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miércoles, 4 de diciembre de 2013

«El Estudiante de Salamanca» (II). Una interpretación simbólica


Aunque han dominado las interpretaciones sobre El Estudiante de de Salamanca centradas en el titanismo, o con el satanismo, una suerte de rebelión de los hombres contra el régimen establecido por la divinidad que no considera racional ni moral, de su protagonista, que termina por ser aplastado por esa misma divinidad, un estudio de Stephen Vasari sin ser contradictorio con lo anterior sobre la ideología de Espronceda abre la puerta a otras opciones, más imbricadas con la política europea, que han sido estimadas positivamente por Robert Marrast. En opinión de Vasari, El Estudiante de Salamanca es una respuesta a la crisis político-religosa que atraviesa Europa, al tiempo que a la situación que se vive en España y la posible alianza entre la regente Mª Cristina y Don Carlos, en la que se enfrentan dos «fuerzas antagonistas: el Pasado intolerante, dominador y repugnante, en lucha con el Presenta franco, orgulloso, libre y tolerante. Es lo que representan Elvira (con don Diego) y don Félix de Montemar».
          Como decía, esa lucha se proyecta primero en el ámbito nacional «Salamanca, ciudad antigua, con sus campanarios y torres de las iglesias y los castillos con sus centinelas "temerosos" claramente la tradición, la Iglesia y el orden social antiguo». Luego, en el plano internacional «la otra "ciudad muerta" con sus "horas muertas" Roma. La "blanca dama del gallardo andar" la Iglesia "muerta" o el mismo Papa Gregorio XVI. Don Félix, la misma Humanidad del siglo XIX, a la vez que Lamennais, el Poeta, la España Nueva».


         Pero no siempre se ha visto así y en 1972 la obra dio lugar a una miniserie, interpretada por Sancho Gracia y Charo López, centrada en la temática de la seducción amorosa.

viernes, 18 de octubre de 2013

Café, copa y puro VI. En el casino.

La cena de socios en el casino es fundamental para alcanzar a comprender la mezquindad que rodean el ambiente masculino de Vetusta, al que, en principio, parece escapar Álvaro Mesía; sin embargo, finalmente, el narrador desbarata su falso romanticismo y lo pone en evidencia, mediante una referencia plástica, tan del gusto de la novela del XIX:


            Se volvió al amor y a las mujeres, y comenzaron las confesiones, coincidiendo con el café y los licores, sacatrapos del corazón. Entre la ceniza de los cigarros, las migas de pan, las manchas de salsa y vino, rodaron el nombre y el honor de muchas señoras. «Allí se podía decir todo, estaban solos, todos eran unos». Mesía hablaba poco, era su costumbre en tales casos. Temía estas expansiones en que se toma por amigo a cualquiera y en que se dicen secretos que en vano después se querría recoger. Mientras los demás referían aventuras vulgares, sin gloria, él atento a sus pensamientos, con un codo apoyado en la mesa y la barba apoyada en la mano, fumaba un buen cigarro besando el tabaco con cariño y voluptuosa calma; los ojos animados, húmedos, llenos de reflejos de la luz y de reflejos eléctricos del vino, se fijaban en el techo. Las demás figuras de la cena eran vulgares, su embriaguez no tenía dignidad, ni gracia la libertad de sus posturas. Mesía estaba hermoso; se notaba mejor que nunca la esbeltez y armonía de sus formas de buen mozo elegante; en su rostro correcto los vapores de la gula no imprimían groseras tintas, sino cierta espiritualidad entre melancólica y lasciva; se veía al hombre del vicio, pero sacerdote, no víctima: dominaba él a su borrachera, morigerada, señoril, discreta. Don Álvaro, a solas entre aquellos pobres diablos, soñaba despierto, enternecido. En aquellos momentos se creía enamorado de veras, y se creía y se sentía de veras interesante. Aunque él era sensualista ¡qué diablo! la sensualidad, pensaba, también tiene su romanticismo. El claire de lune es claire de lune aunque la luna sea un cacho de hierro viejo, una herradura de algún caballo del sol.
Y pasaban por su memoria y por su imaginación recuerdos de noches de amor, no todas claras ni todas poéticas, pero muchas, muchas noches de amor. Y sintió comezón de hablar, de contar sus hazañas. Este prurito era nuevo en él; no lo había sentido hasta que la Regenta le había humillado con su resistencia.
La última cena. Leonardo Da Vinci


Dos o tres veces intervino en la algazara para dar su dictamen tan lleno de experiencia en asuntos amorosos. Y todos se volvieron a él, y callaron los demás para oírle. Entonces habló, sin poder remediarlo, para satisfacer secreto impulso de rehabilitarse con su historia. Habló el maestro. Quitó el codo de la mesa y apoyó en ella los dos brazos cruzando las manos, entre cuyos dedos oprimía el cigarro, cargado con una pulgada de ceniza; inclinó un poco la cabeza, con cierto misticismo báquico, y con los ojos levantados a la luz de la araña, con palabra suave, tibia, lenta, comenzó la confesión que oían sus amigos con silencio de iglesia. Los que estaban lejos se incorporaban para escuchar, apoyándose en la mesa o en el hombro del más cercano. Recordaba el cuadro, por modo miserable, la Cena de Leonardo de Vinci.