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sábado, 9 de noviembre de 2013

Tres genios del Romanticismo español (I).

Además de Clarín y Galdós, Juan Valera ha sido uno de los escritores que más profusamente ha dedicado su atención al estudio y la crítica de la literatura española, por cuanto reivindicó que con el Romanticismo la creación había tomado distancia tanto de la literatura clásica grecolatina como de otros modelos foráneos. En su estudio «Del Romanticismo en España y de Espronceda», atinó a proclamar entre la multitud de poetas que surgieron en esta generación, aquellos que realmente habían aportado novedad y calidad al Romanticismo español. Al mismo tiempo, Valera acierta a evocar la grafomanía que conoció el siglo XIX y la sociabilidad que la propició:


Enumerar aquí uno por uno todos los poetas dignos de memoria, que últimamente ha habido en España, sería demasiado prolijo; y enumerar, los malos y menos que medianos poetas, que han ganado fama, y la popularidad efímera, que nace del capricho y del espíritu de partido, sería tan cansada como desagradable tarea. Baste considerar que no quedó ciudad de provincia donde no se estableciese un liceo, o tertulia literaria con visos de academia; y allí el mayorazgo, el escribiente, el empleadillo y el estudiante, en fin todo joven de cualquier condición que fuese, y no pocas muchachas, solían tomar los ensueños amorosos y melancólicos de la juventud, por estro y vocación poética, y se subían a la tribuna, y cantaban coplas de pie quebrado, y versos puntiagudos al empezar y al concluir, y gordos por el medio, y otras novedades más curiosas que entretenidas. Pero al son de este concierto universal, y cuando la furia del romanticismo se paseaba triunfante por toda la Península, descollaron tres ingenios tan altos y tan fecundos, que otros como ellos no habían venido a nuestro suelo, desde que murió Calderón. 
        En su opinión, estos tres genios fueron, en primer lugar, El Duque de Rivas, de quien destacó el haberse inspirado en los romances españoles, «y no imitándolos servilmente, sino tomando de ellos la forma y sabor, en cuanto de su propio estilo no se apartaban ni desconvenían, compuso sus preciosos romances históricos». De su obra destaca El Moro expósito, «leyenda histórica de extraordinaria belleza» y el drama Don Álvaro, del que advierte:


                          
El sino o la mala estrella, es decir, un conjunto de circunstancias fortuitas, ponen a D. Álvaro en ocasión de cometer delitos que su mismo honor le manda que cometa, sin que por eso su voluntad se tuerza e incline al mal. Antes al contrario, los lectores todos y los espectadores del drama hallan en su conciencia, que D. Álvaro no hace mal en matar a sus enemigos y en matarse después; y no sólo le absuelven, sino que le condenarían si no se matara. Si D. Álvaro, con las manos llenas de la sangre que ha debido derramar, y con el recuerdo reciente de la muerte de la mujer amada, se volviese al convento y a sus penitencias, el público le silbaría. D. Álvaro tiene, por consiguiente, que suicidarse; y sin embargo, el duque no ha pensado en hacer la apología del suicidio, ni en recomendarle en algunas ocasiones; ni tampoco ha pensado en presentarnos el juicio del hombre en contradicción con el juicio divino. 
La concepción del D. Álvaro vale más que la ejecución; pero hay en este drama pormenores bellísimos. La escena final, sobre todo, es un cuadro terrible, maravillosamente pintado; y las dos escenas del aguaducho y del mesón de Hornachuelos, dos cuadros de costumbres llenos de verdad y del más gracioso colorido.

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