La cena de socios en el casino es fundamental para alcanzar a comprender la mezquindad que rodean el ambiente masculino de Vetusta, al que, en principio, parece escapar Álvaro Mesía; sin embargo, finalmente, el narrador desbarata su falso romanticismo y lo pone en evidencia, mediante una referencia plástica, tan del gusto de la novela del XIX:
Se
volvió al amor y a las mujeres, y comenzaron las
confesiones, coincidiendo con el café y los licores,
sacatrapos del corazón. Entre la ceniza de los cigarros, las
migas de pan, las manchas de salsa y vino, rodaron el nombre y el
honor de muchas señoras. «Allí se podía
decir todo, estaban solos, todos eran unos». Mesía
hablaba poco, era su costumbre en tales casos. Temía estas
expansiones en que se toma por amigo a cualquiera y en que se dicen
secretos que en vano después se querría recoger.
Mientras los demás referían aventuras vulgares, sin
gloria, él atento a sus pensamientos, con un codo apoyado en
la mesa y la barba apoyada en la mano, fumaba un buen cigarro
besando el tabaco con cariño y voluptuosa calma; los ojos
animados, húmedos, llenos de reflejos de la luz y de
reflejos eléctricos del vino, se fijaban en el techo. Las
demás figuras de la cena eran vulgares, su embriaguez no
tenía dignidad, ni gracia la libertad de sus posturas.
Mesía estaba hermoso; se notaba mejor que nunca la esbeltez
y armonía de sus formas de buen mozo elegante; en su rostro
correcto los vapores de la gula no imprimían groseras
tintas, sino cierta espiritualidad entre melancólica y
lasciva; se veía al hombre del vicio, pero sacerdote, no
víctima: dominaba él a su borrachera,
morigerada, señoril, discreta. Don Álvaro, a
solas entre aquellos pobres diablos, soñaba despierto,
enternecido. En aquellos momentos se creía enamorado de
veras, y se creía y se sentía de veras interesante. Aunque él era sensualista ¡qué
diablo! la sensualidad, pensaba, también tiene su
romanticismo. El claire de lune es claire de lune aunque la
luna sea un cacho de hierro viejo, una herradura de algún
caballo del sol.
Y
pasaban por su memoria y por su imaginación recuerdos de
noches de amor, no todas claras ni todas poéticas, pero
muchas, muchas noches de amor. Y sintió comezón de
hablar, de contar sus hazañas. Este prurito era nuevo en
él; no lo había sentido hasta que la Regenta le
había humillado con su resistencia.
La última cena. Leonardo Da Vinci |
Dos
o tres veces intervino en la algazara para dar su dictamen tan
lleno de experiencia en asuntos amorosos. Y todos se volvieron a
él, y callaron los demás para oírle. Entonces
habló, sin poder remediarlo, para satisfacer secreto impulso
de rehabilitarse con su historia. Habló el maestro. Quitó el codo de
la mesa y apoyó en ella los dos brazos cruzando las manos,
entre cuyos dedos oprimía el cigarro, cargado con una
pulgada de ceniza; inclinó un poco la cabeza, con cierto
misticismo báquico, y con los ojos levantados a la luz de la
araña, con palabra suave, tibia, lenta, comenzó la
confesión que oían sus amigos con silencio de
iglesia. Los que estaban lejos se incorporaban para escuchar,
apoyándose en la mesa o en el hombro del más cercano.
Recordaba el cuadro, por modo miserable, la Cena de Leonardo
de Vinci.
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