El protagonista de este relato dieciochesco es
un joven de familia aragonesa, a quien su madre trata de impedir que
vaya a la guerra, pero al que finalmente le entrega la espada del padre «aun teñida de la sangre de los infieles».
«Un joven caballero, descendiente de una de las más ilustres
casas del reino de Aragón, sabe que el rey don Juan, soberano de Castilla, ha
levantado el estandarte contra el enemigo común. El caballero (a quien
llamaremos Fajardo) desea salir de la ociosa
y blanda vida del castillo de sus padres. Entraba ya en la edad en que el
hombre sólo respira la guerra y los amores, arde en deseos de ir y señalarse
por su valor contra los opresores de su religión y de su patria».
«Bien pronto llega a las límites de
su reino, penetra en los estados de Castilla y llega a la brillante corte de su
soberano. Los campos están cubiertos de formidables escuadrones; se ven llegar
cada día nuevos refuerzos, que engruesan y amenaza el ejército. Los soldados,
impacientes por dilatarse la
hora de entrar en la pelea y vencer al enemigo, se ensayan en la ociosidad de
sus campamentos en ligeras justas y torneos.
La tropa marcha. Fajardo camina al
frente de la de su país. Se le conoce por el rojo penacho que ondea sobre su
luciente casco».
A pesar de que sus hazañas son pronto digno de admiración, el novel caballero no consigue salir victorioso:
«La providencia divina, cuyos
decretos son impenetrables, no permite que triunfe y venza la buena causa. La
victoria se declara por Abenacar, rey de Granada. Fajardo cede a la multitud de
los que le persiguen; pero no se rinde hasta haber hecho gemir a muchos por su
loca temeridad. En fin, habiéndose señalado con mil prodigios de valor,
fatigado ya y desfallecido, cercano a perder la vida por la mucha sangre que
corría a borbotones de la[1]
profunda herida, no quiere entregar su espada sino es al Rey mismo. Este
Príncipe, movido de la desgracia del joven aragonés se adelanta hacia él y le
dice:
—Valeroso
caballero no os avergoncéis de conocer a un vencedor que merecerá vuestra
estimación. Recibid este primer testimonio de la mía os vuelvo vuestra espada,
venid a mi corte, quiero fijaros en ella con los lazos del reconocimiento y de
la amistad, no experimentareis de mí más que beneficios.
Fajardo levanta
sus pesados párpados, y duda de lo mismo que oye y ve. El monarca moro tenía
pintadas en todas sus facciones, la nobleza y la magnanimidad; su prisionero no
podía creer que un musulmán fuese capaz de un proceder tan sublime.
Abenacar vuelve a
sus estados seguido de su victorioso ejército, lleva consigo a la corte a
Fajardo, que ya se halla sano de sus heridas, y le dice:
—Esta será mi prisión. Quiero que confieses que se puede
amar a los mismos que nos han vencido».
Con estas palabras el autor pone en boca del rey moro el lenguaje propio de la cortesía, proyectando una maurofilia muy del gusto de los romances fronterizos.
[1] La.
Falta en el original periodístico.
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