Fanfur estaba tan preocupado de la prudencia de Kamcém, que no dudó un momento de la verdad de sus quejas. Entró en un furor extremado contra Soufél, le hizo cargar de cadenas, sin quererle oír, le condujo él mismo a la cárcel del centauro azul, y echándole en cara su atentado contra el honor de Kamcém, le aseguró que presto le haría padecer una afrentosísima muerte.
A estas amenazas, habiendo el
centauro echado a reír con tanta fuerza, que hizo temblar las bóvedas de su
prisión, el rey quedó más atónito que antes. Estas extraordinarias risadas
doblaron su curiosidad, le pidió con instancia le explicase por qué se reía. Le
ofreció con esta ocasión darle la libertad, con tal que no le quitase en
adelante más ganado, y le aseguró, que si perseveraba en su obstinación le
haría morir antes de acabarse aquel día en que estaban.
El centauro azul, más lisonjeado de
las promesas de Fanfur, que temeroso de sus amenazas, se arrimó a las barras de
su jaula:
—Rey
de Nanquin —le dice—, ¿me mantendrás tu palabra?
—Te
lo juro por mi cabeza —replicó Fanfur—,
atemorizado de oír hablar al centauro por la primera vez.
—Haz,
pues, que vengan aquí los principales de tu corte, la reina de Kamcém, y todos
los esclavos de su comitiva, sin dejar uno —replicó el centauro—;
yo te prometo en su presencia de darte la satisfacción que pides.
El rey estaba tan deseoso de saber
la causa de sus risadas, que en aquel instante
mismo mandó llamar a todos los que pedía el centauro azul. Juntos todos,
el rey le obligó a hablar; pero habiendo declarado primero que no se
explicaría, si antes no quitaban los hierros a Soufél. No se hubo bien acabado
de ejecutar su voluntad, cuando habló a Fanfur de esta manera:
—Rey
de Nanquin, si yo echo a reír al
encuentro de un entierro de un joven, fue por haber visto llorar amargamente al
que se creía ser su padre, mientras que uno de los que allí asistían, y que aun
mantiene un comercio carnal con la mujer de aquel buen hombre, de que tuvo
aquel hijo, se reía con todas sus fuerzas,
y no podía dejar de reírse dentro de sí mismo del dolor del marido de su
dama, por la pérdida de un hijo, en que
el no tenía parte alguna.
¿Quién no se hubiera reído todavía
oyendo a mil ladrones que han robado, y todos los días roban inmensas sumas al
público, cuyas sanguijuelas son? ¿Quién no se riera, digo, de oírles alabar tu
justicia, por haber hecho ahorcar a un mozo a quien la necesidad de mantenerse
a sí, y a su mujer y cuatro hijos,
obligó a tomar de uno de ellos diez cequíes[1],
cuando si decían la verdad, el que fue robado merecía por sus hurtos estar en
lugar del ladrón?
Aquí el centauro paró, y fingió no
querer hablar más; pero habiéndole Fanfur instado de nuevo:
—Rey
de Nanquin —dijo—, no me obligues a explicarme sobre
lo que resta; más quiero guardar silencio, que descubrirte cosas que te darán
pena.
Este discurso picó aun más la
curiosidad del rey.
—Por
más desagradable que pueda ser lo que tienes que decirme —le
respondió—, no lo dilates. Yo te conjuro a que no me lo ocultes.
—Tú lo quieres así, y bien,
pues, ¿podía yo menos de reírme de gana, oyendo a tu pueblo gritar en voz alta
«Viva el bravo Soufél, viva el vencedor del centauro azul», sabiendo que los
hábitos de este joven ocultan una beldad exquisita, por quien el Príncipe tu
hijo, que no es muerto aún, siente una pasión violenta?
[1] Cequíes.
Plural de «cequí». «Moneda antigua de oro, acuñada en varios estados de Europa,
especialmente en Venecia, y que, admitida en el comercio de África, recibió de
los árabes este nombre».
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