Como señalaba en la entrada anterior, el cuento que se inicia con rasgos de sainete o de entremés de cachiporra pronto muestra su verdadero carácter. Es verdad que, al principio, todo parece reducirse a una boda desigual entre un viejo indiano y una chiquilla de quince años, dispuesta a un sacrificio que no debe ser ni largo ni demasiado penoso, dadas las sencillas exigencias que demanda el marido: «sólo
pedía a la tierna esposa un poco de cariño y de
calor».
Efectivamente, en los primeros días, la esposa no puede sentir sino piedad y deseos de responder como mejor pueda a sus deseos: «Día y noche —la noche sobre todo, porque era cuando necesitaba a su lado, pegado a su cuerpo, un abrigo dulce— se comprometía a atenderle, a no abandonarle un minuto. ¡Pobre señor! ¡Era tan simpático y tenía ya tan metido el pie derecho en la sepultura!». Tanta insistencia induce a pensar que el anciano tema no superar el invierno:
«Lo que tengo es frío —repetía—, mucho frío, querida; la nieve de tantos
años cuajada ya en las venas. Te he buscado como se busca el
sol; me arrimo a ti como si me arrimase a la llama bienhechora en
mitad del invierno. Acércate, échame los brazos; si
no, tiritaré y me quedaré helado inmediatamente. Por
Dios, abrígame; no te pido más».
Pero el viejo oculta algo. Abriga una secreta esperanza que ha sido el motor de su matrimonio:
La Jeune fille et la mort, tableau de Marianne Stokes, ca. 1900
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Lo
que se callaba el viejo, lo que se mantenía secreto entre
él y el especialista curandero inglés a quien ya como
en último recurso había consultado, era el
convencimiento de que, puesta en contacto su ancianidad con la
fresca primavera de Inesiña, se verificaría un
misterioso trueque. Si las energías vitales de la muchacha,
la flor de su robustez, su intacta provisión de fuerzas
debían reanimar a don Fortunato, la decrepitud y el
agotamiento de éste se comunicarían a aquélla,
transmitidos por la mezcla y cambio de los alientos, recogiendo el
anciano un aura viva, ardiente y pura y absorbiendo la doncella un
vaho sepulcral.
Ese trasvase de alientos y almas que en vez de ser producto del amor y del deseo que incita al beso en Góngora, no es sino el fruto de un egoísmo sin compasión, el «de los últimos años de la existencia, en que todo se sacrifica al afán de prolongarla».
Efectivamente, la muchacha muere antes de cumplir los veinte, mientras el anciano Fortunato busca nueva novia. El médico, Tropiezo, no acaba de entender lo ocurrido y los habitantes de la Galicia más profunda, esa en la que, como señalan Villanueva y González Herrán, se atisba la Galicia de Valle-Inclán, tampoco. De lo único de que están cierto es de que deben librarse cuanto antes de esa alimaña: «De esta vez, o se marcha del pueblo, o la cencerrada
termina en quemarle la casa y sacarle arrastrando para matarle de
una paliza tremenda. ¡Estas cosas no se toleran dos veces!»
La narración, no obstante, tiene un final inquietante y abierto —«Y
don Fortunato sonríe, mascando con los dientes postizos el
rabo de un puro»—, que plantea la posibilidad de que en otro tiempo, en otro lugar el vampiro encuentre nuevas víctimas.
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