Aunque casi me pilla -en realidad me ha pillado ya- la Semana Santa, no puedo dejar de publicar esta entrada que tenía preparada desde el verano pasado, porque a ver, este Magistral tambien peca y no solo de deseo sino de hecho, pero vayamos poco a poco y aquí está la primera aparición del magistral en su salsa, que aunque explícitamente solo se hable de soberbia y de gula, el trasfondo es más amplio.
Bismarck, oculto, vio con espanto que el canónigo sacaba de un bolsillo interior de la sotana un tubo que a él le pareció de oro. Vio que el tubo se dejaba estirar como si fuera de goma y se convertía en dos, y luego en tres, todos seguidos, pegados. Indudablemente aquello era un cañón chico, suficiente para acabar con un delantero tan insignificante como él. No; era un fusil porque el Magistral lo acercaba a la cara y hacía con él puntería. Bismarck respiró: no iba con su personilla aquel disparo; apuntaba el carca hacia la calle, asomado a una ventana. El acólito, de puntillas, sin hacer ruido, se había acercado por detrás al Provisor y procuraba seguir la dirección del catalejo. Celedonio era un monaguillo de mundo, entraba como amigo de confianza en las mejores casas de Vetusta, y si supiera que Bismarck tomaba un anteojo por un fusil, se le reiría en las narices.
Bismarck, oculto, vio con espanto que el canónigo sacaba de un bolsillo interior de la sotana un tubo que a él le pareció de oro. Vio que el tubo se dejaba estirar como si fuera de goma y se convertía en dos, y luego en tres, todos seguidos, pegados. Indudablemente aquello era un cañón chico, suficiente para acabar con un delantero tan insignificante como él. No; era un fusil porque el Magistral lo acercaba a la cara y hacía con él puntería. Bismarck respiró: no iba con su personilla aquel disparo; apuntaba el carca hacia la calle, asomado a una ventana. El acólito, de puntillas, sin hacer ruido, se había acercado por detrás al Provisor y procuraba seguir la dirección del catalejo. Celedonio era un monaguillo de mundo, entraba como amigo de confianza en las mejores casas de Vetusta, y si supiera que Bismarck tomaba un anteojo por un fusil, se le reiría en las narices.
Uno
de los recreos solitarios de don Fermín de Pas
consistía en subir a las alturas. Era
montañés, y por instinto buscaba las cumbres de los
montes y los campanarios de las iglesias. En todos los
países que había visitado había subido a la
montaña más alta, y si no las había, a la
más soberbia torre. No se daba por enterado de cosa que no
viese a vista de pájaro, abarcándola por completo y
desde arriba. Cuando iba a las aldeas acompañando al Obispo
en su visita, siempre había de emprender, a pie o a caballo,
como se pudiera, una excursión a lo más
empingorotado. En la provincia, cuya capital era Vetusta, abundaban
por todas partes montes de los que se pierden entre nubes; pues a
los más arduos y elevados ascendía el Magistral,
dejando atrás al más robusto andarín, al
más experto montañés. Cuanto más
subía más ansiaba subir; en vez de fatiga
sentía fiebre que les daba vigor de acero a las piernas y
aliento de fragua a los pulmones. Llegar a lo más alto era
un triunfo voluptuoso para De Pas. Ver muchas leguas de tierra,
columbrar el mar lejano, contemplar a sus pies los pueblos como si
fueran juguetes, imaginarse a los hombres como infusorios, ver
pasar un águila o un milano, según los parajes,
debajo de sus ojos, enseñándole el dorso dorado por
el sol, mirar las nubes desde arriba, eran intensos placeres de su
espíritu altanero, que De Pas se procuraba siempre que
podía. Entonces sí que en sus mejillas había
fuego y en sus ojos dardos. En Vetusta no podía saciar esta
pasión; tenía que contentarse con subir algunas veces
a la torre de la catedral. Solía hacerlo a la hora del coro,
por la mañana o por la tarde, según le
convenía. Celedonio que en alguna ocasión,
aprovechando un descuido, había mirado por el anteojo del
Provisor, sabía que era de poderosa atracción; desde
los segundos corredores, mucho más altos que el campanario,
había él visto perfectamente a la Regenta, una
guapísima señora, pasearse, leyendo un libro, por su
huerta que se llamaba el Parque de los Ozores; sí,
señor, la había visto como si pudiera tocarla con la
mano, y eso que su palacio estaba en la rinconada de la Plaza
Nueva, bastante lejos de la torre, pues tenía en medio de la
plazuela de la catedral, la calle de la Rúa y la de San
Pelayo. ¿Qué más? Con aquel anteojo se
veía un poco del billar del casino, que estaba junto a la
iglesia de Santa María; y él, Celedonio, había
visto pasar las bolas de marfil rodando por la mesa. Y sin el
anteojo ¡quiá! en cuanto se veía el
balcón como un ventanillo de una grillera. Mientras el
acólito hablaba así, en voz baja, a Bismarck que se
había atrevido a acercarse, seguro de que no había
peligro, el Magistral, olvidado de los campaneros, paseaba
lentamente sus miradas por la ciudad escudriñando sus
rincones, levantando con la imaginación los techos,
aplicando su espíritu a aquella inspección minuciosa,
como el naturalista estudia con poderoso microscopio las
pequeñeces de los cuerpos. No miraba a los campos, no
contemplaba la lontananza de montes y nubes; sus miradas no
salían de la ciudad.
Vetusta era su pasión y su presa. Mientras los demás
le tenían por sabio teólogo, filósofo y
jurisconsulto, él estimaba sobre todas su ciencia de
Vetusta. La conocía palmo a palmo, por dentro y por fuera,
por el alma y por el cuerpo, había escudriñado los
rincones de las conciencias y los rincones de las casas. Lo que
sentía en presencia de la heroica ciudad era gula;
hacía su anatomía, no como el fisiólogo que
sólo quiere estudiar, sino como el gastrónomo que
busca los bocados apetitosos; no aplicaba el escalpelo sino el
trinchante.
Las imágenes de la novela proceden de la contemplación de Vetusta a través de un catalejo, pero cualquier cristal, cualquier mirador de película -o de telefilme, a mí me gusta la miniserie de Fernández Leite- nos sirve. Casi contemporánea a la publicación de La Regenta (1884-85) es esta de los hermanos Lapierre de 1880 que se conserva en el Museo de la Filmoteca Española
Las imágenes de la novela proceden de la contemplación de Vetusta a través de un catalejo, pero cualquier cristal, cualquier mirador de película -o de telefilme, a mí me gusta la miniserie de Fernández Leite- nos sirve. Casi contemporánea a la publicación de La Regenta (1884-85) es esta de los hermanos Lapierre de 1880 que se conserva en el Museo de la Filmoteca Española
![]() |
Linterna mágica |
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Tu comentario está pendiente de moderación.