la esclavitud y de las ideas progresistas. Su novela Luisa Sigea o su «Galería de poetisas contemporáneas», constituyen una muestra notable.
     Por último, quiero referirme a la autora de los Cuentos espiritistas (1926), volumen antológico póstumo de los relatos que, entre más de dos mil textos, publicó la escritora sevillana Amalia Domínguez Soler en la prensa espiritista. El espiritismo y, más concretamente la denominada literatura «medianímica» o dictada a través de un «medium» fue uno de los subterfugios para escribir más libremente de todas sus preocupaciones.
    Ellas no lo tuvieron fácil, no, pero hoy tampoco existen las mismas oportunidades para las mujeres. Por eso MAÑANA PARAMOS y acudiremos a la MANIFESTACIÓN DEL 8 DE MARZO.

sábado, 12 de enero de 2019

Enfermedad y literatura

     En mayo pasado acudí a la Universitè de Neuchâtel invitada a participar en un seminario internacional sobre esta temática por invitación del profesor Antonio Sánchez Jiménez.
     Se trata de una temática de la que ya me había ocupado en otra ocasión, al comienzo de mi carrera investigadora, con motivo de otro seminario realizado en Valladolid y sobre el que recientemente había leído algunos trabajos a propósito de unas lecturas de Gil y Carrasco —«Anochecer en San Antonio de la Florida», «El lago de Carucedo» y El señor de Bembibre— y otras más recientes sobre una novela popular de Manuel Fernández y González, La buena madre (1866). 

      La visión de la enfermedad en la obra de Enrique Gil, como ya estudiara Sebold, tiene mucho que ver con la propia condición enfermiza del autor que padecería de tisis y moriría muy joven a consecuencia de esta enfermedad. Por el contrario, en el caso de la novela de Fernández y González, la representación de la enfermedad tiene que ver con un drama colectivo vivido en no pocas ocasiones en la historia de España desde la Edad Media a la Contemporánea. Por tanto padecida por los personajes históricos de la novela que se sitúa en la época del reinado de María de Molina, viuda de Sancho IV y regente durante la minoría de edad de su hijo Fernando, al tiempo que sufrida también por los lectores coetáneos del famoso sevillano durante el reinado de Isabel II.
     Lo más curioso de esta representación de la enfermedad colectiva es el intento de identificación entre la epidemia de cólera y la podredumbre de la situación política, algo que, por cierto, a los lectores actuales, hartos de tanta crisis de todo tipo, también nos toca muy de cerca.
     Entre uno y otro modo de literaturizar la enfermedad, decidí acudir a Larra y su novela El doncel de don Enrique El doliente, que tantos guiños hace al lector en busca de una complicidad que atañe tanto al sufrimiento derivado de la decepción amorosa como al desengaño político que tanto le hicieron sufrir hasta abocarlo al suicidio. Afortunadamente, en las páginas de Larra también podemos encontrar ese sentido del humor que puede conjurar la tentación de dejarnos arrastrar por la melancolía o la desesperación.