Aunque los vientos parecen empujar para que la Filología desaparezca, al menos de los títulos de muchos de los nuevos planes de estudio de grado, algunos nos hemos empeñado en mantener, contra viento y marea, ese amor a la palabra. Es una cuestión que he tratado de explicar a mis alumnos y una convicción que he tratado de compartir con ellos. Sin saber manejar correctamente los recursos del lenguaje, no somos capaces de compartir nuestras ideas, gustos, apegos, amores y desamores, y no somo capaces siquiera de hacernos entender, de defender nuestros proyectos y luchar por nosotros mismos.
Lo sabía muy bien Mariano José de Larra, escritor, periodista, dramaturgo ocasional y crítico literario, que hubo de aprender un nuevo idioma cuando tuvo que marchar a los seis años con toda su familia a Francia, porque el padre había colaborado con el gobierno de José Bonaparte. Quizás, siendo tan niño, aquel cambio lo viviera como una novedad, una aventura, a la que pronto pudo acostumbrarse, lo que ya no me parece tan factible es que, cuando hubo de volver a los nueve años, y cursar unos estudios en un idioma que habría quedado limitado al ámbito familiar, la readaptación fuera sencilla. Por eso, cuando, siendo ya escritor reputado, hubo de enfrentarse a la tarea de escribir en francés, la empresa le pareciera, si no hercúlea, al menos sí bastante complicada, a pesar de que su labor como traductor de comedias francesas lo mantenía familiarizado con el francés.
Todas esas vivencias, debieron hacerlo muy consciente de lo que valía el idioma, de lo difícil que era usarlo de forma correcta y precisa, y de la ligereza con que muchos escritores se servían de lo que era su herramienta de trabajo.
Claro que no eran los únicos, los políticos estragaban, retorcían, el idioma, daban vueltas a las palabras hasta vaciarlas de contenido y, más que hacerse entender por el pueblo, trabajaban con ahínco por engañarlo, por confundirlo, así que, para tratar de acabar con esta pesadilla filológica, invirtió muchas horas en elaborar un Diccionario, en el que, al parecer, estuvo trabajando hasta el fin de sus días.
Pero, al advertir el poder de la palabra y lo poco dispuestos que estaban algunos a ceder su hegemonía, y al darse cuenta de la alianza de algunos periódicos con los políticos, decidió hacerles frente:
¿Ha dicho usted «hidra de la
discordia», «justicia», «procomún»,
«horizonte», «iris» y «legalidad»? Ved
enseguida a los pueblos palmotear, hacer versos, levantar arcos, poner
inscripciones. ¡Maravilloso don de la palabra! ¡Fácil
felicidad! Después de un breve diccionario de palabras de época,
tómese usted el tiempo que quiera: con sólo decir
«mañana» de cuando en cuando y echarles palabras todos los
días, como echaba Eneas la torta al Cancerbero, duerma usted tranquilo
sobre sus laureles.
Tal es la historia de todos los pueblos, tal la historia del
hombre... Palabras todo, ruido, confusión: positivo, nada.
¡Bienaventurados los que no hablan, porque ellos se entienden! Fígaro. («Las palabras», Revista Española, nº 209, 8 de mayo de 1834).
Así que luchó también, sobre todo, para que ningún político, ningún empresario, consiguiera silenciar su palabra, porque con ella, a través de la crítica, y de la sátira, podía abrir los ojos, las mentes de sus lectores y cambiar el mundo, o, al menos, intentarlo.
Esa es una de las metas a las que un filólogo, y un profesor, debe aspirar, así que, sin caer en el intento, espero seguir compartiendo con Larra ese sueño.
Como no podía ser de otra manera, en este Congreso de la AIH en BuenosnAires, también hemos hablado de Larra.
ResponderEliminar