Mañana es 8 de marzo, día de la mujer y una vez más quiero acordarme de algunas escritoras de los siglos XVIII y XIX, centurias a las que me dedico preferentemente. No es que ignore o me olvide de las escritoras de hoy, simplemente quiero recordar que también ellas tuvieron que soportar muchos prejuicuios, autocensuras e injusticias de las que hoy aún no nos hemos liberado.
Ahí está Rosa Gálvez de Cabrera —apellido este último de su marido— que, además de soportar los caprichos y aficiones al juego de su cónyuge, hubo de sobrellevar las maledicencias de quienes la vinculaban sentimentalmente a Godoy y las de quienes discutían su valía como escritora por el simple hecho de ser mujer.
O el flagrante caso de Frasquita Larrea que al filo del mil ochocientos se mostraba convencida defensora de los derechos de la mujer, seguidora entusiasta de la obra de Mary Wallstonecraft, en contra de la opinión de su marido, Juan Nicolás Böhl, que quería que se deshiciera de ella y luego, desdiciéndose, a comienzos del Trienio, asustada al ver que las mujeres de las vecindades de Arcos de la Frontera se entusiasmaban con los liberales Quiroga y Riego, hasta el punto de rechazar que las mujeres pudieran entender de política. Sin embargo, no por ello abandonó su curiosidad intelectual —fue traductora de Byron— y animó a escribir a su hija Cecilia Böhl de Faber, convirtiéndose de alguna manera en editora de su primer relato, cuando envió a la revista El Artista «Una madre o la batalla de Trafalgar».
La misma Cecilia se debatiría entre ser admitida en la república de las letras, imperio dominado por los hombres, escribir para sí o atreverse a irrumpir en este ámbito de la masculidad amparada, eso sí, en el seudónimo masculino de Fernán Caballero.
Precisamente por ir sin ese escudo masculino y escribir sin tapujos dando rienda suelta a toda su creatividad, Gertrudis Gómez de Avellaneda tampoco fue apreciada por su verdadera calidad como escritora, y la valentía e implicación social de mucho sus textos, sino que fue minusvalorada y vista con recelo incluso por otras escritoras, que tampoco sentían simpatía por sus ideas, como la propia Fernán Caballero.
Tampoco le fue demasiado bien a Carolina Coronado, por su activismo social y político, en la que cabe encuadrar su decidida actividad en favor de las mujeres, de la abolición de la esclavitud y de las ideas progresistas. Su novela Luisa Sigea o su «Galería de poetisas contemporáneas», constituyen una muestra notable.
Por último, quiero referirme a la autora de los Cuentos espiritistas (1926), volumen antológico póstumo de los relatos que, entre más de dos mil textos, publicó la escritora sevillana Amalia Domínguez Soler en la prensa espiritista. El espiritismo y, más concretamente la denominada literatura «medianímica» o dictada a través de un «medium» fue uno de los subterfugios para escribir más libremente de todas sus preocupaciones.
Ellas no lo tuvieron fácil, no, pero hoy tampoco existen las mismas oportunidades para las mujeres. Por eso MAÑANA PARAMOS y acudiremos a la MANIFESTACIÓN DEL 8 DE MARZO.
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