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martes, 23 de abril de 2013

El beso inocente en «El caballero del azor», de Juan Valera



En El caballero del azor, el joven Plácido, expósito recogido por doña Aldonza, se ha enamorado de la hija de ésta, Elvira. No obstante, el padre de la muchacha, don Fruela, se opone a estos amores por los oscuros orígenes del pretendiente. Plácido es conminado a alejarse y así lo hace; pero un día a la edad de catorce años los jóvenes se encuentran en el bosque lo que podría haber dado lugar a una reunión gozosa termina en nueva y dolorosa separación. Así lo cuenta el narrador, que se despega en esta ocasión de las crónicas y romances que dicen servirle de fuentes:

 En un día en que salieron de caza con don Fruela, el caballo de Elvira corrió desbocado y fue a perderse en la espesura de un bosque. Plácido la siguió para salvarla y acertó a llegar cuando el caballo que ella montaba tropezó y cayó, derribándola por el suelo. Elvira, por fortuna, no se hizo el menor daño. Plácido se apeó con ligereza, acudió en su auxilio y la levantó en sus brazos. Instintivamente, sin saber qué hacían, cediendo ambos a un impulso irreflexivo, tal vez movidos por los invisibles genios y espíritus de la selva, acercaron sus rostros y se dieron un beso. Plácido se creyó por breves instantes transportado al paraíso; pero la realidad más cruel hubo de mostrarle enseguida que estaba en la dura y áspera tierra. 
Plácido se ve obligado a huir, no sin prometer vengar la afrenta. El joven se refugia en una abadía, donde permanece seis años hasta que un joven lo provoca y, tras el altercado, es expulsado de la misma. El abad, no obstante, entrega a Plácido armas y dinero, tras lo cual el muchacho decide volver a vengar la afrenta de don Fruela.            

            Cuando Plácido llega al castillo, se encuentra con una circunstancia imprevista que va a favorecer su suerte amorosa: don Fruela ha sido acusado de traición y nadie ha querido defenderlo. El joven, protegido ahora con un escudo que para él han dejado doña Aldonza y su hija, reta a los acusadores de don Fruela. Al combate asisten el rey y su hermana doña Jimena, que al ver el escudo lo reconoce como el hijo que le había sido robado, precisamente, por el acusador de don Fruela. Conocida la alevosía, el criminal don Raimundo es ajusticiado. Castigado el daño, y restaurado su honor, el joven Plácido, reconocido[1] como Bernardo del Carpio[2], se casa con su amada Elvira. 
              Es posible, según indica Margarita Almela, que la anécdota central esté inspirada en el Quijote, pues en la obra cervantina se menciona en dos ocasiones la muerte por estrangulamiento de Roldán a manos de Bernardo el Carpio[3], motivo que se descubre al final del relato cuando se revela que Roldán había sido el joven novicio que lo había provocado en el monasterio, dando lugar a su expulsión de la abadía.
                El final feliz se alcanza no solo con la recuperación de la identidad perdida, sino con la boda de los jóvenes,  y la muerte del provocador Roldán a manos del joven héroe.



    [1] Para facilitar el desenlace feliz, el narrador recurre aquí, al igual que en La buena fama, al procedimiento de la anagnórisis.

     [2] Obras de  Juan Valera, I, pp. 1145-1149.
     [3] Margarita Almela Boix, La cultura como principio organizador del realismo de la narrativa de Don Juan Valera, pp. 161-167.  

martes, 19 de marzo de 2013

La doncella Diana, de «El perro del Hortelano»

Como en este blog tengo una especial predilección por las doncellas, no podría dejar de ocuparme de Diana, la joven, hermosa, altiva y colérica condesa de Bellflor. A la Diana creada por el fecundo y magistral Félix Lope de Vega no le hace falta ser sorprendida junto a sus ninfas en el baño, para perseguir colérica al osado entrometido. 


Diana y Acteón. Tiziano 1559.
          
      Por el contrario, le sobra con pensar que el que cree intruso haya irrumpido su privacidad, adentrándose en su recinto doméstico, con nocturnidad y alevosía «casi en mi propio aposento». Su enfado es tal que no duda en burlarse de Fabio, su gentilhombre: «¡Hermosas dueñas / sois los hombre de mi casa!». 
           Sus ninfas ––damas, en este caso–– son conscientes de lo caro que hace pagar cualquier deslealtad. 

Diana y las ninfas. Domenichino. 1616

           Una de ellas, Marcela, confiesa a su enamorado Teodoro el temor de ser descubierta:
Todo lo sabe en efeto;
que si es Diana la luna,
                 siempre a quien ama importuna,
                                salió  y vio nuestro secreto (vv. 911-914).

Efectivamente, Diana es la dueña de su reino y su voluntad se impone por encima de cualquier otra. Como la Artemisa griega, con la que suele identificársele, su naturaleza es indómita y feroz, por eso se nos aparece como independiente de cualquier voluntad masculina y decidida a castigar toda osadía. Su comportamiento es en este sentido absolutamente varonil. 
           No obstante, los jóvenes nobles que la rodean no están dispuestos a consentir tal conducta y menos aún la de un criado que se ha atrevido a enamorar a esta dama marcial. En este sentido, dispondrán lo necesario para restañar el honor mancillado, contratando a un valiente que acabe con la vida del osado arribista.
                Mientras, Diana, aun sin querer confesárselo está dispuesta a admitir el matrimonio, aunque no logra decidirse por alguien que es inferior a ella. Una argucia  farsesca permitirá solventar el feliz desenlace. 

domingo, 24 de febrero de 2013

«El cautivo de Doña Mencía», de Juan Valera

          El cautivo de Doña Mencía es uno de los cuentos que escribe Juan Valera cuando, retirado de su carrera diplomática a causa su ceguera, pero con la mente muy activa, se vuelca en la creación literaria. Este cuento lo publicará en la revista La Ilustración Española y Americana, el 22 diciembre de 1897, es decir a los 73 años de edad.

El Cautivo de Doña MencíaIlustración de Amando Suárez Couto.
Museo de Pontevedra
          El relato nos cuenta que el mariscal don Diego había encomendado la custodia de un joven prisionero a su prima doña Mencía. El muchacho trata de seducir a su guardiana y ésta se siente, en un principio, tentada de corresponderle, pues ve en él la imagen de su difunto esposo. Pero la amenaza del escándalo entre los guerreros de la hueste, la probabilidad de la calumnia, y la posible pérdida de su hasta entonces inmaculada reputación, hacen que doña Mencía libere al cautivo. Las insinuaciones de su primo, que ponen su honradez en entredicho, provocan que doña Mencía, tras incitar al joven a más altas empresas, decida ingresar en un convento, donde muere cuatro años después.
           Un cuento, pues, en el que, como en otros muchos relatos, la mujer incita al hombre a elevar sus miras. A ello se refiere Margarita Almela Boix en «El cautivo de doña Mencía. El cadijeísmo o la educación sentimental del héroe», y yo misma he analizado esta idea al considerar a su protagonista en encarnación del tipo de la mujer que sacrifica su felicidad, e incluso su vida, al renunciar a su amor[1] ––de forma altruista–– para evitar convertirse para su amado en grave impedimento, en lastre, en el camino ascensional de la fama.



   [1] Actas del I Congreso Internacional sobre don Juan Valera, Cabra (Córdoba), 1997, pp. 323-334.
   [2]  Juan Valera y la magia del relato decimonónico.

martes, 19 de febrero de 2013

Doña Leonor, otra doncella en una cueva (II)

Leonor, animada, no obstante, por la idea de que otra penitente logró reconciliarse con el cielo, gracias al amparo de la quietud y soledad de aquel páramo, decide persistir en su intento de enterrarse en vida en aquella gruta.

PADRE GUARDIÁN
No os engañó el padre Cleto,
pues diez años ha vivido
una santa penitente
en este yermo tranquilo,615
de los hombres ignorada,
de penitencias prodigio.
En nuestra iglesia sus restos
están, y yo los estimo
como la joya más rica620
de esta casa, que, aunque indigno
gobierno, en el santo nombre
de mi padre San Francisco.
La gruta que fue su albergue,
y a que reparos precisos625
se le hicieron, está cerca;
en ese hondo precipicio.
Aún existen en su seno
los humildes utensilios
que usó la santa; a su lado,630
un arroyo cristalino
brota apacible.
Casualmente, llega hasta aquel lugar su caballero, no para salvarla, porque ni siquiera sabe que vive, sino para dirimir la cuestión de honor que Alfonso, el único hermano vivo de Leonor, quiere saldar, al considerarlo el causante de todas las desdichas de su familia, incluido el deshonor de su hermana.
          El destino hará que los enamorados se reconozcan cuando ya ninguno confiaba en que el otro había de vivir y cuando ambos estaban buscando el consuelo en la muerte. La parca los visitará, finalmente, en el momento más inesperado, cuando, en un momento de enorme ironía dramática, parecía que el destino podía volver a sonreírles.

Roberto Scandiuzzi (Padre guardián), Mikhail Agafonov (Don Álvaro) y Dimitra Theodossiou (Leonora) en la escena final de La forza del destino, Teatro Colón, 2012

De que no suceda así se ocupa Alfonso, el instrumento del destino que acabará con la vida de su hermana y con ello abrirá definitivamente al protagonista, transmutado ya en héroe satánico, las puertas del infierno.
El destino será precisamente el que dé título a la ópera que Verdi escribió, por encargo del director de los Teatros Imperialos Rusos, inspirándose en el drama del Duque de Rivas. La ópera se estrenó por primera vez en 1862.

miércoles, 6 de febrero de 2013

Doña Leonor, otra doncella en una cueva

La doncella que ahora me ocupa es Leonor, la protagonista de Don Álvaro o la fuerza del sino, el drama romántico que Ángel Saavedra, el Duque de Rivas, estrenó en 1835 y que está considerado como una de las mejores obras del Romanticismo español.
Figurín de Doña Leonor, realizado por Miquel Xirgu.
Archivo Xavier Rius Xirgu

          Leonor es efectivamente una doncella que, sin embargo, ha puesto en riesgo su honor al tratar de huir con un apuesto y joven indiano, Don Álvaro, siendo sorprendida por su padre que trata de impedir la romántica aventura y es asesinado accidentalmente por el protagonista. 
         Desconsolada, creyendo que su enamorado también ha muerto, huye de su casa y durante un año permanece escondida en casa de una tía suya, pero allí no encuentra la paz y vive atormentada por 

los espectros y fantasmas570
que siempre en redor he visto.

Hasta que cansada de sufrir, decide buscar la liberación y pide socorro al padre guardián de un convento.
Es entonces cuando parece encontrar cierta tranquilidad:

Ya no me sigue la sombra
sangrienta del padre mío,
ni escucho sus maldiciones,
ni su horrenda herida miro,575
ni...

Leonor confía en encontrar lo que busca, pero el destino no parece estar de su lado. La luna parece proyectar una luz negativa, que la protagonista no tarda en reconocer.

Escena III

El teatro representa una plataforma en la ladera de una áspera montaña. A la izquierda precipicios y derrumbaderos. Al frente, un profundo valle atravesado por un riachuelo, en cuya margen se ve, a lo lejos, la villa de Hornachuelos, terminando el fondo en altas montañas. A la derecha, la fachada del convento de los Ángeles, de pobre y humilde arquitectura. La gran puerta de la iglesia cerrada, pero practicable, y sobre ella una claraboya de medio punto por donde se verá el resplandor de las luces interiores; más hacia el proscenio, la puerta de la portería, también practicable y cerrada; en medio de ella una mirilla o gatera, que se abre y se cierra, y al lado el cordón de una campanilla. En medio de la escena habrá una gran Cruz de piedra tosca y corroída por el tiempo, puesta sobre cuatro gradas que puedan servir de asiento. Estará todo iluminado por una luna clarísima. Se oirá dentro de la iglesia el órgano, y cantar maitines al coro de los frailes, y saldrá como subiendo por la izquierda DOÑA LEONOR, muy fatigada y vestida de hombre con un gabán de mangas, sombrero gacho y botines.


       Estoy de miedo y de cansancio muerta.
       (Se sienta mirando en rededor y luego al cielo.) 
       ¡Qué asperezas! ¡Qué hermosa y clara luna!
       ¡La misma que hace un año                                                               425
       vio la mudanza atroz de mi Fortuna,
       y abrirse los infiernos en mi daño!

miércoles, 28 de noviembre de 2012

«La cueva de la doncella»


La cueva de la doncella, de Ana Rossetti, luego recogido en Mano de santos y en Recuento, es el título del cuento sobre el que estoy trabajando. Bueno, en realidad, llevo muchos años con él. Una casualidad me llevó a este relato en unos años en que impartía un curso de Literatura para alumnos americanos. Desde entonces acá, lo he releído, contado e imaginado en muchas ocasiones. Fue una de las lecturas que le di a mi hija en esa edad en que las niñas ya no lo son, pero tampoco son ni siquiera adolescentes rebeldes, aunque yo en ese tema nunca me podré quejar sino todo lo contrario.
Tantas historias de tradición oral, tanto ritual de lectura, tanto sobre la vida pero también sobre la literatura y sobre la mujer, y sobre los cuentos, y sobre la vida que da la literatura, y las alas de la imaginación, y también San Jorge y el dragón, la doncella, el día del libro, y miles de cosas más. En fin, que, quién sabe por qué, haber trabajado con el cuento de El Hechicero de Juan Valera, me hizo recordar de nuevo este relato de Ana Rossetti que no sé si alguna vez se ha interesado por las historias de este escritor, diplomático, dandy, bonvivant, humanista, "machista" -aunque sea un cierto anacronismo- pero enamorado de las mujeres y de su genio creador... En fin, un cuento con muchas lecturas y con muchas posibilidades mágicas que seguro dará para seguir trasteando bastante.