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miércoles, 8 de agosto de 2012

El bosque laberíntico, la ambigüedad y simbolismo del espacio en "El Hechicero" de Juan Valera


El juego entre realidad y fantasía, que es característico de "El Hechicero", se refuerza particularmente en la huida que conduce a su protagonista, Silveria, al bosque. Lo importante es, desde luego, la experiencia sentimental de la protagonista que contamina su descripción:

                        Delirante de rabia y despecho, corrió, primero, sin parar y sin saber por dónde, internándose en un agreste e intrincado laberinto por el cual no había ido jamás y donde no había sendas ni rastro de pies humanos, sino abundancia de brezos, helechos, jaras y otras plantas, que entre los árboles crecían formando enmarañados matorrales[1].
                       
            Si, por una parte, la vegetación está constituida por plantas nada extraordinarias; por otra, lo inextricable de la misma refuerza la metáfora del laberinto, símbolo del terror a lo desconocido[2]. Pero, lo fantástico triunfa porque el narrador se ha encargado antes de predisponer al lector para esperar sucesos excepcionales:

            (...) se empleó tanta diligencia en buscar a Silveria, que, al persistir su desaparición, adquiría visos y vislumbres de milagrosa o dígase fuera del orden natural y ordinario[3].

            Y de la misma manera, las circunstancias que la envuelven despiertan en Silveria las mismas expectativas:

                        La esquividad de aquellos sitios se hizo pronto más temerosa y solemne. Oscurísima noche sorprendió en ellos a Silveria.
                        Por fortuna, Silveria no sabía lo que era miedo. A pesar de su dolor y de su enojo, gustaba cierto sublime deleite al sentirse circundada de tinieblas y de misterio en medio de lo inesperado. quizá el Hechicero iba a aparecérsele allí de repente[4].

            Los presentimientos de la protagonista permiten interpretar el laberinto como un recinto de iniciación[5]. Efectivamente, Silveria, en una especie de rito mágico, invoca al Hechicero[6]; pero, a pesar de que el narrador trata de potenciar lo fantástico, y de que la protagonista cree manifiestamente en los poderes mágicos, parece que la naturaleza se empeña en negar otra realidad más allá de la inmediata. No obstante, durante el sueño la naturaleza muestra el comportamiento inverso y le descubre sus secretos. Luego, al despertar y contemplar el lugar donde se encuentra, Silveria tiene la impresión de que la visión onírica se ha realizado:

                        Cuando despertó, el sol resplandecía, culminando en el éter. Sus ardientes rayos lo bañaban, lo regocijaban y lo doraban todo.
                        Ella se restregó los ojos y miró alrededor. Se encontró en honda cañada. Por todas partes, peñascos y breñas. Los picos de los cerros limitaban el horizonte. Aquel lugar debía de ser el riñón de la serranía. Silveria creyó casi imposible haber llegado hasta allí sin rodar por un precipicio, sin destrozarse el cuerpo entre los espinos y las jaras, o sin el auxilio de aquellos genios del aire con que había soñado[7].

            Pero, muy pronto, cambia el ánimo de Silveria, al descubrir a continuación una realidad nada fantástica:

                        Subiendo iba Silveria una cuestecilla, cuando oyó muy cerca los lamentables aullidos de un perro. Precipitó su marcha, llegó al viso, donde había un altozano, y vio por bajo un grupo de chozas.
                        Junto a las chozas, armadas de sendas estacas, cinco mujeres, desgreñadas y mugrientas, o más bien cinco furias, rodeaban a un perro y le mataban a palos. Catorce o quince chiquillos, cubiertos de harapos y de tizne, celebraban con descompuestos gritos de cruel alegría aquella ejecución despiadada.
                        A cierta distancia venía un pobre viejo, de blanca y luenga barba, con un puñal desnudo en la mano, corriendo hacia las mujeres para defender o vengar al perro[8].


            El viejo, que está ciego, pide a Silveria que le sirva de guía. De camino a casa del ciego, el paisaje vuelve a tornarse misterioso:

                        Entre tanto, la peregrinación continuaba, con trabajosa lentitud por sitios cada vez más escabrosos. Se había internado en un estrecho y hondo desfiladero. Por ambos lados se erguían montañas inaccesibles, tajados peñascos, por donde no lograrían trepar ni las cabras montesas. La fértil vegetación espontánea revestía todo aquello de bravía hermosura que causaba a la vez susto y deleitoso pasmo[9].

            Al aproximarse a la casa del ciego, éste le indica la  pertinente ruta para hallar la morada del Hechicero:

            Tú, ya sola, seguirás andando con valor contra el curso del agua, y procurando no encontrar a ningún ser humano. La linternilla te alumbrará. Al fin llegarás al nacimiento del río, que brota entre las peñas. A poca distancia del gran manantial, si buscas bien, verás la entrada de la caverna. Entra denodadamente: llega hasta el fondo, y yo te aseguro y anuncio que encontrarás al Hechicero, según lo deseas[10].

            La caverna[11], lo mismo que ocurre en El pájaro verde, se presenta como el recinto mágico por excelencia. Después de esta especie de profecía, el mendigo desaparece misteriosamente.
            Como preparando el encuentro maravilloso, la naturaleza vuelve a transformarse en intrincado y peligroso laberinto:

                        Su peregrinación fue más penosa y más arriesgada que antes, por espacio de algunas horas. El casi borrado sendero por donde Silveria iba se levantaba en no pocos puntos, sobre el nivel del agua, de la que le separaba un negro precipicio. La garganta de las sierras, en que el río había abierto su cauce, se estrechaba cada vez más, y la cima de los montes parecía elevarse, dejando ver menos cielo y menos estrellas.
                        Amaneció, por último, y penetró en aquella hondonada la incierta luz de la aurora[12].

            La entrada de la caverna está lógicamente oculta por la encrespada naturaleza y su interior no es menos sinuoso que el camino precedente:

                        Buscó ella con ansia la gruta, y apartando las ramas y zarzas que la celaban, algo vino al fin a dar con la entrada.     
                        Sin vacilar un instante y con heroica valentía, penetró en el subterráneo, espantando a los búhos y murciélagos que allí anidaban, y que, oxeados, huyeron.
                        Transcurridos ya más de veinte minutos de marchar en las sombras, un tanto iluminadas por la linternilla, y de seguir un camino tortuoso, viendo Silveria que no llegaba al término, se impacientó, recordó su evocación, y gritó con coraje:
                        -(Acude, acude, Hechicero, para sanar y consolar a mi poeta!
                        Nadie respondió a la evocación, que retumbó repercutiendo en aquellos huecos y recodos[13].

            Así se inicia un descenso que tiene mucho de infernal, y que suele asociarse en la literatura con una búsqueda del bien perdido[14]. El trayecto se hace cada vez más aventurado, y, al consumirse la vela, la muchacha no tiene más remedio que guiarse por el tacto:
                        Se adelantó a tientas: iba cuesta arriba; la cuesta era más empinada mientras más se elevaba. El techo de la gruta se hacía más bajo. Silveria tenía que andar agachadísima y tocando en el techo con las manos para no tocarlo con la cabeza.
                        De pronto notó en el techo, en vez de piedra, madera. Palpó con cuidado, y advirtió que eran tablas trabadas con dos barras de hierro. Palpó con mayor atención, y descubrió que las tablas estaban asidas al techo de la gruta por cuatro fuertes goznes[15].

            La penetración en el reino de las tinieblas es propio del recorrido infernal, pero también se conecta con el ambiente misterioso de la novela gótica, lo que parece indicar la transición a un espacio diferente:

                        Subió entonces tres escalones en que terminaba la cuesta, aplicó la espalda al tablón y empujó con brío.
                        El tablón no tenía candado ni cerradura. No había llave que pudiese estar echada; pero el tablón se resistía al empuje de Silveria, que casi desesperó de levantarlo.
                        Hizo, no obstante, un supremo esfuerzo, y el tablón se levantó, girando sobre los goznes, volcándose de un lado y dejando entrar por la ancha abertura alguna tierra con ortigas, jaramagos y otras pequeñas plantas de que estaba cubierto. La hermosa luz del claro día bañó al mismo tiempo aquella extremidad de la gruta[16].

            La luz de nuevo marca el límite entre el espacio mágico y el ordinario. Efectivamente, la salida de la gruta desemboca en un descuidado jardín[17]. En un ángulo del mismo descubre un arco, bajo el cual se divisa una estrechísima escalera de caracol. Tras ascender la escalera, se topa con una puerta cerrada con llave, que no puede traspasar. El ascenso de unas escaleras significa el adentramiento en un mundo misterioso de carácter interior y personal, imagen que se refuerza por la intimidad sellada que simboliza la puerta clausurada[18]. Por otra parte, el hecho de que se trate de una escalera de caracol apunta a "la permanencia del ser a través de las fluctuaciones del cambio"[19].
            Silveria invoca una vez más a su Hechicero, pero cual no sería su sorpresa al descubrir -cuando el sol ilumina aquella zona de la gruta- que se encuentra en el castillo[20] de donde había huido, y que ante ella aparece Ricardo. Así pues, la peregrinación de Silveria, ha tenido un carácter circular ya que, en su huida, sale del castillo, y, en su búsqueda del Hechicero, regresa al mismo lugar de donde partió. Aunque, quizás mejor que circular sería más atinado señalar que este cuento posee una estructura[21] en espiral, pues cuando la protagonista se encuentra de nuevo en el castillo, las circunstancias ya no son las mismas, el tiempo ha progresado y el carácter de los protagonistas ha madurado también. Esa condición espiral, simbolizada en el caracol, remite, por un lado a la sexualidad femenina, y, por otro, a la metamorfosis del ser humano[22].
            Como muchos viajes literarios, éste parece estar connotado simbólicamente; en realidad, todo el cuento parece tener esta naturaleza, y el mismo nombre de la protagonista, Silveria, parece indicarlo. El rastreo del enigmático Hechicero puede significar la persecución del amor ideal[23]; pero también el de la búsqueda del propio yo. Así el viaje de Silveria consiste en la incursión en un terreno laberíntico, del que la protagonista sale para volver al punto de partida; y esa superación de la prueba del laberinto para regresar al origen, a sí misma, constituye una forma de maduración, por la cual Silveria queda capacitada para lograr el amor[24].
            La existencia de estos ingredientes simbólicos impediría, según Todorov[25], la percepción de lo fantástico, pues el lector no sería tan consciente -o de ninguna manera- del contraste entre el mundo fantástico y el ordinario[26]; Ana Mª Barrenechea considera, por el contrario, que lo fantástico y lo alegórico no son categorías que se excluyan[27].
            En el caso concreto de El Hechicero, Montesinos lo considera como un cuento semi-fantástico[28], como un caso de lo fantástico reductible por la razón[29], tan propio de la narrativa del siglo XIX. Desde luego, por lo que se refiere al espacio, lo que mejor lo caracteriza es la ambigüedad, pues a lo largo del cuento el espacio parece oscilar entre lo fantástico y lo ordinario, aunque, finalmente se decante por el último término, lo que en todo caso no destruye totalmente el efecto anterior.
            En realidad, puede afirmarse que muchos de los lugares en que se desenvuelven los personajes de estos cuentos no son lo que parecen. De hecho, el autor recurre a dos procedimientos para lograr su objetivo: por una parte, los lugares que en principio parecen más concretos, se desdibujan, aparecen, en ocasiones, desrealizados; por otra, aquellos que se presentan al principio de modo más impreciso, adquieren características que lo asimilan a espacios geográficos concretos.Justamente así sucede en El Hechicero.



     [1] O.J.V., p. 1098.
  [2] Durand, G., Las estructuras antropológicas de lo imaginario. Introducción a la arquetipología general, Taurus, Madrid, 1981, p. 231.
     [3]O. J. V., I, p. 1097.
     [4] Ibídem.
     [5] Cf., Durand, G., Las estructuras antropológicas de lo imaginario, p. 235.
     [6] Esta invocación es el medio que utiliza el personaje para conjurar el mal, en este caso, el estado desengañado de Ricardo, lo que establece la relación del cuento con los maravillosos. Cf., Bravo-Villasante, C., "Los poderes maléficos y benéficos en los cuentos maravillosos, en Homenaje a Pedro Sáinz Rodríguez, II, FUE, Madrid, 1986, pp. 103-109.
     [7] O. J. V., I, p. 1097.
     [8] Ídem, pp. 1098-1099.
     [9] Ídem, p. 1100.
     [10] Ibídem.
    [11]Antonio Risco advierte de la importancia de las cuevas y subterráneos en antiguos cuentos maravillosos como la cueva de Sésamo, de Alí Babá, y más modernamente el subterráneo de Alicia, la creación de Lewis Carrol Cf., Literatura fantástica de lengua española. Teoría y aplicaciones, p. 64.
     [12] Ibídem.
     [13] Ídem, pp. 1100-1101.
     [14] Cándido Pérez Gallego, después de señalar que ya Northrop Frye había establecido una relación entre el laberinto y la selva con el mito del paraíso perdido, considera que este "espacio cerrado" constituye un obstáculo que interrumpe el progreso del héroe. Cf., "Función del *espacio cerrado+ en literatura", en Arbor, LXXVIII, n1 304 (1971), pp. 35-45.
     [15] O. J. V., I, p. 1101.
     [16] Ibídem.
     [17] Mª Isabel Duarte Berrocal ha puesto de manifiesto la similitud entre este pasaje y otro de la novela Morsamor, en el que los protagonistas, Morsamor y Tiburcio, son conducidos a través de un pasadizo al palacio del sultán de la India. Cf., "La técnica creativa de Juan Valera: dos notas sobre espacios recurrentes", en Analecta Malacitana X, n1 1, (1987), pp. 175-180.
     [18] Durand, G., Las estructuras antropológicas de lo imaginario, pp. 232-233.
     [19] Ídem, p. 299.
     [20] Como ya hemos dicho en otra ocasión, las tinieblas, el castillo, el pasadizo, el ambiente romántico y misterioso, son componentes esenciales de la novela gótica. M0 del Carmen Bobes pone de manifiesto que gracias al espacio que se impone en esta tipología narrativa los personajes se desplazan en el presente a través de los pasadizos y cámaras secretas, y a veces también en el pasado. Cf., La novela, p. 178.
                Véase también sobre las posibilidades de este espacio como ambiente fantástico, Risco, A., Literatura fantástica de lengua española. Teoría y aplicaciones, p. 191.
     [21] Algunos aspectos sobre la estructura del cuento pueden verse en el libro de M0 del Carmen Bobes. Cf., La novela, p. 49.
     [22]Durand, G., Las estructuras antropológicas de lo imaginario, p. 299.
     [23] En opinión de Margarita Almela, ese carácter simbólico, junto al ambiente romántico, y el predominio de la naturaleza agreste y nocturna, son extraños en los cuentos de Valera, por lo que estos elementos parecen proceder de la versión original de la condesa de Thun. Cf., La cultura como principio organizador del realismo de la narrativa de Don Juan Valera, p. 100.

     [24] Otro análisis de este cuento lo encontramos en Cantos Casenave, M., "El Hechicero: una metáforamágica de la creación poética", en Actas del I Congreso Internacional sobre don Juan Valera, Cabra (Córdoba), 1997, pp. 313-322.

     [25]Introducción a la literatura fantástica, pp. 77-91.
     [26]Así lo ha visto Eduardo Larequi, quien se ha ocupado del estudio de lo fantástico en Borges. Cf., "Una modalidad del cuento fantástico en Ficciones, de Borges", en Lucanor, nº 1 2, (diciembre, 1988), pp. 95-110.
     [27]Cf., "Tipología de la literatura fantástica" Revista Iberoamericana, XXXVIII, n1 80, (1972), pp. 391-403.
     [28]Valera o la ficción libre, p. 66.
     [29]En opinión de Guillermo Carnero es esta modalidad de la literatura fantástica la que predomina en la narrativa decimonónica española; pues apenas existen casos donde los acontecimientos fantásticos no sean finalmente explicados. Cf., "Apariciones, delirios, coincidencias. Actitudes ante lo maravilloso en la novela histórica española del segundo tercio del XIX", en Ínsula, nº1 318 (mayo, 1973), pp. 1, 13-15.

La experiencia del tiempo y su función en «El hechicero» de Juan Valera

El transcurso del tiempo es fundamental en la trayectoria existencial de los personajes, como queda de manifiesto especialmente en El Hechicero.
            Paul Ricoeur, al tratar de ofrecer una alternativa a la «descronologización» de los análisis estructurales, analiza el tratamiento que recibe el tiempo como repetición en muchos cuentos:

                        Antes de proyectar el héroe sobre el sendero de la gesta, incontables leyendas lo conducen hacia algún bosque oscuro, donde se pierde o encuentra alguna bestia devoradora (La caperucita roja) o bien en el cual el hermanito o la hermanita ha sido secuestrado por las aves amenazantes (La leyenda de los cisnes-gansos). Estos episodios iniciales no hacen más que introducir al héroe o a la heroína en un espacio y un tiempo primordiales que tienen más de parentesco con el reino de los sueños que con la esfera de la acción. A favor de esta desorientación preliminar, la cadena lineal del tiempo está fragmentada y el cuento toma una dimensión onírica, que será más o menos preservada a todo lo largo de la dimensión heroica de la gesta. Dos cualidades de tiempo se entrelazan: la circularidad del viaje imaginario y la linealidad de la gesta en tanto tal[1].

            Este mismo tipo de repetición, de viaje imaginario circular, lo realiza Silveria en El Hechicero, un viaje que se inicia, precisamente, cuando, al huir de casa de su amado, se introduce en un bosque, del que, en la oscuridad de la noche, no puede salir. Como refuerzo del paralelismo con el modelo analizado por Ricoeur, cabe aducir que la protagonista tiene un sueño misterioso en el que de alguna manera se le revela su futuro.
            También analiza el filósofo el carácter repetitivo del viaje realizado por el héroe de la Odisea, donde «el carácter de repetición queda conferido al tiempo por la forma circular del viaje en el espacio»[2]. También el viaje de Silveria se realiza a través de una especie de laberinto circular del que finalmente sale para volver a su punto de partida. Conseguir superar la prueba del laberinto para volver al origen, para regresar a sí mismo, se interpreta como una forma de crecimiento[3], como una forma de maduración. Efectivamente, Silveria estará preparada, después de superar su viaje iniciático, para experimentar el amor.
            En este sentido, y, puesto que muchos cuentos de Valera giran en torno a la experiencia amorosa, es necesario que sus heroínas tengan cierta edad, así, en El Hechicero se asiste a la transformación de Silveria, que pasa de ser una niña de once años a una mujer de diecisiete. Igualmente es necesario que en La buena fama, Calitea cumpla los veintitrés años para que pueda llevarse a cabo el encantamiento que encierra la muñeca prodigiosa, que facilitará el éxito amoroso[4]. Al mismo tiempo, que Calitea sea una joven de edad más madura favorece una experiencia vital más consciente y una complejidad psicológica mayor[5].





     [1]"La función narrativa y la experiencia humana del tiempo", pp. 278-279.
     [2]Ídem, p. 281.
     [3]Ídem, p. 280.
     [4]Así se lo hace saber el doctor Teódulo a la protagonista. Cf., O. J. V., I, p. 1129.
     [5]Este aspecto ha sido destacado por Margarita Almela como rasgo fundamental que distingue a Calitea de la protagonista de La muñequita. Cf., "Teoría y práctica del cuento en Valera", pp. 96-97.

La teoría del cuento en Juan Valera

En sus incursiones sobre la teoría literaria, no olvidó Juan Valera incluir sus reflexiones sobre algunos aspectos teóricos del cuento. Así, en la Breve definición del cuento, escrita para el Diccionario enciclopédico hispanoamericano, considera que cuento es «narración de lo sucedido o de lo que se supone sucedido» y, por este carácter abierto en que podía incluirse cualquier cosa que se contara, incluso el origen del universo o de los dioses, y las hazañas de los héroes, hasta que tales hechos fueron asumidos bien por la religión bien la historia, «el cuento vulgar primitivo es como el desecho de la historia religiosa, de la historia profana y de la poesía épica de las diversas naciones, y a veces es también el fundamento y el germen de historias y de epopeyas».

            En este sentido, señala Valera, el cuento se difundía oralmente y sólo cuando pasaba de ser cuento a convertirse en historia o dogma adquiría dignidad suficiente para llegar a ser materia de la literatura escrita. El cuento como invención pura era desdeñado por los literatos y sólo el interés didáctico, doctrinal o moral, pudo hacer que el ejemplo, el apólogo, o la fábula, llegara a trasladarse al papel.
            Pero más que estas teorías acerca de los orígenes remotos del cuento, me interesa otro tipo de afirmaciones sobre su carácter libre:

                        Como género de literatura, el cuento es de los que más se eximen de reglas y preceptos. Conviene sí, que el estilo sea sencillo y llano; que tenga el narrador candidez o que acierte a fingirla; que sea puro y castizo en la lengua que escribe, y, sobre todo, que interese o que divierta, y que si refiere cosas increíbles y hasta absurdas, no lo parezcan, por la buena maña, hechizo y primor con que las refiera.

            De modo que la magia del cuento no reside únicamente en las posibilidades de su temática maravillosa o fantástica, sino también en el hechizo, en el acierto y encanto del estilo narrativo. Por eso, precisamente, para liberarse aún más de posibles prejuicios, Valera optó con bastante frecuencia, como señala Margarita Almela, por el cuento semihistórico o semifantástico[1], modalidades ambas que le permitían -la primera por situarse en un tiempo suficientemente lejano y la segunda por escaparse de los límites de la realidad más vulgar- dar rienda suelta a la imaginación. Efectivamente, Valera abogó por la necesidad que tenía el escritor de ajustarse únicamente a la verosimilitud estética, y no verse limitado por una estricta verosimilitud histórica, científica u ordinaria[2].
              Entre estos cuentos semihistóricos o semifantásticos debe incluirse El Hechicero, un cuento escrito en Viena en 1894.


     [1] «Introducción» a El pájaro verde y otros cuentos, Guadalmena, Sevilla, 1990, p. 12.
     [2] De la naturaleza y carácter de la novela, en O. J. V., II, pp. 185-197.

Los cuentos de Juan Valera

Tras su dedicación juvenil a la poesía, Juan Valera no se decide a cultivar la narración en prosa hasta 1859 en que dará al periódico El Estado un artículo en el que se incluía el cuento Parsondes, que posteriormente, en 1864, sería publicado independientemente con el título de Cuento soñado[1]. En 1860 aparece El pájaro verde, primero y único de una colección de cuentos Florilegio de cuentos, leyendas y tradiciones, que, junto a Antonio María de Segovia, había pensado publicar.

            En esta nueva aproximación al cuento, Valera se conduce, tal como explica en el prólogo a dicho volumen, como los hermanos Grimm y otros contemporáneos europeos que veían en los cuentos tradicionales "desfiguradas ruinas de una antigua religión", "fragmentos dispersos y mutilados de una epopeya perdida" cuya belleza formal había desaparecido y había que tratar de rescatar; por eso, declara su propósito de "no ser fieles hasta en las palabras y frases con que los rústicos los refieren", sino de elevar "a poesía la idea germinal del vago e inconsciente instinto poético del vulgo"[2]


                Treinta y cuatro años más tarde, al publicar La buena fama, su postura sigue siendo la misma[3]. Entre El pájaro verde y El bermejino prehistórico, tercero de sus cuentos[4], median diecinueve años en los que escribió tres novelas de costumbres contemporáneas. Y es que posiblemente cuando sufría una larga cesantía diplomática prefería dedicarse a la novela, que requería un esfuerzo más prolongado, mientras que la composición de cuentos podía compaginarla más fácilmente con sus trabajos en legaciones y embajadas; al menos esto parece deducirse de la dedicatoria de La buena fama a Segismundo Moret:

                        Mi querido amigo: La bondadosa confianza con que usted me ha tratado todo el tiempo que como ministro ha sido jefe mío, mueve de tal suerte mi gratitud que deseo darle muestra de ella, y no teniendo a mi alcance otra más rica, me atrevo a dársela dedicándole el cuentecillo que sigue, fruto, si no sabroso, cultivado por mí con amoroso esmero en algunos ratos de ocio diplomático[5].

Efectivamente, durante su estancia finisecular en Viena escribió El Hechicero[6], Lamuñequita[7] y La buena fama[8]; y de regreso ya en Madrid, retirado de sus ocupaciones diplomáticas debido a su ceguera pero con la mente muy activa, escribe El caballero del azor[9], El doble sacrificio[10], Los cordobeses en Creta[11], El duende beso[12], El último pecado[13], El San Vicente Ferrer de talla[14], El cautivo de doña Mencía[15], Garuda o la cigüeña blanca[16], y El maestro Raimundico.  
Desde luego que su dedicación a este género estuvo también motivada por las posibilidades que el cuento le ofrecía para retratar el comportamiento de un personaje en una situación límite, como recuerda Margarita Almela, o por su mayor conexión con el universo poético. Al fin y al cabo, como decía Novalis, "El cuento es en cierta forma el canon de la poesía".
No faltan tampoco, las cuestiones crematísticas[17]. Es evidente que el pago de un cuento contribuía de forma más inmediata -si bien menos duradera- a paliar sus incesantes problemas pecuniarios y, además, algunas revistas como La Ilustración Española y Americana, pagaban por piezas, tanto si se trataba de una narración en verso o prosa, larga o corta, como si se trataba de un artículo, cualquiera que fuese su extensión[18].

De estos relatos y del resto de su producción cuentística trata Juan Valera y la magia del relato decimonónico.           



     [1]Cf. Margarita Almela, La cultura como principio organizador del realismo de la narrativa de Don Juan Valera, UNED, Madrid, 1986, p. 3.
     [2] Cyrus C. DeCoster, Obras desconocidas de Juan Valera, pp. 81-88.
   [3]En la dedicatoria a Segismundo Moret declara: "yo me lisonjeo de haberlo restaurado en la dignidad, el decoro y la verosimilitud que hubo de tener en su origen. Obras de Juan Valera, [O. J. V., de aquí en adelante], I, p. 1105.
 
     [4]Almanaque de la ilustración Española y Americana, 1879.
     [5]O. J. V., I, p. 1105.  El subrayado es nuestro.
     [6]Publicado en La España Moderna, LXVI (junio de 1894).
     [7]Impreso por primera vez en el volumen XIV de sus Obras Completas, Imprenta Alemana, Madrid, 1905-1935.
     [8]Vio la luz en La España Moderna, LXX, LXXI y  LXXII, de octubre a diciembre de 1894.
     [9]El Liberal, 3 de enero de 1897.
     [10]El Liberal, 7 de febrero de 1897.
     [11]El Liberal, 3 de enero de 1897.
     [12]El Liberal, 11 de julio de 1897.
     [13]El Liberal, 25 de julio de 1897.
     [14]El Liberal, 15 de agosto de 1897.
     [15]La Ilustración Española y Americana, 22 diciembre de 1897.
     [16]El Liberal, enero de 1898.

     [17]Botrel, J. F., "Sur la condition de l'écrivain en Espagne dans le seconde moitié du XIX siècle: Juan Valera et l'argent", en Bulletin Hispanique, LXXII, 1970, pp. 292-310.
 [18] Cf., Cartas a Menéndez Pelayo del 26 y 30 de abril de 1883, en Artigas Fernando, M., Epistolario de Valera y Menéndez Pelayo, Compañía Iberoamericana de Publicaciones, Madrid, 1930, pp. 158 y 159.

martes, 24 de enero de 2012

Del apunte personal al diario bélico-político de Frasquita Larrea (II)

La primavera de 1807 aún le permite seguir disfrutando de cierta paz y más aún cuando puede gozar de buena y sabia compañía:
«Quisiera que conocieras a mi amigo el Magistral –se refiere al gaditano magistral Cabrera, de enorme predicamento en la ciudad–. Ahora está aquí, y hacemos nuestros pequeños cursos de Botánica paseándonos por los jardines y por los pinares.
Ha leído a Kant en latín, y me ha explicado algunos puntos de su sistema, sobre todo del que forma con respecto a los animales (...) Kant engrandeciendo la idea dle Criador pretende que los animales tienen alma, que así como es inferior a la nuestra aquí, en la misma proporción lo será también en otro orden de cosas, y que como las obras de dios son infinitas, incomprensibles, sería blasfemar quererlas corartar según nuestras limitadas luces. No sé si he comprehendido bien al Magistral, pero sí sé que cuando me hablaba de estas cosas, me hacía amar mucho a este buen y gran Creador» (Chiclana, 30 de abril de 1807)

El romanticismo y la poesían tiñen completamente sus cartas:
«Nuestra primavera es hermosísima y mi jardincito la luce; está lleno de fragancias y colores. Te escribo en una atmósfera embalsamada que entra por el balcón de mi gabinete con el canto de los pájaros y el susurro de los insectos. Bien puedo decir con Wordsworth:

"There's a blessing in the air
Which semms a sense of joy to yield 

que seguramente no gozan ustedes en G.», (Chiclana 8 de mayo de 1807).

Del apunte personal al diario político de Frasquita Larrea

Como es bien sabido,aunque poco tiempo antes confesara que la política no le interesaba, en agosto de 1807 Frasquita empezó a escribir a su marido sobre los acontecimientos bélicos protagonizados por las tropas napoleónicas. 
Nada que ver con las primeras cartas que le escribe desde Chiclana, recién llegada casi de regreso de Alemania en el verano de 1806:
«Te escribo casi a la luz de la Luna que se mete clarísima por mis ventanas. El cencerro del buey que anda en la noria, el incesante trino de los grillos, el graznido de las ranas, la fragancia del aire, la ausencia de toda voz humana, todo está en harmonía con el sosiego de mi corazón». (Chiclana, 10 de julio de 1806).

La descripción del paisaje campestre de Chiclana responde casi al tópico del lugar ameno de la poesía bucólica, pero impregnado ahora por la experiencia personal, tan característicamente sentimental en el Romanticismo. No en vano, en esos días está releyendo a Shakespeare y al supuesto bardo Ossian:
«Mi vida es bien tranquila. Durante el día hace calor, pero las noches son deliciosas. Muchas de ellas me quedo en el balcón hasta después de las doce, y aún a esa hora suenan en la distancia las guitarras y castañuelas; este sonido que ninguno otro interrumpe, inspira una melancolía incompatible con el bullicio de la hora del sol». (Chiclana, 10 de julio de 1806).

Y cuando se trata de pintar su huerto, entonces empieza a descubrirse una perspectiva casi pintoresca del paisaje:
«Es indefinible la sensación que causan las primeras aguas del otoño en este país, y cuando acabado de llover el sol despliega el azul del cielo, y que el vientecillo Oeste bambolea suavemente las ramas de las acacias cargadas de las gotas de agua, parece que todas las sensaciones de la vida se despiertan para hacernos gozar de todas las bendiciones del cielo. Mi jardincito es la maravilla de Chiclana, los árboles y arbustos de las cuatro partes del mundo fructifican perfectamente en él. Toda la familia de las acacias, empezando por el aroma que exhala a tanta distancia su delicioso perfume, el árbol de la pimienta, el sycomoro, el plátano, etc., mezclados con una profusión de naranjos, mirtos, adelfas, jazmines, etc., forma de él un pequeño edén» (Chiclana, 14 de septiembre de 1806).