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lunes, 28 de octubre de 2013

«A Jovino. El Melancólico». Elegía.

          Para comprender la sustancial transformación de la cosmovisión que empieza a gestarse al filo del ochocientos, no hay más que dirigir los ojos a la segunda Elegía moral de Jovellanos, A Jovino, el Melancólico que, como recuerda Russell P. Sebold en «Sobre el nombre español del dolor romántico», Demerson fechó como compuesta antes de junio de 1794:


    Do quiera vuelvo los nublados ojos,


nada miro, nada hallo que me cause


sino agudo dolor o tedio amargo.


Naturaleza en su hermosura varia


parece que a mi vista en luto triste


se envuelve umbría; y que sus leyes rotas,


todo se precipita al caos antiguo.


    Sí, amigo, sí; mi espíritu insensible


del vivaz gozo a la impresión suave,


todo lo anubla en su tristeza oscura,


materia en todo a más dolor hallando;


y a este fastidio universal que encuentra


en todo el corazón perenne causa.


Como subraya Sebold:  «La definición y también el nombre melendezvaldesianos abarcan tanto los motivos exteriores ambientales como los interiores psicológicos -nunca rigurosamente separables- del dolor romántico».


          Esta elegía, en la que las sombras de la melancolía parecen ahogar todo intento racional de disiparlas, ha sido considerada en relación con el capricho de Goya  nº 43, El sueño de la razón produce monstruos. Como muchos ilustrados, el poeta confiará en la amistad para encontrar un asidero que lo concilie con la razón y con el mundo:


                    Extiende a mí la compasiva mano,


                    Y tu alto imperio a domeñar me, enseñe


                    La rebelde razón: en mis austeros

                    Deberes me asegura en la escabrosa 155

                    Difícil senda que temblando sigo.


                    La virtud celestial y la inocencia


                    Llorando huyeran de mi pecho triste,


                    Y en pos de ellas la paz tú conciliarme


                    Con ellas puedes, y salvarme puedes. 160

                    No tardes, ven; y poderoso templa


                    Tan insano furor: ampara, ampara


                    A un desdichado que al abismo que huye,


                    Se ve arrastrar por invencible impulso;


                    Y abrasado en angustias criminales,  165

                    Su corazón por la virtud suspira.

El poeta ilustrado puede asomarse al abismo cuando las sombras de la irracionalidad, el dolor,  la melancolía, la soledad, le impiden ver con claridad la luminosidad de la creación, cuando empieza a dudar de que su razón pueda alcanzar a comprender la complejidad de la naturaleza humana y de la creación divina, pero ese zozobra, esa sinrazón, es siempre temporal y se resuelve mediante la amistad, el amor o el consuelo religioso, en una reconciliación cósmica y fraternal.  

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