Aunque las estaciones parecen sucederse lentamente en La Regenta, el tiempo del relato lo hace al ritmo de los acontecimientos más emotivos y relavantes para los personajes y para los lectores, que no dejan de reconocer los hitos históricos de la España Reciente. Así sucede cuando el narrador nos introduce en el café de la Paz, hacia 1868, es decir, en los años de la conocida revolución Septembrina o la Gloriosa:
Perdió aquel refugio de sus horas desocupadas que eran
muchas, y anduvo como alma en pena vagando de café en
café hasta que al cabo de algunos años tropezó
con don Santos Barinaga en el Restaurant y café de la
Paz, donde todas las noches el enemigo implacable del Magistral
se preparaba a mal morir bebiendo un cognac con honores de
espíritu de vino.
Poco trabajo le costó a Guimarán hacer un
prosélito de don Santos. De día en día y de
copa en copa avanzaba la impiedad en aquel espíritu; y
llegó a creer que Jesucristo no era más que una constelación; disparate
que había leído don Pompeyo en un libro viejo que
compró en la feria.
El café de la Paz era grande, frío; el gas amarillento y
escaso parecía llenar de humo la atmósfera cargada
con el de los cigarros y las cocinas; a la hora en que los dos
amigos conferenciaban estaba desierto el salón; los mozos,
de chaqueta negra y mandil blanco, dormitaban por los rincones. Un
gato pardo iba y venía del mostrador a la mesa de don
Santos, se le quedaba mirando largo rato, pero convencido de que no
decía más que disparates, bostezaba, y daba media
vuelta.En tanto, en el café de la Paz había ya público para oír a don Pompeyo y a don Santos maldecir de las religiones positivas y especialmente del señor Vicario general, como llamaba siempre a De Pas el señor Guimarán. Entre el pueblo bajo corría la historia de las aras, de la ruina de don Santos, de los millones del Magistral depositados en el Banco; con tal motivo algunos obreros de la Fábrica vieja hablaban de ahorcar al clero en masa. A esto lo llamaban cortar por lo sano. Los trabajadores carlistas dudaban; tenía entre ellos amigos el Magistral, pero si le respetaban por sacerdote, le temían por rico... y sospechaban algo. De lo que no hablaba la multitud era del asunto de las faldas. Allá cuando la Revolución, se había dicho si tenía o no tenía don Fermín aventuras en los barrios bajos; pero ya nadie se acordaba por allí de tales cuentos. Los obreros que entonces llevaban la voz en la propaganda revolucionaria habían muerto, o habían envejecido, o se habían dispersado, o estaban desengañados de la idea; la generación nueva no era clerófoba más que a ratos; era amiga de la taberna, no del club. Se hablaba sólo de revolución social; y ya se decía que los curas no son ni más ni menos malos que los demás burgueses. Malo era el fanatismo, pero el capital era peor. No había en los barrios bajos un elemento de activa propaganda contra las sotanas. El Magistral era allí más despreciado que aborrecido. Pero el escándalo de don Santos el de los Cristos, como le llamaban; dos o tres rasgos de despotismo en la curia eclesiástica, el dineral que costaba casarse -como si antes no costara lo mismo- y las acciones del Banco, volvieron a encender los odios, y esta vez se habló de colgar al Provisor y demás clerigalla.
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